4.

Me puse de pie dispuesta a ayudar, pero la señora Yola dijo que no era necesario, que Melita y ella se encargarían. Alcé los hombros y me encaminé hacia la salida, pero al pasar junto a la vitrina algo llamó mi atención. Observé con curiosidad exagerada una fotografía que delataba el paso del tiempo. Retrataba a dos personas adultas. Un hombre de unos cincuenta y tantos años, con cabello escaso y mirada taciturna. Posaba junto a una mujer, unos diez o quince años menor, de cabello negro como el petróleo, nariz afilada y ojos como canicas que se escondían debajo de una mata de pestañas.

—Son mis padres —comentó la señora Yola—. Mi padre murió hace doce años, sus pulmones colapsaron tras años de trabajar el oro y el cobre para sacar adelante a la familia —Su voz se quebró al recordarlo—. Mi madre vive, pero desde hace unos meses se refugió en "Mangata", una casa para personas de la tercera edad. Supongo que cuando las personas mayores comienzan a sentirse inútiles no desean convertirse en una carga. Le rogué y traté de convencerla de que este era hogar, pero no cambió de opinión. Ni mis hermanos lograron arrancarle esa idea de la cabeza. María es más terca que una mula —añadió con una sonrisa cargada de melancolía—. Desde que mi madre se fue, esta casa nos quedó grande y se sintió vacía, y tras la muerte de mi esposo decidí convertirla en una pensión. Lo que recibo de la renta me ha servido para pagar las deudas, el colegio de mis hijos y la estadía de mi madre en Mangata. Como te has dado cuenta no existen los lujos aquí, pero un plato de sopa caliente, una pieza de pan y una taza de café nunca se le negará a nadie.

Suspiró antes de abrir una de las puertas, entonces tomó una fotografía familiar, en blanco y negro, donde sus padres eran rodeados por más de una docena de chiquillos.

—Es la única foto familiar que conservo —dijo y comenzó a nombrarlos a todos—. Muchos han fallecido, un golpe letal para mi madre. Creo que esa ha sido la razón que la impulsó a alojarse en un asilo. Mi madre es una mujer fuerte, pero la pérdida de un hijo doblega hasta al más arisco y, aunque lo intentó, no logró reponerse. El resto de los hermanos que aún estamos vivos nos hemos dispersado, pero a veces nos reunimos para festejar las navidades.

Su voz se fue apagando al ir narrando su historia y abrió un hueco en mi estómago.

—Extraño a mi padre, pero me he resignado a su ausencia, sin embargo, una espina se incrusta en mi pecho al saber a mi madre viva, pero lejos. Todos los domingos voy a visitarla, a veces me acompaña Melita o Santiago. Aunque debo admitir que se encuentra bien. Su semblante refleja un estado de paz. Tal vez la convivencia con personas de su edad le ha ayudado a aligerar la enorme carga en sus hombros.

A la mañana siguiente, al abrir la puerta me estrellé contra el pecho de un apuesto joven, pero sentí que me había estrellado contra un muro. No lo había visto antes.

—Cuidado —balbuceó el hombre.

Era alto, fornido y vestido impecable. Llevaba en la mano una bolsa de papel de estraza llena de pan. Sus ojos estaban muy abiertos y las aletillas de su nariz simulaban el aleteo de una mosca.

—Lo siento.

Fue lo único que pude decir porque una ráfaga ardiente recorrió mi estómago y se alojó en mis mejillas.

— ¡Muchacho despistado, casi mandas al suelo a esa chiquilla! Pon atención, Santiago —. Gritó la señora Yola.

Hermano de Melita, Santiago en ese tiempo estudiaba Derecho en una Universidad privada. Aquel personaje que había mencionado Kenia, el mismo que ocupaba un lugar en la cabecera del comedor, justo frente a su madre.

Por instinto me enderecé y acomodé mi cabello. La vergüenza me había tomado como rehén así que esbocé una sonrisa y salí sin mirar atrás. El encuentro anterior distrajo mi mente y anestesió mis emociones, así que, ese día, mi andar por la calle resultó más llevadero.

Veinte minutos después llegué a una veterinaria donde, según el periódico, solicitaban recepcionista. Me recibió una mujer que llevaba puesta una bata con estampados, de mirada arisca y rostro endurecido que tenía pinta de ratón.

—En un momento te atiendo, puedes sentarte ahí —dijo en tono poco amistoso, al tiempo que señalaba una banca pegada a una pared.

Resoplé.

Pasaron varios minutos antes de que aquella visión circense se acordara de mi presencia.

—¿Has trabajado antes en una Veterinaria? —me cuestionó mientras fingía anotar algo en una hoja.

—No, pero me agradan los animales. Sobre todo, los perros —respondí con una sonrisa de oreja a oreja.

Los labios de la mujer se torcieron y carraspeó antes de continuar.

—Trabajarías de lunes a sábado con un horario de nueve de la mañana a ocho de la noche, tendrías una hora para comer, pero debes llegar media hora antes e irte media hora después del cierre. Sería ideal que vivieras cerca de la zona —enfatizó esas últimas palabras—. El sueldo es el mínimo. Debes recibir a los pacientes, agendar citas, llamar y recibir a proveedores, pedir reportes de laboratorio y ayudar a mantener limpio el lugar. ¿Tienes alguna pregunta?

Habló tan de rápido que apenas comprendí lo que dijo.

—¿Cuándo empiezo? —exclamé con emoción encendida.

—Bueno, hemos entrevistado a varios candidatos, pero te confesaré que solo otra persona y tú parecen los indicados. Déjame tu número de teléfono y yo me comunicaré contigo para darte una respuesta.

Apreté los párpados y respiré hondo. Había perdido más de una hora solo para recibir el típico: "Nosotros te llamamos". Algo dentro de mí decía que en cuanto diera media vuelta la mujer echaría el papel donde había anotado el numero de la pensión al bote de basura.

Así continuó mi viacrucis. Entre negativa y negativa.

Al cuarto día mis esperanzas se evaporaban como la lluvia al caer sobre suelo caliente.

Cierta noche me encontré con Esme, su perfume flotaba en el aire como brisa nocturna. Llevaba puesto un vestido amarrillo entallado que acentuaba su figura y zapatillas rojas. Su cabello iba suelto, lo había ondulado y su maquillaje afinaba sus facciones.

— ¿Vas de fiesta? —Le pregunté.

—Algo así —respondió entre risas—. Voy a trabajar.

— ¿A esta hora?

Mi sorpresa no pasó desapercibida. Pasaban de las nueve de la noche y la forma en cómo iba vestida me pareció poco común para asistir al trabajo.

—Querida, no tengo un horario fijo. Todo depende de los requerimientos de mi trabajo —explicó. Parecía que mi expresión la divertía.

No dije más, ambas bajamos las escaleras, yo me dirigí al comedor y Esme caminó directo a la puerta de salida.

—Isabel, yo podría ayudarte a conseguir trabajo —exclamó antes de salir.

Una mezcla de emoción, duda y precaución revoloteaban en mi mente.

— ¿En serio?

— ¡Por supuesto! Ya habrá ocasión para conversar, ahora voy tarde —agregó antes de desaparecer.

En la cocina, la señora Yola llevaba en sus manos una jarra que despedía un olor exquisito. <

—Atole de vainilla. Hoy es una fecha especial, cariño —comentó.

Esa ocasión nos acompañaban dos hombres jóvenes. Uno moreno de ojos azules y cabello rizado quién al hablar dejaba en evidencia un acento marcado. El otro era robusto y de cabello negro. Sus ojos se ocultaban detrás de unas gafas que debía acomodar una y otra vez. Don Tomás, Camilo, Melita y Kenia, con los ojos desorbitados y la piel transparente, también estaban ahí. Parecía que la rubia recién había salido del hospital tras librar una feroz batalla contra una diarrea aguda.

—Nada de nuevo, ha pasado una semana y nada —confesé en voz baja cuando llegó mi turno de hablar.

—Ten paciencia, chiquilla, el desempleo va en aumento y las oportunidades son escasas. Que si no tienes experiencia, que si no cumples los requisitos, que si necesitas un Título y bla, bla, bla. ¡Puras patrañas! Para trabajar lo único que se necesita es voluntad y ganas —exclamó Don Tomás con una mezcla de indignación y empatía.

De pronto, Melita apareció con un pastel en sus manos. Una velita encendida coronaba el centro.

<Feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños querido Santi, feliz cumpleaños a ti.> Cantaba mientras avanzaba.

La sonrisa de Santiago se acentuó. Yo observaba la escena ajena, apenada y expectante.

—Felicidades —dije minutos después.

Mis ojos enfocaban a ese ser con un exquisito aire varonil, que me miraba extrañado.

—Gracias, Isabel —respondió mientras me cubría con sus brazos.

Un abrazo que me hizosentir en casa

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