38

Camino por el estrecho pasillo que lleva al otro lado hasta llegar a la celda marcada con el número 186. Dos de sus ocupantes se encuentran afuera, me reconocen y me observan con recelo al verme llegar, pero yo las ignoro, ninguna de ellas es la persona que busco. Me cuelo en la celda y tras un rápido vistazo doy con mi objetivo. Sofía está en la cama hecha un ovillo. Respiro profundo mientras repito en mi mente las palabras que don Tomás dijo hace muchas, muchas noches. <Escribo para mi nieta. Tengo la esperanza de verla de nuevo antes de que mi tiempo en el mundo se agote, pero debía encontrar el modo de enterarla si las cosas no fueran como deseo, así que decidí escribir todo lo que me hubiera gustado decirle personalmente a Sofía. Hay tanto que debe saber, tantos momentos que nos perdimos>.

Muevo la cabeza de un lado a otro insegura de que la mujer que se encuentra a unos metros de mí merezca tener en sus manos algo tan valioso porque dudo que intuya lo importante que es. 

—¿Qué haces aquí? —Me cuestiona Sofía mientras salta de la cama en cuanto se percata de mi presencia.  

Ha adquirido la pinta de un felino cuyas garras han sido afiladas recientemente. 

—Tranquila, solo he venido a entregarte esto —digo mientras le extiendo la libreta donde su abuelo escribía para ella.

Sofía hace una mueca de asco.

—¿Qué significa eso?

—Esta libreta le pertenecía a tu abuelo y era su voluntad que tú la conservaras y que leyeras el contenido en su interior.

La mueca anterior es suplantada por un gesto airoso y desafiante. La curva en los labios de Sofía deja claro que no tiene el menor interés en conocer lo que está escrito en esta libreta. Aprieto en un puño mi mano izquierda como si al hacerlo lograra contener las emociones que amenazan con despertar. 

—Échalo al tambo de basura, no me interesa —responde desafiante.

No tengo que voltear para constatar que en la celda ya no estamos solo Sofía y yo. Su manada comienza a agruparse.

—Tómalo, te pertenece —insisto. 

—Sí tanto te importa, quédatelo. Considéralo un regalo de despedida — agrega con malicia.

Siento como mis pupilas se dilatan al no comprender el mensaje en su última frase. ¿Acaso sabe que en pocas horas abandonaré la prisión? Imposible, hace solo unas horas me lo ha informado Santiago, ¿cómo podría saberlo ella?

—La sorpresa también me tomó desprevenida. No creí que salieras limpia de este sitio. Lárgate de una buena vez y déjame en paz —dice mientras se tumba de nuevo en la litera.

Doy tres pasos hacia adelante y dejo la libreta encima de la cama, cerca de sus pies. Quizá las mujeres que la siguen hayan creído en la indiferencia que mostraba, pero yo no. Tal vez no miente al decir que no le importa, pero estoy segura de que muere de curiosidad por leer lo que su abuelo le ha escrito. Sonrío con suficiencia porque el arrepentimiento la tomará como rehén en cuanto lo lea. Llorara lágrimas de sangre y querrá retroceder el tiempo cuando sepa lo mucho que la amaba su abuelo. Entonces deseará no haber perdido su libertad al haber intentado asesinar a Mateo. Esa será nuestra mejor venganza.

Giro y me abro paso en medio de las dos mujeres que amenazan con lanzarse sobre mí como león a su presa y salgo sin mirar atrás envuelta en un manto de satisfacción. Mientras recorro el pasillo noto que Rosa me espera recargada en el barandal, justo frente a la puerta de nuestra celda. Cuando llego ella asiente con un movimiento de cabeza, pasa su brazo por detrás de mi cuello y juntas entramos en la celda cuando las luces de la prisión comienzan a apagarse. Lupe se infiltra justo antes de que la puerta quede sellada, con la cabeza en alto y la respiración agitada. Lleva algo en la mano que esconde detrás de su espalda. 

Rosa y yo la observamos, ambas en nuestra cama con el silencio como invitado especial. 

—Me ha contado un pajarito que tu estadía en este hotel de cinco estrellas esta por legar a su fin —dice Lupe un rato después.

La cama encima de mí se mueve cuando ella asoma la cabeza.  

—A ti que te importa —responde Rosa mientras da una calada al cigarrillo y un segundo después es atacada por un acceso de tos.

Trago saliva mientras miro a Rosa y luego a Lupe. La picazón aparece y hago lo único que puedo hacer para amortiguarla.

—Me importa y mucho —exclama Lupe. 

La luz que se filtra en la celda por la hendidura rectangular de la puerta me permite ver que su rostro se ha teñido de rojo logrando que las manchas sobre sus mejillas sobresalgan.

—¿Cómo te has enterado? —La enfrento. 

—Rarita, en esta prisión las noticias tienen alas.

—Déjate de tontadas y responde.

—Rosa, tú mejor que nadie sabe que, al igual que los reporteros, no podemos delatar a nuestra fuente —responde mientras la señala.

El brillo que emana de los ojos de Lupe me obliga a pegarme en la pared, ella sonríe al notar mi desconcierto. 

—No te atrevas porque con todo y este jodido dolor de cabeza puedo mandarte a la enfermería —advierte Rosa sin dejar de mirarla mientras con sus dedos presiona sobre sus sienes.  

—Por Dios, Rosa, ten un poco de fe en mí. ¿Acaso no me conoces? 

Apenas logro conciliar el sueño y la tensión en el ambiente lo complica. Las palabras de Lupe estan entintadas de amenaza, pero el ronroneo que nace en su garganta confirma que la mujer que está acostada en la cama de arriba se encuentra completamente dormida, aun así, no me atrevo a abandonarme al cansancio. Sé por el ritmo de la respiración de Rosa que se ha quedado dormida, pero de vez en vez la tos la hace prisionera. Una tos flemosa que amenaza con ahogarla y casi me hace saltar de la cama para incorporarla.

<Solo faltan unas horas y no volveré a verla>, me digo para apartar de mí la frustración.

Mateo ilumina mi mente como lo hace un relámpago que antecede a la tormenta. Deseo verlo y hablar con él para aclarar muchas cosas que quedaron pendientes entre nosotros. Me importa, y mucho, y no deseo que un malentendido empañe la relación que nos ha unido. Quizá cuando salga pueda ser para él lo que por mucho tiempo él fue conmigo: Un apoyo incondicional.
Recuerdo una de las noches después de nuestro primer encuentro. Por medio de un mensaje de texto Mateo me había pedido que hiciera mis maletas y que empacara lo suficiente para un fin de semana. <Si eres friolenta, asegúrate de empacar ropa abrigadora>, dijo. 

Al día siguiente, muy temprano, ambos ingresábamos a la misma nave donde se encontraba su avión privado. 

—Todo listo para viajar a Tahoe, señor —exclamó el capitán al vernos.

—Perfecto —respondió Mateo—. Te encantará, te lo aseguro —agregó con una sonrisa en su rostro maduro mientras apretaba mi mano sin dejar de mirarme.

No tenía claro donde se encontraba ese lugar, pero sabía que en México no existía un sitio así.

El panorama me mantuvo hipnotizada quien sabe por cuánto tiempo.

—¿Tahoe? —repito con el fin de obtener más información. 

—Un bello lugar situado justo en los límites de California y Nevada. Ahí se encuentra el lago más limpio que he visto en mi vida y una zona boscosa rodeada por una cadena de montañas. Sitio considerado uno de los más bellos del mundo. 

Mis ojos se inflaron de emoción. Estaba a punto de hacer un viaje que jamás olvidaría.

Después de cuatro horas de vuelo el avión aterrizó en el Reno-Tahoe International Airport y casi de inmediato abordamos una camioneta. El recorrido por carretera duró poco menos de una hora, el camino elevado y nevado cubierto de pinos se volvía más frío conforme avanzábamos. Desee tener en mis manos una cámara fotográfica para retratar el momento en que el sol se ocultaba detrás del lago, rodeado de pinos, abetos y coníferas, cuyas aguas se tintaban de un azul solo comparable con el azul del cielo y contrastaba con el polvo blanco que cubría el pico de las montañas. Una postal digna de colección.
Nos alojamos en una Villa construida toda de piedra rojiza y techos a dos aguas que estaba pintado de blanco, con grandes ventanales y balcones desde donde se podía admirar el piso adoquinado de las calles y los caminos tintados de nieve y vegetación que daban acceso a la montaña. Lo primero que hice fue agacharme para tomar un puñado de nieve y al instante me envolvió una sensación de humedad y mientras el viento la levantaba como si de harina se tratara; la sensación se transformó en un frío quemante. En postales o películas había visto paisajes semejantes, pero nunca de cerca y la sensación fue tan gratificante que pensé que, si había tenido que pasar por todo aquel rosario de penurias solo para estar en ese lugar, entonces había valido la pena.

—¿Tienes frío? —quiso saber Mateo al notar que frotaba mis manos contra mis piernas.

Asentí con la nariz colorada como reno navideño al tiempo que admiraba el teleférico. El sitio era todo un espectáculo, pero el clima no me lo parecía tanto. Desde siempre mi relación con el frío invernal no marchaba bien. Entonces Mateo se quitó el abrigo y me lo puso encima mientras avanzábamos al interior de la Villa. 

—Eso tiene remedio —agregó con un guiño.

Dentro de la Villa había de todo, parecía una pequeña ciudad donde sus habitantes no tenían que preocuparse de nada, todo lo tenían al alcance de su mano. Restaurantes, gimnasios, centros recreativos y centros comerciales. El mismo que visitamos una vez nos instalamos porque Mateo insistió en que debíamos adquirir ropa que hiciera mi estancia agradable.

Con abrigo, guantes y gorro de invierno, entramos en un restaurante en cuyo exterior, cerca de la puerta principal, había una hoguera rodeada de sillas plegables donde algunas personas se calentaban mientras disfrutaban de una taza con chocolate caliente. La noche había caído y los pinos cubiertos de luces alumbraban las calles y los caminos dándole una vista idílica. 

—¿Te gusta? 

—Un paraíso blanco —respondí con media sonrisa.

—La noche no nos permiten mucho ahora, pero mañana será diferente. 

Al amanecer, un río de luz amarilla bajaba como cascada por entre las montañas. Nunca vi nada igual. Montados en el teleférico subimos hasta la cumbre de la montaña, lo que pude admirara estando ahí arriba no puedo describirlo con palabras. Las personas charlaban y caminaban con los esquis y un par de bastones sobre los hombros mientras los niños se tiraban en la nieve y agitaban los brazos y piernas o se arrojaban entre sí bolas de nieve antes de estallar en carcajadas cubiertos con una chaqueta con capucha, guantes y gafas para nieve.

—Estos son para ti —dijo Mateo al tiempo que me extendía un par de esquís.

—No, yo…no sé usarlos —exclamé agitando las manos. 

—Todos tenemos una primera vez, Isabel. No temas, yo estaré a tu lado todo el tiempo.

Parpadee varias veces, ¿cómo podía negarme? 

El propio Mateo se encargó de ajustar los esquíes a las botas que llevaba puestas, después me tomó de la mano y con precaución exagerada llegamos a una zona en el exterior cuya vista empinada me hizo sentir mareada. El blanco de la nieve cegaba por su brillo. Por instinto apreté la mano de Mateo, él me miró y sonrió para infundirme confianza. La agitación comenzó una vez que, con los ojos cerrados, descendíamos a velocidad lenta, pero constante, por una pendiente nevada. El viento gélido atravesaba la chaqueta, los guantes y pantalones que llevaba puestos hasta colarse en mis huesos.

—¡Cuidado! —advirtió Mateo al atestiguar mi primera caída. 

Un tono carmín cubrió mi rostro al tiempo que el dolor recorría mis caderas. Entonces miraba a Mateo y sonreía, pero la sonrisa no me llegaba a los ojos porque con ella intentaba camuflar la vergüenza que me invadía. Lo peor fue que tuve que soportar un par de caídas más antes de conseguir mantener el equilibrio. 

Creo que a partir de entonces mi cadera quedó sensible y cuando fui blanco de una paliza en la prisión, resultó la parte más afectada. 

La experiencia resultó inverosímil, pero la repetiría de buena gana. Volvimos a la Villa por la tarde cuando diminutas y finas obleas de nieve caían sobre los pinos y coníferas pintando sus coronillas de blanco, y se esparcían sobre el suelo haciéndolo resbaladizo.  Al salir de la ducha y me miré en el espejo abrí los ojos a tope al notar las quemaduras en mi rostro. a pesar de que había tomado todas las precauciones el tiempo de exposición fue demasiado y mi piel lo había resentido. Un tono rojo había pintado mis pómulos, nariz y barbilla.

—Ponte esto —dijo Mateo en tono conciliador minutos después—. Lo siento, ha sido mi culpa, debí prever que eso podía pasar —agregó y un segundo después sentí el roce de sus dedos en mis mejillas. 

La congoja en sus ojos me enterneció. La preocupación que mostraba hacia mi persona me sumergía en una burbuja de seguridad y yo juraba que bajo su presencia nada malo sucedería. Una sensación similar a la experimentada en los brazos de Santiago. 

A la mañana siguiente Mateo y yo dimos un paseo encima de un trineo jalado por seis Huskies hermosos y dóciles perfectamente entrenados.  El guía era un hombre amable que daba un buen trato a los perros y fue solo hasta constatarlo que me permití disfrutar de la aventura.
Por la noche nos reunimos junto con otras parejas alrededor de la fogata, con una taza de chocolate caliente en la mano tostábamos bombones ensartados en palillos enormes. Una velada divertida llena de anécdotas, cantos y risas que conservamos aun cuando deambulábamos por el pasillo rumbo a nuestra habitación. 

—¿La has pasado bien, Isabel? —quiso saber Mateo mientras hurgaba en el bolsillo de su pantalón en busca de la tarjeta de acceso. 

—Más que bien —respondí.

Mateo levantó la vista y la fijó en mí. La intensidad en su mirada me hizo sentir expuesta. Pronto tomó mi rostro entre sus manos mientras me acorralaba con suavidad contra la pared y pegaba su cuerpo al mío. Era tan alto que siempre tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para verlo directamente a los ojos. Al siguiente instante mi boca fue invadida por el calor y la suavidad de sus labios. Junté mis párpados y me dejé llevar al son de un beso largo, intenso y tierno que invitaba a más. Mis latidos se aceleraron y se sincronizaron con mi respiración mientras las manos de Mateo viajaban hasta instalarse en mi cintura y la mías se enroscaban en su cuello para de apoco llevarme al momento exacto en que Santiago me besaba con aprehensión y su cálido aliento se infiltraba hasta mis pulmones.
Un momento tatuado en mi memoria que no lograba olvidar.

—Lo siento, yo…

—Entiendo, no te disculpes —exclamó Mateo al tiempo que recargaba su mantón sobre mi cabeza y frotaba mis brazos con sus manos. 

A ambos nos costó reponernos y a pesar de que nuestros labios se habían separado nuestros cuerpos continuaban unidos en un abrazo. No recuerdo cuanto tiempo pasó antes de que nos decidiéramos entrar en nuestra habitación, solo sé que de un momento a otro me encontraba en la cama, enroscada bajo las cobijas con los ojos fijos en el cielo estrellado.

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