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                             Parte 3

Las lágrimas brotaban conforme leía la nota escrita por Kenia. El momento anhelado por casi un año estaba a punto de convertirse en una realidad…

<Antes que nada debo pedirle perdón, Isabel. Lamento haber sido una cobarde por permitir que te encerraran en ese horrible lugar aun cuando tú misma habrías podido librarte del cautiverio. Ojalá no hubieras demostrado tanta lealtad hacia mí porque no lo merezco. Muchas veces quise salir a confesar, pero el miedo a mi madre me detenía. Como me detiene ahora que he jurado defenderte y al fin decir la verdad. Perdón por no ser tan valiente como lo eres tú, Isabel. Perdón por permitir que ocupes el lugar que yo debería ocupar, porque aun cuando sabes que he sido yo quien disparó el arma decidiste no delatarme. Resulta una ironía que ese maldito, aun cuando te había hecho tanto daño, gozara de su libertad. Entonces supe que el dinero y poder le otorgaban cierta ventaja y que aun cuando decidiéramos denunciarlo, la impunidad continuaría a su lado. Justo esa noche, mientras lo escuchaba burlarse de ti recordé nuestro juramento y la sangre comenzó a hervir en mi interior. Por eso decidí matarlo. No iba a permitir que le hiciera lo mismo a otras mujeres. Juro que lo intenté, Isabel, pero no logré reunir el coraje suficiente para entregarme, solo espero que mi muerte, y esta confesión, logren liberarte>.

— Esta mañana he entregado una copia de esta carta al Juez Arriaga. Ha ordenado tu inmediata liberación, Isabel —dice Santiago al tiempo que su rostro se ilumina.

Las lágrimas escocen mis mejillas mientras mi cuerpo se convulsiona de dolor. Hipeo mientras me doblo con las manos sobre mi estómago y mediante el llanto intento arrancarme la culpa, el dolor y la pena. Lloro porque al fin obtendré mi libertad. Lloro porque la he conseguido a un precio alto, sobre todo, lloro porque, aún muerto, Marco Duarte ha vuelto a desgarrar mi alma.

<Malditooo. Malditooo>, grito una y otra vez. 

Mi voz golpea los muros de la prisión antes de introducirse de nuevo a mis oídos mientras me derrumbo de rodillas sobre el piso. Siento que todas las emociones, sentimientos y sensaciones contenidas desean desprenderse de mí al mismo tiempo. El dolor se transforma en calvario y este se convierte en un martirio que se aferra a mí como garrapata. La voz de Santiago parece un susurro cuando se hinca frente a mí y pone sus manos sobre mis hombros mientras intenta levantarme. No lo consigue porque el dolor que me embarga pesa como un yunque.

—¿Qué fue lo que te hizo Marco Duarte, Isabel? —Quiere saber Santiago. 

Me mira fijo con semblante abatido. Pronto tiene que sacudirme a modo de cerciorarse de si lo he escuchado.

—¡Dímelo, por favor!

Jadeo y siento como el ardor se instala en mi rostro mientras rasgo la piel de mis brazos con las uñas.  

—Dímelo —dice en un grito que me opaca.

—¡Abusó de mí! Ese maldito abusó de mí —grité tan fuerte como mis fuerzas me lo permitieron.

Santiago aparta sus manos y deja que su cuerpo caiga hacia atrás.  Tiene los ojos brillantes muy abiertos y las mejillas encendidas. Su labio inferior tiembla tanto como sus manos. Nos quedamos así un rato, tumbados en el piso, observándonos hasta que somos conscientes de nuestra cercanía y nos rendimos al lo que nuestros cuerpos necesitan, sobre todo en este momento. Nos fundimos en un abrazo que hace imposible distinguir donde empieza uno u otro. 

<Prohibido tocarse>, dice una mujer por el alta voz. Lo repite una y otra vez, pero no nos importa porque Santiago y yo nos hemos refugiado en una burbuja donde solo existimos él y yo. El tiempo se ha detenido o al menos eso queremos creer, entonces juntamos nuestros labios y nos dejamos llevar. La calidez de su aliento contrasta con la frescura que hallo en el interior de su boca mientras la exploro con avidez. Mis manos se enredan en su cabello mientras las suyas me toman por la cintura y me atraen hacia él. 

—Te amo —digo cuando abro los ojos. 

Dos reclusas me han arrancado de sus brazos y tiran de las cadenas que sujetan mis manos. Santiago continua en el piso, enmudecido. 

—Licenciado Aguilar, conoce las reglas. ¿Cómo se ha atrevido a romperlas? Tendré que enviar un reporte al Juez. Este comportamiento no puede quedar impune —advierte Sandra Díaz.

—No será necesario, Oficial Díaz. Yo mismo lo confesaré al Juez. Tengo una cita con él en menos de una hora. 

Sandra Díaz lo mira con altivez, pero asiente con un leve movimiento de cabeza. 

—Vamos, Isabel —ordena mientras jala de mí.

Acato la orden con la mirada baja. Siento que me he quedado sin energía.  —Isabel —grita Santiago cuando he cruzado la puerta metálica. Me detengo en seco y giro, pero no alcanzo a escuchar lo que dice porque la puerta se ha sellado.  

Tengo que conformarme con mirarlo a través del grueso cristal que envuelve como una cerca de púas la sala de visitas.  Santiago ha pegado la frente y las manos en el frio cristal y sigue mi andar con la mirada. 

Las lágrimas no me permiten distinguir el camino que recorro y de no ser por la guía de Sandra Díaz, que va atenta a la voz que le habla desde el radio portátil, me habría perdido en los fríos y oscuros laberintos de la prisión —Limítense a observar —ordena al tiempo que acelera el paso.

Mientras la encargada del primer módulo de vigilancia pone al tanto de lo que sucede a la jefe de custodias yo tengo que esperar a que abra la reja y me permita el acceso a población. El patio interior se encuentra sumido en el alboroto, decenas de reclusas se aglomeran en el centro mientras el resto se encuentran empinabas en los barandales o sentadas en las escaleras, como si de un palco se tratara. Contemplo el espectáculo con el ceño fruncido y los ojos hinchados e irritados y el ánimo por los suelos. Los silbidos, gritos y ofensas se incrustan en mi piel sin que pueda evitarlo. 

—Abre la reja, yo me encargo —escucho decir a Sandra Díaz detrás de mí.

Nadie se percata de que la jefe ha llegado y camina en compañía de otras dos celadoras directo al tumulto que amenaza con armar un botín. Conforme se adentra en el patio se abre paso entre las reclusas quien al verla comienzan a esparcirse. No tardo en comprender el motivo que tiene al gallinero alborotado y una culebra de fuego recorre mis piernas hasta alojarse en el centro de mi estómago. Mis manos se agitan por si solas una vez que la onda de calor ha alcanzado mi rostro. 

Dos mujeres que reconozco a la perfección se revuelcan en el piso. Trabadas, con el rostro congestionado de sangre y sudor y la saliva escurriendo entre los dientes recrean la escena de algún sitio clandestino de peleas de perros.

—¡Parece que no te ha sido suficiente una semana en El Hoyo! —exclama Sandra Díaz al tiempo que inmoviliza a una de las mujeres mientras las otras dos sujetan a la rival en turno.

La mujer que se retuerce en el piso bajo el peso de la rodilla de Sandra Díaz sobre su cuello es Sofía. A poco menos de tres metros se encuentra la mujer a quien Rosa envió un paquete hace unas noches, La Roja, de pie sujeta por ambos brazos de dos custodias. 

Apenas he cruzado la reja me mantengo quieta con los puños blanquecinos y la respiración agitada. Ver a Sofía me recuerda que ya son dos las cuentas que tenemos pendientes, la miro sin pestañear mientras la oleada de fuego perla mi frente de sudor y un cosquilleo seduce mi piel. Reconozco los síntomas, pero esta vez no me obligaré a relajarme. Aprovecho el anonimato que me brinda el show que mantiene embelesadas a todas las mujeres a mi alrededor y subo hasta la celda 123. Ni siquiera Rosa a notado mi presencia. 

El arguende se extingue minutos más tarde y Rosa entra en la celda en compañía de Ofelia y Bertha. Las tres se acercan a mí, me miran sin decir nada, supongo que mi facha les ha dejado claro que no me ha ido nada bien, o puede que la culpa no las ha soltado.

—Voy a salir pronto —digo acurrucada en la litera con el trozo de manta pegada a mi pecho.  

Las tres lanzan un grito, se palmean y se abrazan entre sí con una sonrisa amplia en sus labios. 

—Esa es una buena noticia, ¿cierto? —dice Ofelia con el ceño fruncido, el brazo doblado y un dedo sobre sus labios.  La duda la ha pillado por sorpresa.

—Por supuesto que lo es, tonta —responde su hermana al tiempo que estampa la mano sobre la cabeza de Ofelia. 

Rosa las observa con gesto duro y los brazos en jarras.

—Entonces, ¿por qué esa cara? 

—Sí, deberías estar feliz. Es más, tenemos que celebrarlo —agrega Bertha y sale de la celda con quien sabe que intenciones.

—¿Qué esperas? ¡Ve con ella! —ordena Rosa y Ofelia sale disparada cual bala de cañón.

—He llegado a la conclusión de que les hizo falta oxigeno a la hora de nacer —se queja Rosa mientras mueve mis pies para hacer un espacio y pueda sentarse—. ¿Qué ha sido esta vez? —Me interroga con seriedad. 

—Por meses he deseado escuchar esta noticia y ahora que es una realidad estaría dispuesta a quedarme si con ello pudiera salvar la vida de mi amiga — cuento con la vista fija en algún punto en el espacio. 

—¿Qué estupidez estás diciendo? 

—Kenia, mi amiga, no pudo soportar la presión y cuando al fin se había decido a confesar su crimen, ese por el que yo me encuentro aquí ahora, el miedo la ha arrinconado y ha sucumbido saturando su nariz de cocaína. Ahora se debate entre la vida y muerte en el frío cuarto de hospital. 

—¿Tu amiga mató a ese hombre?

Asiento con un movimiento de cabeza. 

—¿Y le ha tomado casi un año decidirse a contar la verdad? 

Enfoco a Rosa solo para confirmar el gesto de asco que la tiene prisionera. 

—Desde que llegaste a esta prisión y te vi por primera vez me quedó claro que eres una mujer extraña, razón por la cual te ganaste el apodo de Rarita, pero nunca he pensado que seas estúpida, así que no me decepciones. Escúchame bien, Isabel, nadie, absolutamente nadie merece que sacrifiques lo más preciado que poseemos, la libertad. 

—Tú no entiendes —respondo.

—¿Entender qué, Isabel? Que renunciaste a ser libre y preferiste pasar meses aquí solo por no denunciar a tu amiga. ¿Una mujer débil y cobarde que ha preferido el suicidio a saldar la deuda que tiene? —. Hace una seña con los dedos tras pronunciar esas dos últimas palabras.

—Lo hizo por mí,  fue la única que logró leer la verdad en mis ojos. No tuve que decir mucho para que Kenia descubriera lo que Marco Duarte me había hecho.

—¿Qué fue lo que te hizo ese hombre, Isabel?

—Me golpeó hasta dejarme inconsciente, me violó y después me mando a casa a bordo de un taxi —confieso mientras mi pecho se comprime.

Nos miramos un momento, como si ambas deseáramos escarbar en nuestra mente hasta hallar los pensamientos buscados. 

—Entonces tu amiga le ha hecho un bien a la humanidad, pero traspasar los límites, sea cual sea el motivo, nos hace acreedores a un castigo. A toda acción corresponde una reacción. Mírame a mí, pasaré el resto de mis días aquí por mandar al infierno a mi marido, un hombre infiel que me golpeaba hasta dejarme inconsciente.  

—Rosa, tiene que ser esta noche —. Mi declaración da un giro a nuestra conversación. 

Sé que la mujer que se encuentra frente a mí entiende lo que he querido decir. 

—Tengo lo que me pediste, pero quiero creer que no harás algo que ponga en riesgo tu libertad, ¿cierto? 

—No te preocupes, no haré nada de lo que tenga que arrepentirme —zanjo con una sonrisa fingida.

La charla es interrumpida cuando Ofelia y Bertha irrumpen en la celda con varios vasos de plástico y una botella de tequila que no sé dónde han conseguido. Una hora después, tras la euforia que se ha apoderado de las hermanas y bajo la mirada inquisidora de Rosa, abandono la celda. 

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