36
Veinte minutos después estacionaba el auto frente a la Universidad, busqué entre la multitud que se apostaba en los alrededores a Esme o a Kenia, pero no logré hallarlas. Hice una mueca, habíamos quedado y pasaba de la hora señalada. Recliné el asiento y subí el volumen del estéreo. La voz ronca de Bon Jovi llenó el interior del auto.
Ahora no puedo cantar una canción de amor de la manera que tiene que ser.
Bien, supongo que ya no soy bueno,
pero nena, este soy yo y te amaré por siempre…
Fue inevitable no pensar en Santiago, pero el siempre parecía tanto y el nunca tan poco que desee que existiera un punto intermedio.
Uno real.
Ojalá las circunstancias no hubieran desviado nuestros caminos. Ojalá las rutas se hubieran alineado y pudiéramos estar juntos, orgullosos uno del otro, tomados de la mano mientras observamos el amanecer.
—Parece que alguien se ha enamorado —se burló Esme
Kenia me miraba fijo, no había atisbo de burla en su semblante, ni siquiera un halo de curiosidad. Como si comprendiera y compartiera mi mala fortuna. El verde de sus ojos se intensificó como si algo en su interior se hubiese encendido.
—Déjate de tontadas y sube —dije con fingida indignación.
Las portezuelas se abrieron y ambas subieron.
—¿Lista para la gala de esta noche? —me interrogó la pelirroja.
Fruncí el ceño sin apartar la vista del camino.
—¿Cómo lo sabes?
—Querida, ¿has olvidado que las tres estamos en el mismo barco?
—¿Ustedes también asistirán?
—Maldita suerte —se quejó Kenia.
La observé por el espejo retrovisor un segundo, tenía los brazos en jarras, los labios apretados y la vista fija en la ventanilla.
—En vez de quejarte deberías agradecer la oportunidad que a tocado a tu puerta. ¡Piensa por una sola vez en tu vida!
—No tienes por que hablarme de esa manera.
—Pues entonces no te comportes como una adolescente.
—¡Alto! ¿Qué pasa aquí? —las enfrenté mientras la luz roja me obligaba a detener el auto.
—Pasa que esta tonta está furiosa porque justo hoy tenía una cita con el nerd de Camilo, pero no podrá asistir porque su papi dulce le ha pedido que lo acompañe.
—¡No soy ninguna tonta! —reviró Kenia con el rostro encendido.
Una sola vez la vi transformarse de esa manera, pero a diferencia de ese momento aquella ocasión su madre estaba presente.
—Pues entonces no te comportes como una —exclamó Esme.
—¡Y tú deja de comportarte como mi madre!
Los ojos de ambas mujeres echaban chispas.
La bocina de un auto me arrebató de tajo de aquel apocalíptico momento. La luz del semáforo estaba en verde así que apreté el acelerador y el resto del camino el silencio se convirtió en un pasajero más. Pocas veces me había sentido con tal incomodidad estando en compañía de esas dos mujeres, pero hasta ese momento había presenciado una pelea entre ellas. Conduje hasta el centro comercial al que solíamos acudir para salir avante de algún evento importante mientras buscaba la manera de ablandar la situación.
No estaba dispuesta a pasar un par de horas en medio de una trifulca.
—Tres caballitos, por favor —pedí a un apuesto chico que se paseaba detrás de una barra y cuya espalda estaba protegida por una pared repleta de botellas de vino y alcohol.
Pese a la resistencia de ambas, logré que me siguieran hasta un bar situado a un costado de la plaza. Lo único se me había ocurrido fue intentar recrear el ambiente que se gestó la noche en que Esme y Kenia se colaron hasta mi habitación. La misma en que las tres decidimos que estaríamos juntas en todo. <Somos mujeres, somos amigas, somos libres. Y de ahora en adelante cuidaremos una de la otra>. Habíamos dicho cada una una frase, hasta que completamos la oración y desde entonces así había sido. No estaba dispuesta a permitir que aquel juramento se rompiera.
—Salud —dije al tiempo que alzaba el pequeño vaso de cristal grueso que sujetaba en mi mano.
Esme y Kenia entendieron el mensaje y me imitaron. Nos empinamos el contenido del vaso y lo tragamos de golpe. Sentí de nuevo el ardor en mi lengua y una bola de cristales me rasgaban conforme el líquido recorría mi garganta.
—Lo siento —dijo Esme.
—También yo —agregó Kenia.
Palabras que antecedieron un abrazo similar al que nace entre dos hermanas.
Entonces entendí en lo que nos habíamos convertido.
Al salir de la plaza compramos una pizza que deboramos en el auto mientras manejaba directo al apartamento. El sitio que se había convertido en una especie de cuartel donde solíamos reunirnos a menudo y esa tarde, no sería la excepción.
Con el crepúsculo como testigo y los relámpagos iluminando el cielo abordé el auto que me esperaba frente a la acera. La lluvia no tardaría en aparecer. Esme había salido media hora antes junto con Kenia, a las dos las esperaban en el Halton. Sitio que serviría como punto de reunión para centenares de parejas incorporadas al DA.
El motivo: Vigésimo quinto aniversario.
Para esa ocasión adquirí un vestido de noche rosa pálido con pedrería, con un escote que dejaba desnuda la mayor parte de mi espalda, ceñido hasta debajo de las caderas y ampón hasta los tobillos. Era atrevido, pero espectacular, por eso me anime a comprarlo. Recogí mi cabello en un moño, me permití cargar mi maquillaje y al final colgué unos pendientes de plata en cada oreja. Casi no me reconocí al mirarme al espejo.
—No existen palabras con la que pueda halagarte, Isabel —exclamó Mateo en cuanto entré al auto.
—Gracias —respondí con una sonrisa amplia mientras ponía mi mano sobre la de Mateo.
—No logro resignarme a verte solo unos días, Isabel.
—Eres un hombre ocupado, que se le va a hacer.
—¡Oh, Isabel! Hay mucho que se puede hacer —dijo sin dejar de mirarme.
Sus pupilas se dilataron al decir aquello, entonces cubrió mi mano con la suya. El calor que emanaba recorrió mi brazo hasta alojarse en mis mejillas. Mateo me veía de un modo distinto, uno que me hizo sentir especial. Por eso cuando puso una mano sobre mi cuello y se acercó para besarme no puse resistencia.
Esa ocasión el beso estaba cargado de insinuaciones y promesas vagas que lograron inquietarme.
La charla matutina con María hacía eco en mi mente, resultaba complejo desprenderme de sus palabras, y aunque me esforcé no logré despabilar mi cabeza con la compañía de mis amigas, por supuesto no me atrevía a contarles nada, no deseaba fastidiar el momento.
El auto se detuvo en la puerta principal de un hotel construido todo de cristal opaco; cinco letras enormes iluminadas de rojo colgaban en la parte más alta. HALTON, leí en silencio antes de notar que, por las escaleras, desfilaban varias parejas enfundadas en trajes de gala. Me alegré de haber tomado en cuenta el consejo de Esmeralda.
El propio Mateo se encargó de abrir la puerta del auto y extendió la mano para ayudarme a descender mientras con la otra mano sujetaba una sombrilla para atajarnos de la lluvia que comenzaba a caer.
Colgada de su brazo y con precaución exagerada subimos quince escalones de mármol que se volvieron resbaladizos a causa de la llovizna.
El recibidor estaba repleto de personajes, la mayoría charlaba con una jovencita a su lado. Mientras nos adentrábamos vi a Esme a lo lejos, reía y charlaba animada con un hombre entrado en años, lo reconocí al instante, era el mismo cuya foto usaba como protector de pantalla en su teléfono.
Sonreí, luego busqué a Kenia, pero no logré hallarla.
Al paso de los minutos una hermosa mujer nos guió a un jardín cubierto por una carpa gigantesca en cuyo centro habían instalado una enorme pista de cristal rodeada por sillones mullidos y mesas forjadas en hierro. Del techo colgaban tres candelabros enormes. Al fondo, un entarimado donde una pequeña orquesta entonaba una melodía. De vez en vez el suelo se cubría de una espesa neblina que refrescaba y aromatizaba el lugar.
—¿Te gusta? —quiso saber Mateo.
Supuse que mi semblante le había dejado en claro lo maravillada que estaba.
—Si no lo veo, no me la creo —respondí con el rostro enrojecido.
—Reconozco que la corporación no escatima en gastos.
Estuve de acuerdo.
Nos sentamos en un rincón, para tener cierta privacidad. Mateo pidió una jarra de una bebida preparada a base de fruta picada, agua mineral y vino tinto. El sabor fue refrescante, pero la presencia del vino me obligó a tomar la copa con calma, no deseaba salir a gatas de aquel evento.
Esme se sentó al otro lado de la pista, cerca de la orquesta y cuando nuestros ojos hicieron contacto alzó la mano a modo de saludo. Le correspondí del mismo modo, se veía tan guapa enfundada en ese vestido rojo encendido que hacía tono con su cabello ondulado y contrastaba con sus ojos negros como una noche sin estrellas.
Me pregunté dónde estaría Kenia. Había salido junto con Esme, se suponía que ya debería estar en el hotel y no la veía por ningún lado.
—¿Qué? —dije al pillar a Mateo escrutándome sin pizca de disimulo.
—Nada —respondió entre risas—. Solo te estoy admirando.
—Pórtate bien, ¿quieres? —exclamé con media sonrisa.
—Lo intento, créeme, pero me pones las cosas muy difíciles, Isabel —dijo mientras suspiraba. Sus pupilas continuaban dilatadas y la forma en que me miraba me provocaba una sensación dividida, una mezcla entre alago y precaución—. ¿Sabes qué día es hoy? —Me cuestionó mientras meneaba el contenido de su copa.
—Viernes —respondí con media sonrisa. Ajena al trasfondo de la pregunta.
Mateo río bajo, sin dejar de mirar la copa.
—Tienes razón, pero no me refería a eso, Isabel —exclamó entonces noté un destello de nostalgia—. Hoy se cumple el plazo estipulado en el acuerdo que firmamos.
Una ventisca helada me azotó y provocó que mis manos se humedecieran. Lo miré sin decir nada.
—¿Te agrada mi compañía, Isabel?
—Por supuesto. Eres un hombre encantador, respetuoso y culto. Como podría no gustarme —respondí con voz temblorosa que ponía en duda la veracidad de mis palabras.
—Me alegra saberlo porque yo disfruto mucho cuando estas a mi lado —confesó con semblante apenado—. ¿Quieres firmar un nuevo DA?
La saliva en mi boca se espesó así que me empiné la copa y bebí el contenido de un solo trago. La orquesta continuaba entonando hermosas melodías que le daban a la noche una tintura especial.
Casi mágica.
—Supongo que sí.
—¿Supones? —repitió con el ceño fruncido.
—Lo que quise decir es que estoy dispuesta a firmarlo.
—Entonces debes saber que quiero llevar esto al siguiente nivel, Isabel. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Por supuesto que había entendido y aunque lo intuía y la propia María me había alertado, la revelación me había tomado desprevenida.
—Entiendo —dije en voz baja.
Pegué mis manos en la tela del vestido para que este absorbiera la humedad que emanaban mientras sentía como mis latidos se aceleraban. Después recorrí mi brazo con una mano y con disimulo enterré mis uñas en la piel. La confesión de Mateo me había arrojado a las aguas violentas de un río y cuando volví a mirarlo, sentí que me encontraba a lado de un desconocido.
—Pero antes debes saber algo más —pestañé varias veces en espera de que continuara—. He faltado a uno de los puntos establecidos en el primer DA. No sé cómo explicarlo, juro que no fue intencional, mucho menos planeado, solo… me enamoré de ti, Isabel.
La confesión petrificó mi cuerpo. No sé cuánto tiempo permanecí así, solo recuerdo que los labios de Mateo continuaban moviéndose, pero yo ya no lo escuchaba.
—¿Me darás una oportunidad, Isabel? Necesito saber contra qué o contra quién debo pelear para lograr que tu corazón me mire solamente a mí. Sé que te doblo la edad, pero eso no me impide amarte, cuidarte y protegerte.
—Yo…no sé...
—Es por ese chico que no te quitaba los ojos de encima en el funeral de tu amiga Roberta, ¿cierto?
Un viento gélido se estrelló en mi rostro. ¿Qué debía decir?
De pronto una melena rubia desvió mi atención, era Kenia. Caminó hacia Esme y al llegar junto a ella le susurró algo en el oído, algo que pareció inquietar a la pelirroja pues no apartó la vista de Kenia hasta que abandonó el jardín.
—Disculpa, vuelvo en un minuto —dije antes de abandonar la mesa.
—Isabel —Me llamó en voz alta, pero para entonces mi cuerpo y mi energía estaban enfocadas en otra persona. Ya llegaría el tiempo de dar explicaciones.
Antes de alcanzar a Kenia un hombre de estatura baja que caminaba apoyado en un bastón, calvo y regordete, la sujetó del brazo y la guio hasta el ascensor. Un hueco se abrió en mi estómago, caminé detrás de ellos para disipar la sospecha que se gestaba en mi interior.
Mi boca se volvió un desierto mientras los jadeos me apresaban. Supuse que se trataba del hombre que la había invitado a la reunión de aniversario, Kenia no hablaba mucho de él, no como Esme que no perdía oportunidad para narrarnos con detalle los momentos a lado de ese hombre maravilloso que la tenía cautivada. Kenia ni siquiera se refería a su dulce papi por su nombre de pila, de hecho, no lo mencionaba para nada. Como si se avergonzara.
El ascensor tardaba y el hombre parecía impaciente así que decidieron subir por las escaleras, cuando giró y pude verlo de perfil llevé una mano a mi boca para taponear el grito de horror que luchaba por salir.
Mi instinto no me había engañado, era él.
Como pude me despojé de las zapatillas, con ellas en mi mano y con la otra sosteniendo mi vestido para impedir que arrastrara, los seguí. El hombre la abrazaba con una mano para ayudarse a subir, pero el estado de Kenia no les permitía la estabilidad necesaria y un par de veces estuvieron a punto de caer. De vez en cuando olisqueaba el cabello de Kenia para después murmuró algo en su oído. Entonces Kenia lanzaba una carcajada mientras sorbía por su nariz al tiempo que restregaba la mano en su nariz.
Llegaron al segundo piso entre jadeos y tropezones, entre risas ahogadas y manoseos de aquel hombre.
Yo los seguía mareada como si me hubiera empinado una botella de vino entera, las ideas, las suposiciones y la incredulidad colapsaban en mi interior, aquello no podía ser cierto. Quedé sumergida en una pesadilla de horror.
Me detuve al pie de la escalera, atenta a la habitación donde se refugiarían. Las lágrimas escocían mis ojos y nublaban mi visión, tuve que obligarme a respirar profundo para anestesiar las emociones que carcomían mi alma.
<No puede ser. No puede ser. No puede ser>, repetía con la vista fija en un punto imaginario.
Hasta ese momento la vida me había mirado altiva, llena de ironía, pero justo en ese instante se burlaba de mí. ¿Cómo podía ser? ¿Casualidad, destino quizá?
No, aquello se había vuelto algo personal.
Apreté los parpados, los puños y cada músculo de mi cuerpo antes de soltar el aire que había contenido por varios segundos. Tragué con dificultad la escasa saliva acumulada en mi boca y caminé hasta la puerta que minutos antes se había tragado a mi amiga.
Toqué una vez y esperé frente a la puerta tan quieta que, de no ser por el color del vestido, bien habría podido camuflarme.
—¡Acaso no saben leer! —grito el hombre en ese tono que reconocí a la perfección.
Mis bellos se erizaron mientras la sangre se coagulaba en mis venas. Los jadeos se intensificaron y una extraña sequedad invadió mis ojos que comenzaron a picar. Parecía que mi propio cuerpo me alentaba a salir corriendo, a desaparecer para luego refugiarme en un sitio lejano y seguro.
Ojalá hubiera hecho caso a mi intuición, pero en vez de eso y pese al frío que me abrazaba toqué una segunda vez.
Las quejas en el interior aumentaron antes de que la puerta se abriera de golpe y una figura casi fantasmal apareciera frente a mí. Los ojos del hombre que llevaba la camisa desabrochada y los pies descalzos se abrieron como platos tanto como su quijada.
—¿Isabel? —dijo tan bajo que pareció un murmullo.
Mi garganta quedó sellada por una bola de emociones que peleaban por salir mientras miraba con recelo a Marco Duarte y por primera vez lo vi tal cual era. Un diminuto ser que se escudaba tras el poder que le otorgaba el dinero, pero que no valía nada.
—Isabel, ¿qué haces aquí? —dijo Kenia mientras se arreglaba el cabello y caminaba hacia la puerta.
Tenía los ojos inyectados de sangre, los labios hinchados y la nariz enrojecida como si una gripe la aquejara con fuerza.
Pero nada tenía que ver una gripe en su facha famélica.
La miré y luego miré a Marco Duarte. Quería gritarle quien era el hombre que la acompañaba, deseaba rescatarla de las garras de aquel monstruo, pero las palabras se atoraron en mi garganta. Me limité a mirarla con los ojos humedecidos, las manos temblorosas y la frente perlada por el sudor.
—¿La conoces?
—Por supuesto, es mi amiga —respondió Kenia.
Marco Duarte comenzó a reír a carcajadas. Sujetaba su abultado vientre con una mano.
—¡Vaya coincidencia! —gritó entre risas—. No esperaba esto, pero me agrada. Podemos hacer un trio, ¿no creen?
Dijo mientras se adentraba en la habitación dejándonos solas.
—¿Qué pasa, Isabel? —quiso saber Kenia mientras tomaba mis manos entre las suyas.
La miré de nuevo y me pareció que sus pupilas dilatadas recuperaban su normalidad como si el efecto de lo que sea que se hubiera inyectado hubiera expirado.
—Es él —dije.
Lo que sucedió después ocurrió tan rápido que apenas logro recordarlo con la claridad que te da la certeza. Kenia entró a la habitación, pero yo no me atreví a seguirla.
Marco Duarte y ella discutieron, sus voces se escuchaban hasta el pasillo. Kenia maldecía fuera de sí mientras el hombre trataba de callarla alzando aun más la voz.
—Está loca. No es más que una puta escondida detrás de una santurrona.
Decía Marco Duarte.
—No la llames así, maldito, te refundiremos en la cárcel —. Me defendía Kenia.
—Nunca van a creerle a una pobretona ignorante como esa, mucho menos le creerán a una drogadicta como tú —se burlaba el hombre.
—Eso lo veremos, maldito enfermo.
—Deja de gritar o llamaré a Lucía, no creo que le agrade saber que su recomendada me ha hablado de esta manera.
Un silencio abrumador llenó el lugar. Por varios segundos que parecieron horas apenas alcanzaba a percibir mi respiración. De pronto, dos explosiones iluminaron la habitación y se incrustaron en mis oídos como agujas que perforaron mis tímpanos. Un pitido intenso me dejó sorda por varios segundos.
A paso lento mientras me sujetaba de la pared conseguí llegar hasta donde se encontraba mi amiga. La imagen que vi no podré borrarla de mi mente. Marco Duarte yacía sobre la cama con los brazos extendidos y los ojos abiertos. Las sábanas blancas comenzaban a absorber una sustancia viscosa y rojiza que brotaba del pecho del hombre mientras Kenia apuntaba una pistola hacia él. Tenía la mirada perdida, la respiración agitada y la piel pálida.
—Kenia —dije con voz entrecortada mientras en los grandes ventanales la lluvia dibuja gusanos transparentes que resbalan y se contorsionan al ritmo de viento.
Ella giró y me sonrió antes de salir con la facha de un alma en pena.
Yo me quedé ahí, paralizada, absorta en el momento, ajena a lo que sucedía, incrédula a lo que mis ojos contemplaban…
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