30
Al atardecer Mateo firmó el DA y me entregó una copia.
—¿Qué te ha parecido el Doble Acuerdo, Isabel? —soltó al fin.
Suspiré y alcé los hombros mientras enfocaba un punto en el cielo que comenzaba a oscurecerse dando paso a un manto de estrellas.
—No me agrada la idea tener una escolta personal. Deseo descartar ese punto —respondí.
Para esa hora el calor del vino comenzaba a nublar mi sensatez.
—Tu seguridad es importante para mí, Isabel —agregó.
—Y lo agradezco, pero esos recursos son necesarios para personas famosas o importantes. Personas como tú. En el mundo real uno debe aprender a sobrevivir en la jungla —solté sin medir consecuencias.
Mateo me observó en silencio.
—¿En lo demás estás de acuerdo?
—Lo estoy.
—Bien —dijo mientras colocaba sobre la mesa un llavero y un sobre—. Entonces esto es para ti —agregó.
—¿Qué significa?
—Son las llaves del departamento que te he comprado, dentro de este sobre encontrarás los papeles que te hacen acreedora a una cuenta bancaria, así como una tarjeta de crédito. El departamento está vacío, lo preferí así para que tú misma te encargues de acondicionarlo a tu gusto. Debes firmar esto antes de que abandones este hogar —dijo—. Es una póliza de seguro, es imperativo para mí resguardar tu seguridad.
—Mateo…
—Solo estoy cumpliendo con el acuerdo que ambos firmamos.
<Lo siento, joven, pero su padre se encuentra ocupado y no puede recibirlo ahora>, dijo Ana en voz tan alta que llamó la atención de ambos.
Mateo se puso de pie con el rostro deformado, no supe interpretarlo porque en el tiempo que teníamos de conocernos no había reaccionado así. Ira, vergüenza, decepción quizá.
—¡Padre! —gritó un hombre joven de facciones toscas, piel bronceada y cuerpo atlético que llevaba el pelo engominado. No pasaría de los veinte años. Iba acompañado de una chica de melena abundante y figura escultural que sujetaba en su mano una lata de cerveza mientras me miraba con la fiereza propia de un animal dominante.
Esa fue la primera vez que vi a Sofía, la novia en turno del único hijo de Mateo Blanchet. Desde ese instante me quedó claro que me había topado con una mujer detestable.
—Deberías poner mayor atención a tu comportamiento, Ismael, no te dejará nada bueno. ¿A qué has venido? —dijo Mateo con el rostro desencajado.
Aquella visita contaminó la atmósfera que nos rodeaba. La tensión entre los dos hombres era palpable. No supe cómo reaccionar, me sentí ajena. Tuve ganas de irme. Me enderecé y permanecí sentada en la tumbona con la vista fija en la copa de vino que sostenía en mi mano.
—¿No puede un hijo tener ganas de ver a su padre? —respondió en tono bulón— ¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? —agregó el chico mientras se acercaba— ¿Una nueva conquista, padre?
El sarcasmo en las palabras se estrelló contra mí provocando que lo enfocara. Las pupilas del chico estaban dilatadas y enormes manchas oscuras rodeaban sus ojos. No se parecía en nada al hombre maduro, atractivo y porte envidiable que estaba a mi lado.
Tiempo después, Mateo me contaría que lo había adoptado veinte años atrás.
—No es de tu incumbencia —zanjó Mateo.
El momento se había tornado tan incómodo que quise salir corriendo.
—¿No te parece que es demasiado joven? ¡Padre, podría ser tu hija!
Ismael y Sofía estallaron en carcajadas, entonces los miré y el escándalo cesó.
—Más te vale que respetes a la mujer que está a mi lado, Ismael —exclamó Mateo en tono amenazador mientras firmaba un cheque que más tarde le extendió a su hijo. Este me observaba con curiosidad, pero su novia recorría mi cuerpo entero de pies a cabeza—. Toma esto y márchate —ordenó y le dio la espalda.
El chico alzó las manos a manera de rendición, tomó el cheque y desapareció con Sofía.
—Lamento que hayas tenido que ser testigo de una escena tan grotesca —dijo con el rostro enrojecido mientras apretaba la copa que meneaba son su mano.
—Yo no he visto ni he escuchado nada —respondí con media sonrisa.
Mateo clavó sus ojos en mí aun envuelto en un aire de seriedad que hubiera amedrentado a cualquiera, menos a mí. En ese instante creí que lo conocía mejor que nadie y que a pesar de su elevado estatus social estaba a lado de un hombre de carne y hueso resentido que sufría y, al igual que yo, lidiaba con dificultades propias de la vida.
—Ven conmigo —pidió un minuto después.
Tomé la mano que me había ofrecido y lo seguí. Entramos al departamento y recorrimos la estancia. El lujo era insultante. Nos colamos hasta una habitación iluminada con dos enormes candelabros, con las paredes tapizadas de madera rojiza con ciertos de anaqueles cubiertos por miles de libros. Un quejido de asombro se escapó de mi garganta. Al fondo una chimenea, dos mullidos sillones de un blanco impoluto y una mesita de centro hecha toda de cristal. Una melodía sonaba a volumen bajo. El sueño de cualquier amante de la buena literatura.
—Tuve una amiga que seguramente habría enloquecido si hubiese tenido la oportunidad de entrar aquí —dije.
—Entonces tu amiga y yo nos habríamos entendido bien porque este es uno de mis rincones favoritos. Me basta con respirar el olor que despide un libro para serenarme —respondió Mateo.
Era cierto aquello y me alegré de que su semblante se hubiera relajado, ya no había en él rastros de incomodidad o molestia. El trago amargo había pasado.
—¿Te gusta leer, Isabel?
—Me encanta —exclamé sin dejar de observar los anaqueles que iban del piso hasta el techo y de pared a pared.
—¿Autor favorito?
—Considero una falta de respeto mencionar un solo nombre porque restaría importancia a infinidad de autores sensacionales.
La risa de Mateo retumbó por toda la sala
—Tienes razón —agregó con la mirada encendida.
El ruido sordo de una puerta que es forzada a abrirse me despierta con brusquedad. Tengo que cubrirme los ojos cuando la potente luz que despide una linterna hace blanco en mi rostro, como si hubiera pasado días en el interior de esa celda con pinta de mazmorra. Mi cuerpo se enrosca como respuesta.
—Levántate, Isabel —ordena una voz que reconozco al instante.
Todos los músculos de mi cuerpo se han engarrotado y duelen como si recientemente me hubieran dado una paliza. Supongo que el frío, la humedad y la falta de alimento son los responsables. He rechazado las bandejas con sobras que me han deslizado por una rejilla, solo me he animado a tomar algunos sorbos de agua que dejaban en mi boca un sabor amargo y me han provocado unos cólicos terribles. ¿Cómo quieren que coma si en este Agujero no dispongo de un espacio para orinar o defecar? Es suficiente adaptarme a la compañía de las ratas, pero no estuve dispuesta a convivir con mi propia escoria. Me incorporo con dificultad sin apartar una mano de mis ojos.
<¡Sácame de aquí, maldita!>, grita alguien.
Su voz apenas es audible porque el grosor de la puerta amortigua el grito cargado de desesperación cuando, en compañía de Sandra Díaz, deambulo por un estrecho pasillo infestado de tinieblas que recorrí no sé cuánto tiempo antes.
Parpadeo varias veces con la mano haciendo las veces de una visera para amortiguar el impacto de la luz.
—¿Cuánto tiempo he estado aquí?
—Dos días, tienes suerte de que en unas horas tengas una cita en el Juzgado, de otro modo permanecerías al menos una semana, como lo hará el resto —responde, sin mirarme, Sandra Díaz.
¿Solo han pasado dos días y me siento así? Entonces entiendo el comportamiento que poseyó a Lupe por días después de haber permanecido en El Agujero por tanto tiempo.
—Date prisa o no tendrás oportunidad de ducharte para deshacerte de ese desagradable olor que se te ha impregnado. Supongo que no querrás asistir así tu Audiencia.
El bullicio resulta ensordecedor cuando cruzo la reja y pongo un pie sobre el patio interior. Casi la totalidad de población dentro de la prisión me está esperando, golpean con tazas o monedas los barandales para provocar un escándalo digno de una prisión. El escenario simula un concurrido concierto de rock donde la gente se excita cuando ven entrar a su artista favorito. <Ben hecho, Rarita. Ese par lo tenían bien merecido. Yo hubiese aguantado un mes en El Agujero con tal de llevarme entre las patas a esas brujas.> Dicen a mi paso. Yo admiro el espectáculo perpleja, sin saber que esperar.
—¡Silencio! —ordena Sandra Díaz, pero nadie puede escucharla—. Traigan los extintores, un baño de nieve carbónica las hará obedecer —agrega con gesto serio.
Un minuto después una decena de custodias hacen acto de aparición, todas cargan en sus manos un cilindro rojo unido a una manguera negra y mientras se forman en fila apuntan hacia las reclusas. El silencio llega en un instante, mis ojos van de un grupo a otro con rapidez.
—En treinta minutos nos vamos —exclama la jefe de custodias, con cierto aire de satisfacción, antes de dar media vuelta.
Con una seña consigue que el resto de sus compañeras la sigan.
Rosa, Ofelia y Bertha me esperan al pie de la escalera. Corro hacia ellas y las abrazo con la garganta inflamada.
—Estarás bien, Rarita —dice Rosa al tiempo que sorbe su nariz.
—Nunca hubiera imaginado que acabarías en El Agujero por revoltosa —comenta Bertha mientras ríe con ese sonsonete gangoso.
—Tuviste suerte de escapar limpia tras enfrentar a esas arpías, la mayoría termina con un desarmador oxidado enterrado en la barriga.
—¡No ha sido suerte, Ofelia! Esas malditas ya estarían bien frías si se hubieran atrevido a lastimarla —zanja Rosa.
Su gesto endurecido se ablanda cuando se encuentra con mis ojos y un suspiro se me escapa.
Treinta minutos después, ya limpia y con las manos esposadas, me encuentro de nuevo encaramada en una camioneta con cristales polarizados en compañía de tres guardias rumbo a los Juzgados. En el trayecto no dejo de pensar en la supuesta y repentina muerte de don Tomás. Me resisto a creerlo porque estoy convencida de que Santiago no me habría ocultado una noticia semejante; él sabe lo importante que es para mí aquel anciano que pasaba el tiempo reparado zapatos.
La rutina habitual continúa una vez descendemos del vehículo para esquivar al grupo de reporteros que me esperan con las cámaras listas para ganar la nota.
—No te detengas, Isabel —ordena Sandra Díaz.
Con ella a mi lado subimos de prisa los escalones y atravesamos la enorme puerta de cristal. Una vez dentro la atmósfera cambia drásticamente. Ahí a nadie parece interesarle que yo haya llegado. Mi estómago se contrae y la sangre se aglomera en mi rostro al vislumbrar a Santiago a la distancia. No me ha visto porque me da la espalda hasta que la mujer que está a su lado lo entera de mi presencia. ¿Quién es ella? No la había visto antes, pero por la manera en que charla con Santiago entiendo que ambos se tratan con bastante confianza. La mujer me mira y susurra algo en su oído, entonces aquel hombre castaño y bien parecido gira y lleva sus manos hacia el frente mientras espera que me acerqué. De nuevo me deja sin aliento. Luce tan atractivo vestido así, con el cabello engominado y mirada penetrante.
—¿Te encuentras bien? —me interroga mientras me evalúa de pies a cabeza.
—Estoy bien, gracias —respondo en tono bajo. Amedrentada ante su presencia, nerviosa por lo que está a punto de suceder detrás de la puerta de roble que continúa cerrada y ansiosa por conocer el nombre de la mujer que está a su lado.
—La licenciada Karla Ortega está aquí porque el licenciado Albarrán ha tenido un contratiempo —dice mientras la mujer y yo sopesamos la situación.
—Un gusto conocerla, señorita Arenas.
No respondo, en su lugar desvío la mirada hacia Santiago. Humedezco mis labios cuando aparece de nuevo esa electricidad que recorre mi cuerpo entero. No he podido olvidarlo, tengo que reconocerlo.
Bajo la mirada para romper ese hechizo que amenaza con apoderarse de mi alma.
—¿Hay algo que deba saber, Santiago? —Lo enfrento. Sé que me ha entendido.
El mutismo nos cubre con cinismo. Entonces Santiago se hace a un lado y con una seña me invita a entrar. Aprieto la mandíbula al no obtener respuesta.
—Será mejor que entremos de una vez, no queremos impacientar al Juez —Nos interrumpe la mujer que lo acompaña.
Caminamos en silencio, poseídos por la frustración y una sensación amarga.
—Señor Juez, llamo a declarar a la señorita Laura Nájera —dice Santiago.
La puerta de roble vuelve a abrirse para permitir el paso de una mujer delgada, de cabello largo hasta la cintura y ropas oscuras que la cubren del cuello hasta los pies. La misma chica introvertida y solitaria que trabajaba en la librería conmigo. Laura camina hasta el estrado con la cabeza baja y las manos unidas frente a su abdomen.
Mis ojos se iluminan cuando veo a Esme y a la señora Yola sentadas en las bancas que se ubican a mi derecha. Es la segunda vez que vienen, sé que lo hacen para mostrarme su apoyo. Camilo está sentado detrás de ellas. Los tres sonríen cuando me ven entrar, pero, aunque se esfuerzan la risa no les llega a los ojos.
Inhalo profundo para disolver el nudo que se forma en mi garganta. Su presencia se siente como una bocanada de aire puro que me inyecta fuerza para salir airosa de esta tortura.
Tras los rituales debidos al fin Laura se sienta sobre la silla que se ubica a un lado del Juez.
—Señorita Nájera, puede decirnos si conoce usted a la acusada —. La interroga Mateo mientras me señala.
Laura y yo nos miramos un rato, no tengo idea de por qué está aquí. ¿Qué tiene que ver ella en todo este circo?
—Sí. Trabajamos juntas en una Librería —responde con timidez sin dejar de jalar las magas de su camisa de algodón.
—Puede decirme, ¿qué opinión tiene de la señorita Arenas?
—Convivimos poco, pero me parecía una chica trabajadora, discreta y amable.
—Bien —dijo Santiago mientras leía algo escrito en una hoja—. Señorita Nájera, ¿alguna ocasión fue testigo de algún tipo de comportamiento inapropiado por parte del señor Duarte hacia la señorita Isabel Arenas?
Mi respiración cesó, escuchar aquella pregunta me obliga a revivir situaciones incómodas. Mi piel se eriza como consecuencia mientras mi estómago se anuda provocando que me incline un poco hacia adelante para resistir la molestia que me ataca.
—Señorita Nájera, por favor responda a la pregunta que el licenciado Aguilar le ha hecho —pide el Juez al notar la indecisión que abraza a Laura.
—Sí, un par de veces —suelta al fin.
—¿Puede detallarnos esos momentos, por favor?
—La seguía con la mirada como león hambriento, incluso se atrevió a colarse hasta la sala de casilleros donde Isabel y yo tomábamos un refrigerio en nuestra hora de descanso —dice con voz temblorosa—. Además, obligaba a Isabel, sin que ella pudiera negarse, a quedarse a resolver “supuestos” contratiempos sin importar que la hora de salida hubiese expirado.
—¿Quiere decir que la acosaba?
—Definitivamente —zanjó Laura.
El silencio se hace presente de repente mientras con la mirada agradezco a Laura que se haya prestado a declarar para contar la verdad.
—Es todo de mi parte, señoría —dice Santiago.
Elena Pereira, que ha permanecido callada salta de su silla y camina hacia Laura con pinta de fiera sobre una presa.
—Señorita Nájera, ¿es cierto que la acusada gozaba de cierto trato preferencial por parte del señor Duarte y que nunca hubo una queja de su parte?
—Eso se rumoraba entre los empleados —respondió con la mirada baja.
—Dígame, ¿es cierto que la acusada permanecía más tiempo de lo normal en la oficina del hoy occiso?
—Él la llamaba a gritos y ella no…
—Entonces ¿reconoce que es cierto?
—Sí, pero…
—¿Es cierto también que meses antes usted era merecedora del mismo trato preferencial por parte de su jefe, el señor Duarte?
Una especie de parálisis posee mi cuerpo, tengo que esforzarme porque el aire entre a mis pulmones cuando al fin soy consciente del por qué Laura me había aconsejado que me alejara de aquel lugar cuanto antes.
Elena Pereira, con ese olfato de sabueso ha descifrado la personalidad de la mujer que tiene frente a ella y no duda en usarlo a su favor. Laura se retuerce en su asiento y mira al Juez con los ojos bien abiertos. Está claro que se siente acorralada.
—Señor Juez, no existe denuncia alguna en el departamento de recursos humanos por parte de la acusada, donde conste que era víctima de acoso laboral, así que solicito que la declaración de la señorita Nájera sea eliminada —pide la Agente del Ministerio Público.
—Señor Juez, lo que la licenciada Pereira pide es una locura. La declaración de la señorita Nájera resulta de crucial importancia para demostrar que mi cliente no es el verdugo, sino la víctima.
Laura me mira, luego mira a Santiago y después al hombre vestido de negro que se encuentra a su lado mientras muerde sus uñas.
—Dado que no encuentro relevancia en dichas declaraciones, acepto la petición de la licenciada Pereira. Señorita Nájera, puede retirarse.
—¡Marco Duarte era un hombre despreciable! Un degenerado que disfrutaba de abusar de mujeres. Un maldito cerdo que me violó y amenazó con despedirme si lo denunciaba porque sabía lo desesperada que estaba por conservar mi empleo. ¡La muerte es un castigo inocente para el dolor que me generó! —. Confiesa Laura en un grito con el rostro húmedo a causa del llanto.
—¡Silencio, por favor! —ordena el Juez para disipar el bullicio que inunda la sala de Audiencias mientras un guardia se acerca a Laura para ayudarla a salir de la sala.
La chica se encuentra inconsolable. Sin importarme las consecuencias aprovecho el desconcierto dentro de la sala y justo cuando Lura pasa a mi lado me abrazo a ella. La estrecho con tanta fuerza que puedo sentir como nuestros latidos se acompasan.
<No estás sola, yo estoy contigo>, le digo antes de que el guardia la arrebate de mis brazos.
La sigo con la mirada hasta que la puerta se cierra detrás de ella. Me reprocho no haber puesto más atención en su advertencia, pero me odio por no haber reconocido el suplicio que la aprisionaba. Laura también había sido ultrajada por Marco Duarte y quien sabe cuántos nombres más estén escritos en su libro de perversiones. Por primera vez me alegra que esté muerto, el mundo no ha perdido nada, al contrario, las mujeres hemos ganado un poco de seguridad con su ausencia.
—¿Algún otro testigo? —Quiere saber el Juez Arriaga cuando el orden se restablece en el interior de la sala.
—No de parte del Ministerio Público, señor Juez —responde la licenciada Pereira.
—¿Licenciado Aguilar?
Santiago se pone de pie y se acomoda la corbata mientras echa un vistazo hacia el otro lado de la sala. Sus puños se cierran al tiempo que gira para encarar al hombre que lo está llamando.
—Señor Juez, la Defensa desea pedir una prórroga, nuestro último testigo no se ha presentado —responde rígido como una columna del Olimpo.
El hombre anota algo en una hoja antes de contestar.
—Bien, dadas las circunstancias haremos un receso de 30 minutos, si el testigo no se presenta ni puede ser localizado, daré por terminada esta Audiencia y en los días siguientes volveremos a reunirnos para conocer la sentencia hacia la acusada.
En hombre azota el pequeño mazo de madera sobre una tablilla ovalada, señal que nos indica que debemos ponernos de pie antes de que el Juez se pierda detrás de la misma puerta por donde ha ingresado a la sala.
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