24

Despierto con la certeza de que necesito mantenerme ocupada y para conseguirlo debo alejarme de esta celda, así que decido pegarme como una garrapata a Rosa. Tras la visita del licenciado Albarrán no he logrado sacar de mi mente a Santiago y estoy considerando atender el consejo de mi compañera de celda.

<A los hombres se les llora un día y nada más. Ninguno vale tanto como para ahogarse en la pena, así que mañana no quiero verte acurrucada en esa cama con los ojos hinchados y la nariz colorada. ¿Qué no conoces la dignidad? Si ese muchacho no te acepta tal y como eres, con tus defectos y tus virtudes, entonces no es el indicado. ¡Déjate de tontadas y enfócate en asuntos importantes como recuperarte por completo o en conseguir tu libertad! Eso sí vale la pena.>

Aún es temprano, pero no hay rastros ni de Rosa ni de Lupe. El dolor en mi costado no me suelta, pero estoy dispuesta a restarle importancia. Antes de ponerme de pie ajusto el vendaje que envuelve mi torso, lo aprieto hasta que me es difícil respirar, pero es la única forma de tolerar el dolor.

—Tienes visita, Isabel —dice una custodia de pie en la puerta.

—¿Mi abogado?

—No me han dado más información —responde malhumorada.

—Si fuese mi abogado estarías obligada a decírmelo, así que no deseo ve a nadie —digo.

No sé quién pueda ser, pero no es Santiago y no estoy preparada para recibir a nadie más.

A paso lento camino rumbo a las regaderas, los pasillos y el patio interior luce vacío, pero logro ver como algunas internas se asoman desde las puertas de sus celdas, como si espiaran para conocer el momento perfecto para abandonar sus nidos. Sofía observa mi andar desde el segundo piso, nuestros ojos hacen contacto un segundo, tiempo suficiente para notar como sus labios se curvan, pero no debido a una sonrisa. Tomo aire y acelero mi andar, llevo el corazón desbocado y rezo porque lo que temo no sea una realidad. Tengo la impresión de que hay pocas reclusas en el interior de sus dormitorios.

¿Dónde estarán a esta hora?

Al doblar el pasillo visualizo el acceso a las regaderas, pero la puerta se encuentra cerrada mientras una mujer permanece de pie en guardia, señal suficiente para entender que algo está pasando en el interior. La reconozco, la he visto en el grupo de Lupe. Es Eva, una jovencita que se unió a ese grupo, pero no por voluntad propia, la misma a la que le han pedido hacer una serie de atrocidades a las que ha cedido por debilidad. <Qué Rosa no esté dentro, por favor>, una letanía que repito mientras me acerco. Una ventisca de gritos, jadeos y quejidos escapan a través de las rendijas de ventilación.

—No puedes pasar —ordena Eva en un sonsonete que no le creería nadie.

—¿Quién es? —Tengo urgencia por saberlo.

—No lo sé.

—Por supuesto que lo sabes, por algo estás resguardando la entrada.

—Vete, Isabel, no te conviene estar aquí.

—No me iré hasta cerciorarme de que no es Rosa a quien mantienen allí dentro.

Los ojos de Eva se abren como platos al escucharme. La hago a un lado de un empujón. La sangre que corre por mis venas provoca en mi piel un ardor inexplicable, no puedo cerrar la boca porque estoy segura de que me ahogaría la agitación que me ha tomado prisionera. La puerta se azota contra la pared cuando la abro, no puedo ver a nadie aun, pero los gritos han cesado y los quejidos se han incrementado. Doy tres pasos al frente y giro. La escena se muestra ante mí tal como si fuese un espectador de primera fila.

—¡No sé si es valor o estupidez lo que ha traído aquí, lo que sí sé es que no saldrás limpia, Rarita! —gruñe Lupe con la mirada desorbitada y el rostro salpicado de sangre.

Mantiene los puños suspendidos mientras tres mujeres sostienen por la fuerza a otra y por la forma en que lo hacen parece que la han empotrado en un crucifijo. La escena aparece en pausa, puedo sentir la mirada de los verdugos mientras enfoco a la víctima en un intento por reconocerla, pero la sangre y los golpes recibidos lo hacen casi un imposible, así que recorro su cuerpo. No es Rosa, grito en silencio y mi cuerpo se relaja al instante. Un segundo es lo que tarda mi cerebro en hacer embonar las piezas para advertirme del peligro en el que me he metido.

La carcajada de Lupe hace eco entre las paredes forradas de mosaico antes de incrustarse en mis oídos y sea imitada por las otras.

—Lo que esa mujer haya hecho no justifica esa tortura, Lupe —exclamo sin pensar. He hecho caso omiso de los consejos de Rosa, sé que no debo meterme en asuntos ajenos, pero no puedo mostrarme indiferente ante tal agonía.

—Mis negocios no son de tu incumbencia, Rarita —refuta acercándose peligrosamente hacia mí.

Su aspecto descuidado nada tiene que ver con la altanería mostrada en las primeras semanas que estuve aquí. En cambio, sus seguidoras cada día refuerzan su apariencia de hienas. Creo que a ellas debería temerles más que a la mujer que me mira como fiera al acecho.

—Sí fuera tú no me acercaría a menos que no te importe pasar otra temporada en El Hoyo.

La cacería ha sido interrumpida por mis palabras y el aire comienza a abrirse paso hasta mis pulmones. Aprovecho los escasos segundos en que creo estar a salvo y salgo como alma que lleva el diablo. No comprendo como he conseguido mantenerme en pie, ni como he logrado evadir el ataque.

—¡Isabel!

Grita Rosa cuando tropiezo antes de alcanzar el barandal, pocas veces me llama por mi nombre. Mi cabello me aísla del resto, pero escucho las pisadas que azotan los escalones. Miro el piso y noto un charco de agua salada entre mis piernas.

—¿Estás bien? ¿Dónde te habías metido? —. Me interroga Rosa mientras revisa mi cuerpo con lupa.

—¿Por qué lloras? —quiere saber Ofelia.

Entonces caigo en cuenta el origen de aquel charco. No tengo idea en qué momento brotaron las lágrimas, pero no son lágrimas de dolor, sino de pánico. De un momento a otro me encuentro rodeada por un puñado de mujeres ávidas por enterarse de los detalles, porque muchas saben dónde estuve antes. La sensación no ayuda a borrar la escena anterior.

—Vamos arriba —ordena Rosa.

—No, mejor vamos al patio trasero. Necesito un poco de aire.

Levanto el rostro y me encuentro con la mirada de Sofía. Se ha acercado hasta el barandal desde donde contempla el escenario en todo su esplendor. La observo solo un instante y hasta ese momento entiendo el comentario de María: Esa chiquilla está perdida y nunca volverá. Dijo tras mencionar lo absurdo que encontraba la resistencia de don Tomás de ingresar en el asilo solo por mantener la esperanza de que su nieta regresaría algún día.

Ocupamos los lugares de siempre en las gradas y, poco a poco, la vida despierta en el exterior. Me da la impresión de que un mar de mujeres acaba de romper las cadenas que las anclaban a algún lugar. Ofelia y Bertha hablan entre ellas en susurros y aunque Rosa parece restarles atención, yo sé que, al igual que al resto, las mantiene vigiladas.

—¿Te sientes mejor? —dice Rosa.

—¿Dónde estabas?

—Tuve una visita —responde con seriedad.

—¿Una visita?

—Sí, es domingo, día de visitas. ¿Recuerdas?

Todo me parece tan confuso porque en los meses que llevo en prisión nunca antes Rosa había recibido una visita. Me siento una idiota al descubrir el motivo real de la ausencia de tantas reclusas.

¡Es domingo!

¿Cómo pude olvidarlo?

—¿Ellas estaban contigo? —Continúo el interrogatorio mientras señalo a Ofelia y Berta. Las dos hermanas se acercaban a una mujer que parecía estar esperándolas. Ambas caminaban con las manos dentro de los bolsillos de sus pantalones.

—Por supuesto que no, ellas atendían mis negocios en mi ausencia. ¿Qué te extraña?

—Las vi, Rosa —confieso con los ojos clavados en las mujeres que discutían por quién tendría primero el balón en su poder.

El bullicio nos rodea, pero por un momento el silencio nos envuelve. Entonces saca un cigarrillo de la cajetilla que guarda en el bolsillo y lo coloca entre sus labios. No tengo que preguntarle si sabía lo que estaba pasando porque Rosa es la primera en enterarse de todo lo que sucede en el interior de esta prisión. El mutismo dura hasta que una colilla cae en el piso.

—No debiste estar ahí.

—Temí que fueras tú quién...

—¿Yo? ¿Cómo pudiste siquiera imaginarlo?

—Desperté y la celda estaba vacía. Ni tú ni las hermanas estaban por ningún lado. ¿Qué querías que pensara? Decidí darme una ducha y al salir de la celda me doy cuenta de que el patio está desierto, creía que era algo malo sucedía.

Rosa enciende otro cigarrillo, da una calada profunda y observa como el humo que escapa de su boca se expande sobre su cabeza.

—¿Por qué no hiciste nada?

—¡No tengo por qué! —dice en un grito que llama la atención de las personas a nuestro alrededor—. ¿Quién te has creído que soy? Una maldita salvavidas o qué. Mientras no se metan conmigo los asuntos de los demás no me incumben.

—¿Pero me defendiste a mí? Por eso enviaron a Lupe a El Hoyo.

—Mande a Lupe a esa mazmorra porque sus compinches se atrevieron a amordazarme —respondió entre dientes.

Mi garganta se infla mientras me esfuerzo por detener las lágrimas.

Por el rabillo del ojo noto que las hermanas se acercan. Giro la cabeza para esquivar su mirada justo en el momento en que Lupe y las tres mujeres que la siguen se mezclan entre las reclusas...

Regresé a la pensión envuelta en una nube, mareada a causa de las dos copas de vino tinto con las que acompañé la comida. Rememorando las horas que pasé con Mateo, intentando reconocer sus verdaderas intenciones. Aún no había oscurecido, el ajetreo en la cocina era el habitual, pero faltaban un par de horas para que sirvieran la cena. Me escabullí hasta mi habitación con la idea de despojarme del disfraz que llevaba encima.

—¿Qué haces aquí?

Hacía tiempo esa parecía ser la pregunta de rigor cada vez que Santiago y yo nos encontrábamos. Tenía una mano sobre mi pecho mientras Santiago me observaba sentado en la cama. Parecía abatido. No me atrevía a cerrar la puerta para evitar malentendidos.

—Santiago, ¿ha pasado algo? —quise saber al notar la expresión en su rostro.

—¿Dónde has estado, Isabel?

Su voz impactó mi pecho cual flecha perdida. Tragué salva con dificultad y respiré hondo mientras me sentaba a su lado.

—Una cita de trabajo —respondí.

Santiago miraba un punto en el piso y al escucharme juntó sus párpados antes de apretarlos en perfecta sincronía con sus puños.

—Y, ¿todo ha salido bien?

—Creo que lo he conseguido —murmuré y la culpa me acorraló.

Entonces me miró y descubrí el velo que cubría sus pupilas. Mi corazón se encogió.

—¿Es lo que buscabas?

Asentí con un leve movimiento de cabeza, entonces Santiago recorrió mi rostro con su mano y detuvo su andar sobre mi mejilla. Nuestras respiraciones se hicieron una. Estábamos tan cerca el uno del otro que lo que sucedió a continuación resultó inevitable. Sus labios envolvieron los míos. La humedad cálida del contacto recorrió mi cuerpo con la fuerza de una estampida que se alimentaba del oxígeno en mis pulmones robándome el aliento. Una sensación desconocida que reconfortaba, que daba paso al deseo que me impactaba por primera vez.

—¡No! —exclamé mientras me alejaba.

Pronto sentí que el colchón se inflaba al prescindir del peso del cuerpo de Santiago quién caminaba pesaroso hacia el exterior mientras una masa de aire gélido se infiltraba en mi habitación antes de que cerrara la puerta detrás de él. Me dejó en manos de la desolación, presentía el desenlace de una historia que había quedado inconclusa.

—¿Tan mal estuvo la cita de esta tarde?

—No seas ingenua Kenia, lo que la tiene en ese estado tiene nombre y apellido: Santiago Aguilar.

Mis pupilas se dilataron cuando Esme lo nombró, respiré hondo y tuve la sensación de que el aire continuaba impregnado de su loción.

—Lo he perdido —reconocí con voz entrecortada.

—No te has perdido nada, querida, que te quede bien claro...

—¿De qué están hablando? —La interrumpe Kenia con ese tono aniñado que la posee de vez en cuando.

—De nada importante —zanjó Esme—. Mejor cuéntanos cómo te ha ido con Mateo Blanchet —continuó Esme mientras jalaba la mano de la rubia y se sentaban a mi lado.

Lo hice.

Les dije que Mateo poseía un alma vieja, no porque me lo hubiese contado, más bien lo di por hecho al notar su tacto exquisito y el halo de educación que bañaba cada palabra y cada uno de sus movimientos. Un hombre de mundo que tenía claro lo que quería en la vida, poseedor de una gentileza tan inmensa como su fortuna. Invocaba cada minuto con la esperanza de que al hacerlo olvidaría los minutos que había pasado con Santiago.

¿Cómo olvidar la humedad de sus labios sobre los míos? ¿Cómo sacudirme su aliento?

—Quedamos de vernos mañana —confesé aturdida. Montada en una ruleta de imágenes de Mateo y de Santiago. Tratando que el primero opacara al segundo.

Ambas llevaron la mano a sus bocas sin sospechar la disputa que se llevaba a cabo en mi interior.

—Pasará por mí al asilo —agregué al notar la emoción que desbordaban.

—¿Le contaste que eres voluntaria en un asilo de viejos decrépitos?

Miré fijo a Esme en espera que se retractara y disculpara por la forma tan severa en cómo se había expresado.

—Y qué si lo hizo. No veo nada de malo en que Isabel se preocupe por los ancianos.

—¡Por Dios, Kenia, a los benefactores no les interesa saberlo! Es obvio lo que verdaderamente desean tanto como lo es que la relación está basada en un acuerdo de necesidades mutuas donde ninguno da nada sin esperar algo a cambio. ¿Por qué tienen que saber más de lo indispensable? Por favor dime que no le contaste nada más.

—Le dije que soy huérfana y que vio en una pensión.

Esmeralda puso los ojos en blanco antes de cubrirse el rostro con ambas manos.

—Bueno...pero le pidió una segunda cita, eso es lo importante. ¿Cierto? —soltó Kenia.

—Tendremos que madrugar para ayudarte en tu arreglo personal, ¿A qué hora te irás?

—Gracias, pero no será necesario. No voy a asistir al asilo toda aderezada, los ancianos no me reconocerían y yo no me sentiría cómoda. Yo misma me haré cargo.

—¿Estás loca? Al menos espera a que firmen el contrato, después puedes mostrarte ante Mateo tal y como despiertas, pero no antes.

—Esme, creo que estás exagerando —dijo Kenia y yo estuve de acuerdo—. Es obvio que un buen maquillaje realza nuestras fracciones, pero no nos transforma al grado que no puedan reconocernos. Isabel es bonita con o sin maquillaje y si se esmera en escoger el atuendo indicado, será suficiente para salir airosa.

Esme y yo la observábamos. Esme con la boca abierta, como esperando el momento indicado y que las palabras se ordenaran en su cabeza para lograr expresar lo que sentía, mientras mis ojos simulaban dos platos al escrutar a la rubia. Tardé en comprender quién había sido el autor de ese microrrelato. Al parecer la relación de Kenia y Camilo prosperaba día con día y saberlo restó importancia a mi desventura. Al menos con una de las tres la vida comenzaba a mostrarse compasiva.

Les pedí que volvieran a disculparme con el resto, no tenía ánimo de cenar. Desperté antes de que el sol apareciera y aunque intenté dormir un rato más, no dio resultado. Entré al baño y permití que el agua tibia barriera los restos de la modorra. Había dormido poco y mal, con los pensamientos saturados de Santiago y la creciente preocupación que había adquirido el rostro de Mateo. Elegí un vestido rosa pálido que se abotonaba por delante desde mi pecho hasta las rodillas. Trencé mi cabello de esa forma que Macaria me había enseñado y profundicé en mi maquillaje lo suficiente como para lucir un poco más arreglada. Dejé la habitación pulcra antes de animarme a bajar. La atmosfera ya se había impregnado de un aroma delicioso que me hizo rememorar mis mañanas en el convento, cuando Sor Maru nos consentía a Macaria y a mí y preparara una montaña de panqueques que adornaba con un puñado de fruta picada que nosotras mismas arrancábamos de los árboles que rodeaban aquel edificio con pinta de monasterio.

—Buenos días —saludé a las dos mujeres que preparaban el desayuno.

—Buenos días, cariño, que bueno que te animaste a desayunar con nosotros.

Me dio la impresión de que la respuesta de la señora Yola enmascaraba el reproche. Supuse que mis ausencias durante la cena tenían que ver en ello. Fije los ojos en Melita solo para comprobar que la jovencita no hizo el menor esfuerzo por mirarme. De nuevo estaba molesta conmigo, pero descubrir el motivo no resultó tan sencillo como con su madre.

—¿Puedo ayudar?

—No te preocupes, cariño, estamos por terminar. El café está listo y en la mesa puedes encontrar una jarra con jugo de naranja. Siéntate, enseguida te sirvo el desayuno.

Caminé hacia la gran mesa, iba temerosa de encontrarme con Santiago. ¿Podríamos vernos a los ojos después de lo que había pasado? Yo no estaba segura. Dejé escapar el aire contenido al encontrar el comedor vacío, no me extrañó porque aún era temprano. Me serví jugo en un vaso y lo tomé se un solo trago. El líquido resbaló por mi garganta y arrasó de un solo tajo con el sabor amargo que inundaba mi boca. Un rato después Melita entró con una charola atiborrada de panqueques, un tarro de mermelada, otro de cajeta y uno más de miel. La depositó sobre la mesa envuelta de silencio, con el rostro congestionado de expresiones indescifrables.

—¿Estás molesta conmigo? —La cuestioné en voz baja, tratando de medir el estado del terreno que me aventuraba a pisar.

—No —respondió como un autómata mientras descargaba sobre la mesa el contenido de la charola.

—Entonces, ¿por qué no respondiste a mi saludo hace unos minutos? ¿Por qué m escondes la mirada?

—No sé de qué hablas.

Esas palabras salidas de la mente de una adolescente se sintieron como la picadura de un insecto ponzoñoso y envenenaron mi sangre a la velocidad de la luz.

—De acuerdo —dije con la moral pisoteada—. Solo una cosa más, quiero que sepas que no me agrada que me trates de este modo porque desde hace meses me he esforzado en tratarte de la mejor manera, como una amiga. Asunto que no ha resultado sencillo, pero ya no estoy dispuesta a tolerar este tipo de actitudes, ni de ti, ni de nadie —dije al tiempo que tomaba un par de panqueques y caminaba hacia la salida.

< ¡Isabel!>, escuche la voz de Kenia. Agité la mano a modo de despedida.

No noté el cambio en mí propia actitud hasta que crucé las rejas que daban acceso al asilo y me recibió la algarabía de un puñado de ancianos dispuestos a vivir un nuevo día. Sonreí y solo entonces me detuve a examinarme; llevé una mano hacia mi pecho y comprobé que mis latidos armonizaban el compás del viejo reloj cucú empotrado en una de las paredes, justo afuera de la oficina de Paty. Después me concentré en mi respiración, me asombré de las pausas entre cada respiro y de cómo mi pecho se inflaba en ausencia de los jadeos. < ¿En qué pensaba mientras caminaba?>, me pregunté en un intento por entender el estado de relajación de todos mis músculos. No recordé nada, parecía que ese breve espacio en mi memoria había sido borrado, pero de algo estuve segura, las personas deambulaban por la calle como cada mañana y aunque las había notado, no habían alterado mi interior. Sonreí de nuevo, pero no por la misma razón sino porque María abanicaba su mano con la vista fija en mí. Recién salía del comedor y se dirigía hacia el jardín trasero seguida por una marabunta de personas con la cabeza algodonada que recorrían cada metro a paso lento.

—Qué linda estás hoy, parece que tendrás una cita —dijo con media sonrisa.

—Así es —respondí mientras sentía como la sangre se alojaba en mi rostro.

—¿Es guapo?

—Lo es.

—Te agrada, ¿cierto?

La miré fijo con el ceño fruncido temerosa de que la anciana a mi lado pudiera adivinar mis pensamientos más íntimos.

—¿No quieres contarme?

—No es eso, más bien no hay mucho que contar. Mateo y yo apenas nos conocimos ayer y...

—Lo verás de nuevo hoy. Eso quiere decir que ambos disfrutaron esa primera cita —me interrumpió.

Asentí con un movimiento de cabeza, no iba a contarle los detalles de nuestro encuentro por temor a ser juzgada.

—Entonces debe de tratarse de un buen hombre, te conozco lo suficiente como para saber que no te interesarías en una persona ordinaria. Me dará gusto conocerlo.

Tragué saliva con dificultad mientras me esforzaba por mantener los labios curvados

—¿Dónde está Roberta? —cuestioné a María.

La sala de televisión conservaba la pinta de siempre, sin embargo, algo hacía falta y la sombra que envolvió los ojos de María lo confirmó. Me reproché a mí misma que no hubiera puesto la atención necesaria y que apenas hubiera notado la ausencia de aquella anciana apasionada por la lectura quién prefería disfrazar su ternura bajo una máscara de malhumor.

—Estos días no han resultado fáciles para ella, desde hace días se ha negado a salir de la cama.

—¿Está enferma?

—No del cuerpo —dijo María.

—Vuelvo enseguida —exclamé antes de abandonar a mi amiga.

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