22

Encontrarme con Sofía me ha descolocado y no consigo desenredar las dudas en mi mente.

¿Qué hace aquí?

—¿Cómo ha ido todo en la Audiencia? —Quiere saber Rosa.

Respiro profundo antes de relatar la escena matutina.

Le cuento todo. Los obstáculos que envolvieron mi llegada a Los Tribunales, el enfrentamiento con los reporteros, mi inesperado reencuentro con Mateo y la forma estoica en que resistió las constantes estocadas de Elena Pereira.

—Esa mujer es el diablo en persona —gruño Rosa cual perro de pelea—. ¿Por qué tuvo que tratarlo de esa manera? Mateo no lo merece.

También hago énfasis en la forma en que Santiago reviraba los ataques en mi contra y en la seguridad que desbordaba cuando hablaba.

—Me impresiona su facilidad de debate. Es tan certero con sus palabras que no cede un espacio para replicas. No tengo dudas sobre sus capacidades como abogado y estoy segura de que ninguna persona que estuvo presente en esa sala las tiene —. Digo con la mirada encendida.

Tras varios minutos al fin le cuento la manera en que concluyó la Audiencia.

—¿Te desmayaste?

Alzo los hombros mientras mis mejillas se pintan de rojo y el silencio nos envuelve. Me siento expuesta. No deseo hablar más de lo sucedido en la sala de Audiencias.

—Tengo la impresión de que no es la primera vez que has visto a La Nueva —dice Rosa y me da la impresión de que ha captado mis pensamientos—. ¿Sabes? Tiene un historial interesante. Hace unos meses la ingresaron al Reclusorio, la acusan de intento de asesinato, parece que en complicidad con su amante trató de matar a un hombre. Un pez gordo, por cierto. Para su mala suerte el plan falló y el tipo sigue vivito y coleando. ¡Novata! Ese tipo de trabajo no es para cualquiera.

La revelación eriza mi piel y resta importancia a la pregunta de Rosa al tiempo que un mal presentimiento me aborda. No me importa confesar la relación que me une con Sofía, lo que me inquieta, y mucho, es indagar en los detalles que la han despojado de su libertad.

—¿Sabes el nombre del hombre al que intentaron asesinar?

—No, pero puedo investigar —responde Rosa mientras avalúa mi semblante—. ¿Vas a contarme como conociste a La Nueva?

—Es la novia del hijo adoptivo de un amigo.

—¿Un amigo?

—Sí, un buen amigo.

Los ojos de Rosa se empequeñecen mientras continúa evaluándome.

—¿Crees que ese amigo tuyo es la misma persona que intentaron asesinar?

Siento que una fuerza invisible estrella mi cuerpo contra el muro. Esa posibilidad me aterra, pero de algún modo justificaría las condiciones en las que se encontraba Mateo esta mañana. Me niego a creer que Sofía y Luca hayan sido capaces de algo tan atroz. ¡Es el padre de Luca! Quizá no lleven la misma sangre, pero Mateo lo ha criado como a un verdadero hijo.

—Espero que no.

—¿Sabes? La trasladaron a Santa Martha porque en el Reclusorio, en semanas, se ganó tantas enemigas que su cabeza adquirió precio. Era cuestión de tiempo para que la encontraran colgada en las regaderas y no debido a un suicidio. Es evidente que la mujer es una caja de sorpresas. Será mejor que no la pierda de vista.

—Sofía es...complicada, pero no creo que sea peligrosa —digo en mi afán por no ver la verdad que se ha mostrado ante mí desde hace meses.

—Déjame decirte que tú eres la única que cree en su inocencia porque hasta el Juez la ha sentenciado y, si logra mantenerse con vida, esa tal Sofía va a pasar muchos años encerrada en esta prisión.

Rosa se pone de pie y sale dejándome en compañía de la soledad, entonces vuelvo a refugiarme en el abismo de mis memorias...

Desperté cuando los rayos del sol se escabullían por la ventana, el teléfono vibraba con insistencia sobre el buró, pero la modorra me impedía reaccionar.

—Hola —respondí.

—¡Hasta que te dignas a contestar! —Escuché la voz de Esme. Por el ruido supuse que iba a bordo de un auto con las ventanillas abajo—. Espero que estés lista porque el taxi llega por ustedes en quince minutos. Nos vemos en la noche —agregó en tono mandón antes de colgar.

—Sí, señora —exclamé a modo de burla porque sabía que nadie me había escuchado.

<Buenos días, Isabel>, leí en un mensaje. Torcí los labios al conocer el nombre del remitente: Mateo.

Me puse encima lo primero que encontré (por supuesto no utilicé la ropa que Esme había elegido el día anterior), cepillé mi cabello y lo amarré en una coleta. Me lavé el rostro y los dientes y salí disparada. Kenia me esperaba al pie de la escalera, atenta al teléfono con un cigarrillo en la boca. No era precisamente tabaco lo que estaba fumando de forma anónima a esa hora de la mañana. Iba enfundada en un vestido holgado en un tono crema y sandalias griegas, pero lo que acaparó mi atención fue la forma en que se había esmerado en su peinado. Fruncí el ceño y cuando le di alcancé agité la mano para despejar la humareda que la rodeaba.

—Deberías dejar ese vicio, te da mal aspecto. Además... ¡apestas!

—Tenía que entretenerme con algo para no morir de aburrimiento mientras te esperaba —reviró con una risita entumecida. Sus ojos evidenciaban lo que su cuerpo había consumido.

—Mejor te hubieras metido una fruta en la boca que buena falta te hace.

—Y tú deberías haberte puesto algo más decente.

Puse los ojos en blanco. ¡Tampoco íbamos a una gala nocturna!

Recién llegué a la pensión, llamó mi atención la extrema delgadez de esa chica rubia de piel pálida y acartonada. Supe por Camilo que consumía ciertas sustancias nocivas. Hábito que justificaba debido a la relación toxica con su familia. Creí que lo había superado, sin embargo, sus malos hábitos habían vuelto o quizá me equivoqué y nunca los había abandonado.

Agité la mano a modo de despedida al encontrarme con don Tomás cuando abandonaba la cocina para refugiarse en un rincón en el patio a reparar un montón de zapatos apilados cerca del banquillo donde se sentaba.

—¿Otra vez no vas a desayunar?

—Lo siento, llevo algo de prisa —dije en un grito antes de desaparecer detrás de la puerta.

No sabía si Santiago había contado al resto que ya no trabajaba en la Librería, esperaba que sí porque de ese modo ya no tendría que esconderme ni me apuraría buscar una explicación que validara mi presencia en la pensión.

Kenia le indicó al conductor del taxi la ruta a seguir, pero el tráfico complicaba nuestro camino.

—Por favor, busqué otro camino, tenemos prisa —pidió Kenia con desespero.

Miraba su teléfono cada dos minutos, no entendí si se fijaba en la hora o si esperaba una llamada importante, pero apretaba sus manos hasta que sus nudillos tronaban. Había adquirido la misma imagen que la aprisionaba la noche que me acerqué a ella en un intento por ayudarla. Se veía tan indefensa arrinconada en la escalera. Tal vez su exceso de ansiedad tenía que ver con el cigarrillo que había fumado con el estómago vacío.

Cuando el auto se detuvo me bajó de un jalón y estuve a nada de caer de bruces.

—¡Corre! —ordenó con los ojos desorbitados.

Corrí, no por obediencia, sino para librarme de la multitud que recorría las calles a esa hora. El aire entraba con dificultad a mis pulmones cuando nos escabullimos a un edificio, subimos hasta el segundo piso y atravesamos una puerta de cristal grueso desde donde pude observar varios sillones situados frente a enormes espejos iluminados por decenas de focos.

—Tarde como siempre —exclamó, con acento extranjero, una mujer que parecía un clon maduro de Kenia. Rubia, ojos claros y cuerpo esbelto.

—No ha sido mi culpa, quedamos atrapados en el tráfico. Lo juro, madre.

Mi quijada se dislocó al escuchar como la había llamado. Las miré a una y a otra en busca de un vestigio que desacreditara esa última palabra, pero fue imposible dudar al notar el parecido.

—Esa excusa ya está desgastada, Kenia —respondió la mujer con prepotencia mientras me analizaba de pies a cabeza. Estaba más atenta en mi apariencia que en su hija—. Supongo que tú eres Isabel—agregó sin apartar la mirada de mí.

—Lo soy.

—No se te ocurrió advertirle que pusiera especial cuidado en su atuendo —Le reclamó a Kenia. La rubia hizo una mueca embarrada de melancolía y caminó detrás de su madre arrastrando los pies.

Después, la mujer caminó hasta uno de los sillones y con su mano me indicó que me sentara.

Un hombre joven con bigote y barba cerrada, vestido todo de negro apareció en ese instante y saludó con dos besos a la mujer que nos había recibido.

—Mi querida Lucía —comentó antes de girar el sillón para evaluar mi imagen—. Habrá que trabajar en la ceja, eso es definitivo. El color del cabello le sienta bien, solo haré un corte que le dé volumen y movimiento. Y bueno...es evidente que no es amante del maquillaje y la verdad es que no lo necesita así que solo le enseñaré como acentuar sus facciones. Un estilo natural le sentara de maravilla —aseguró el hombre en tono afeminado.

—La dejo en tus manos —respondió Lucía al tiempo que tomaba a Kenia del brazo y ambas desaparecían.

—Hola, soy Luigi —exclamó el hombre quien me miraba a través del espejo.

—Isabel —respondí con media sonrisa.

—¿Cuántos años tienes, linda?

—Dieciocho.

—¡Vaya! Me encanta atender a jovencitas porque todo les favorece y no tengo que pensar en cientos de trucos que ayuden a ocultar defectos —dijo mientras pedía a una de sus asistentes que le acercara una maleta metálica.

Tras cubrirme con un babero enorme hecho de plástico, reclinó el sillón donde me encontraba sentada. Me observaba fijo mientras con ayuda de un lápiz café dibujaba el contorno de mis cejas. Estaba tan cerca que su respiración se estampaba en mi rostro. Después tomó dos hebras de hilo y comenzó a arrancarme el exceso de pelo. La depilación con hilo resultó más dolorosa que un hueso roto.

—La belleza tiene un precio, Isabel —comentó divertido.

Bufé.

Cuando la tortura terminó ajustó la postura del sillón y pude ver mi reflejo. Me sentí un fenómeno. Mis cejas quedaron tan enrojecidas e inflamadas que poco faltó para que las lágrimas escurrieran por mis mejillas cuando vi mi reflejo.

—No te preocupes, en un par de horas la hinchazón cederá —exclamó Luigi al interpretar la expresión en mi rostro.

Estuve más de tres horas (las tres horas más aburridas de mi vida) sentada en un sillón frente a un enorme espejo rodeado de focos, escoltada por Luigi y su asistente, pero al final me agradó la apariencia de mi cabello, no cortaron mucho, sin embargo, la diferencia fue mayúscula. Además, el delineado en mis párpados y el retoque de rímel hacían que mis ojos lucieran espectaculares. Un tono rosa pálido en los labios y un poco de colorete en las mejillas fueron suficientes para provocar una especie de metamorfosis.

—Una mariposa acaba de abandonar su capullo —exclamó Luigi con la mirada brillante. Como la de un escultor al ver su obra finalizada.

Kenia apareció justo antes de que terminara el ritual, no emitió comentario alguno, pero cuando fijó sus ojos verdes en mí, su rostro se modificó tanto como mi aspecto.

—Sorprendente —balbuceó Lucía con un gesto que delataba cierta admiración.

—Un pedazo de carbón recién pulido —respondió Luigi al tiempo que alisaba su bigote.

—Démosle crédito a Esmeralda. De no haber sido por su insistencia...

—Esa chica es fascinante —. La interrumpió el hombre vestido de un luto imaginario.

Los labios de Kenia dibujaron una línea recta, miró a su madre y luego a mí, la fuerza de su mirada provocó que un escalofrío recorriera mi cuerpo.

—Dile a Esmeralda que no olvide hacer el depósito —ordenó Lucía al tiempo que agitaba su mano como si la instara a desaparecer.

Con la mirada baja, Kenia atravesó la puerta dando grandes zancadas. Ni siquiera se molestó en pedirme que la acompañara. No tuve de otra más que salir disparada detrás de ella.

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