21

Un auto compacto nos esperaba con el motor encendido, Esme le indicó al conductor nuestro destino, un recorrido en que no despegó su atención del teléfono. Yo me recargué en la ventanilla y me dejé cortejar por el panorama que parecía saludarme como si fuésemos amigos de toda la vida. En menos de veinte minutos nos adentrábamos en una plaza comercial que abarcaba una manzana entera.

Ahí estaba de nuevo esa reacción que me perseguía desde que era una niña, la misma que aparecía cuando me encontraba sitiada por una avalancha humana. Apreté los dientes con fuerza hasta que sentí dolor en mis encías, mis piernas se tambaleaban.

—No me has agradecido por haber salvado tu pellejo —exclamó Esme mientras caminábamos al interior de aquel gigantesco lugar. Yo me esforzaba por seguirle el paso—. Es denigrante que una escuincla insípida estuviera a punto de delatarnos. Si fuera mi hija ya le habría dado un par de nalgadas para que aprenda a no inmiscuirse en conversaciones de personas mayores. ¡Pero qué podemos esperar de una madre tan permisiva! ¿Notaste cómo nos miraban todos al salir? Estaban tan pendientes de nuestros movimientos que estuve a nada de estallar en carcajadas. ¡Ah! Cada día soporto menos es a Santiago, estoy harta de sus críticas y ese aire de superioridad. ¡Como ya es todo un abogado siente que nadie lo merece! Es tan pretencioso, tan insoportable que juro que un día le cantaré sus verdades.

Las quejas de Esme se escuchaban lejanas.

Visitamos varias boutiques, las recorrimos de principio a fin y mientras a mí me aterraba constatar el precio impreso en las etiquetas, Esme no tenía reparo en escoger ropa que más tarde me obligaba a probarme.

<No, demasiado ajustado. Ni en sueños, querida. No está mal. ¡Ese es perfecto!> Frases que repetía en cada sitio que nos detuvimos.

—Esmeralda, todo esto es hermoso, en verdad, pero yo no puedo pagar esto.

—Lo sé, querida, —respondió mientras agitaba la mano para restarle importancia—. No tienes por qué preocuparte, digamos que estoy haciendo una inversión a corto plazo —agregó con una seguridad aplastante al tiempo que alzaba los hombros y se acomodaba las gafas de sol que había colocado en su cabeza.

Después deslizó una tarjeta de crédito sobre el mostrador, ni siquiera se molestó en verificar la cantidad a pagar simplemente estampó su firma en el recibo, como si aquel garabato la acercara un centímetro más al estatus que tanto había codiciado.

—¿Puedes quitar esa cara? Parece que estas rodeada de fantasmas —comentó al tiempo que se reclinaba sobre sus codos para encararme.

—¿En verdad te gusta lo que haces?

Tenía esa pregunta atorada en la garganta así que aproveché que nos habíamos refugiado en un restaurante de comida japonesa. Esme llevó un dedo hacia su mentón y miró hacia algún punto en el techo antes de responder.

—No tienes idea.

Confesó con tremenda sonrisa que no dejó duda. Solo que yo requería más que eso.

—¿No te amedrenta acudir a una cita con un desconocido?

Esme volvió a enfocar el techo como si hurgara en busca de un posible agujero por donde se filtrara la lluvia que caía como diluvio afuera.

—La primera vez me sentía nerviosa, pero no tuve miedo. ¿Sabes? El hombre que me contactó por primera vez es el mismo con el que continúo involucrada. Tiene un cargo importante en el gobierno y me mima tanto que el fin de semana pasado me ha hecho un regalo fabuloso —contó mientras buscaba algo en el interior de su bolso—. Al fin voy a vivir como siempre he soñado—agregó mientras balanceaba un llavero entre sus dedos.

La acción me trasladó al momento exacto en que Esme aseguró que faltaba poco para que pudiera largarse de la pensión.

—Un departamento en una zona exclusiva. Sin embargo, el siguiente paso es conseguir un auto. Puede que un día sufra un repentino ataque de celos y tras un brote de histeria fingida me traslade a ese estado de fragilidad que derrite a cualquier hombre y las lágrimas fluyan como cascadas en mi rostro. ¡Oye, no me mires así! Toda chica debe tener un auto. Definitivamente todo habría sido más sencillo si mi pretendiente no me hubiese exigido exclusividad. ¡Tú no vayas a ceder en eso, te lo advierto! —dijo con un puchero que más parecía un gesto que había aprendido de Kenia.

—¿Exclusividad?

—Así es —zanjó—. En todo contrato es indispensable prestar atención a las letras pequeñitas, Isabel, porque una vez que te piden una segunda cita deberás firmar un acuerdo en el que se establecerán las normas del juego. Ya sabes, lo que ambos quieren, lo que estás dispuestos a ceder, lo que no, si el prospecto está dispuesto a compartir o no, por supuesto el monto a pagar, etc.

Yo la miraba con el ceño fruncido al tiempo que reflexionaba en si la chica que me hablaba era la misma con la que había convivido por meses. La insinuación me puso los pelos de punta. Si la idea de entablar una relación "especial" con un hombre adinerado dispuesto a cumplir los caprichos de una mujer joven que a cambio le brinde compañía, lo escuche y lo apapache, ya era duro de aceptar, no imaginaba una situación con más de dos involucrados.

—Una pueblerina débil y desconfiada, fue la impresión que me diste cuando nos vimos en el comedor de la pensión, pero ahora, mientras estas aquí y noto tu indecisión y esa resistencia a hacer algo que tus prejuicios consideran inapropiado, debo rectificar mi opinión. Eres una mojigata cobarde.

Abrí los labios para defenderme, pero un segundo después no tuve más remedio que cerrarlos de nuevo. Su descripción no estaba lejos de la verdad.

—No es tan difícil, Isabel. Pon las cosas en una balanza y piensa en si lo que puedes perder es menor a lo que puedes ganar. Tal vez sea el impulso que necesitas para decidirte o para negarte de una vez por todas. Solo te exijo que no me hagas perder el tiempo.

Pidió con una mueca difícil de descifrar. Así supe que Esme estaba llegando al límite de su resistencia ya que conmigo debía escarbar en cualquier rincón que resguardara la reserva de su paciencia.

En cuanto el mesero apareció la conversación cesó y nos dedicamos a engullir los alimentos que teníamos frente a nosotras. Al atardecer, atravesamos las puertas con las manos atiborradas de bolsas y abordamos un taxi. Aún era temprano como para volver a la pensión, así que pedí a Esme que me dejara en la Alameda donde tiempo atrás Santiago y yo habíamos pasado un momento especial. Mi instinto me decía que con ese clima lo encontraría vacío. Esme no cuestionó mi petición, pero debió pensar que había perdido el juicio pues el cielo continuaba arrojando una llovizna ligera.

Temí que mi comportamiento me estuviera delatando y que en cualquier momento la caja de pandora sería abierta.

Me senté en una banca recargada en un árbol, las farolas ya estaban encendidas y el olor a tierra mojada me desprendía de la presión que se había hacinado en mi cuerpo. El alboroto en los árboles contrastaba con canto de las golondrinas que se fue apagando conforme las aves se resguardaban en sus nidos. Me abracé para amortiguar el fresco mientras disfrutaba de la compañía de la soledad.

—¿Qué haces aquí, Isabel?

Cuando me atreví a enfocarlo, Santiago se encontraba de frente a mí. Sostenía una sombrilla para atajarse de la lluvia, pero al mismo tiempo bloqueaba el paso de la luz de la farola así que, de no haberlo reconocido por su voz, no habría distinguido aquella silueta. Mis labios permanecieron sellados por unos segundos, no había excusa y nadie podría salir en mi rescate como había sucedido en la mañana.

—La pregunta es, ¿qué haces tú aquí, Santiago?

Reviré con disgusto fingido.

—Recorro este camino todos los días para llegar a casa —respondió con un toque de diversión.

Había quedado como una tonta al querer esquivar su interrogatorio. De pronto el frío me había abandonado y en su lugar había quedado un halo de calor que me recorría de pies a cabeza.

—¿Saliste temprano? —insistió.

No tenía escapatoria.

—Me despidieron —solté sin pensar.

Supongo que mi subconsciente me delataba o puede que estuviera harta de tantas mentiras.

—¿Así, sin más?

—Que importa —escupí con un nudo en la garganta—. La realidad es que he vuelto a la fila de los desempleados.

—Si consideras que has sido víctima de una injusticia yo podría ayudarte, Isabel.

< ¿Injusticia? ¡Claro! Y no ha sido la primera vez, pero sinceramente dudo de que alguien pueda ayudarme. Así que prefiero dejar ese episodio apilado entre un montón de malos momentos.> Grité en silencio.

—La verdad es que nunca me sentí a gusto en ese lugar. Creo que al final he salido ganando, ya se presentará otra oportunidad.

Santiago me miró fijo. Escrutaba mis reacciones, mis movimientos y mis palabras. Enmarañarlo resultaba una tarea titánica, pero deseaba qué, por una ocasión, zanjara el asunto. Cerró la sombrilla, se sentó a mi lado en completo mutismo y tomó mi mano entre las suyas. Y de la nada comenzó a recorrer el trayecto de mis venas con su dedo mientras yo miraba embobada los cristales de agua que quedaban atrapados en su cabello engominado. Se veía tan atractivo enfundado en ese traje que mi boca quedó yerma al tiempo que me embriagaba con su aroma.

En algún momento nuestros dedos se entrelazaron y cuando Santiago se puso de pie jaló de mí para seguirlo. Entramos juntos a la pensión cuando el cielo se había despejado y dejaba al descubierto el millar de estrellas que escoltaban a la luna.

—¿Puedes disculparme con los demás, por favor? Estoy cansada y como te habrás dado cuenta, necesito una ducha —pedí en voz baja.

Santiago soltó su agarre y mi mano quedó desnuda. Subí hasta mi habitación bajo las miradas audaces de Melita y Camilo quienes acomodaban una maceta junto a la puerta de la cocina.

Bolsas con ropa y calzado se esparcían sobre la cama. Con manoteos y malas palabras despejé el lugar antes de dejarme caer como si fuese un saco de papas. Oculté mi cabeza bajo la almohada y me concentré en mi respiración para dejar mi mente en blanco. Permanecí así hasta que el timbre del teléfono me vomitó a una realidad aplastante.

<Mañana, en punto de las once, cita con el Luigi. Besos>. Recitaba un mensaje.

Logré controlar la intención de aventar el teléfono contra la pared al ver un ícono con un par de letras en color verde fluorescente. "DA". Iniciales que daban nombre a la aplicación que Kenia había instalado en mi teléfono. Doble Acuerdo. Toqué el recuadro que encerraba un diminuto sobre postal y la pantalla se saturó de mensajes que empecé a leer.

<Me encantaría conocerte, dame tu número para ponernos de acuerdo>. Un nombre y una liga que me llevaba en un pestañeo al perfil de un desconocido.

< Me he quedado prendado de esos labios. Ardo en deseos por conocerte.> Citaba otro que igualaba el mismo patrón al final del mensaje.

Hice una mueca después de leerlo. Por suerte, tras decenas de intentos, conseguí hallar el modo de eliminarlo.

Y como ese, muchos mensajes, unos cuantos ni siquiera mecían la pena.

<Quiero conocerte.> decía otro y despertó la curiosidad por conocer al autor de esas dos simples palabras. Entré en la liga y hurgué unos minutos en el perfil del hombre. Se trataba del mismo hombre cuya fotografía me había mostrado Kenia. No rebelaba su edad, pero, por su apariencia, deduje que rondaría los 50 años. Su cabello castaño y abundante comenzaba a cubrirse de listones plateados, el marco de las gafas dejaba en el anonimato la forma de sus ojos, pero no impedían que notara como se fruncían las comisuras de sus labios mientras una sonrisa dejaba ver su dentadura perfecta. Era bastante atractivo. Llevaba puesta una camisa blanca de manga corta, bermudas en tono rosa y sandalias. La fotografía mostraba mucho más que solo un físico esbelto y dejaba claro que se trataba de un hombre acaudalado.

<Mateo Blanchet>, leí en voz alta sin apartar la vista de la fotografía de ese hombre al que le había brindado tan poca atención la noche anterior.

Continué espiando en sus actividades, sus gustos y el montón de fotografías que había subido a su perfil. Viajes, lujos y derroche.

¿Cuál sería el motivo que lo había orillado a entrar en ese absurdo juego de paga y toma lo que quieras? Quizás el poder y el deseo eran las causas que lo habían tentado a firmar un Doble Acuerdo.

Faltaban unos días para conocernos y no sabía si el rictus en mis labios se debía a una sensación de extrema precaución o si había permitido que la emoción me tocara y trataba de enmascarar mi reacción. ¿En verdad ya había agotado todo recurso para salir adelante y no quedaba de otra más que naufragar en aquella isla saturada de propuestas indecorosas, de situaciones poco aceptadas y moral distraída?

No me consideraba una puritana, aun cuando era una novata en relaciones de tipo romántico, pero mi cuerpo conservaba las cicatrices de los ataques bestiales que había sufrido y no quería aventurarme en ningún tipo de relación donde tuviera que justificar ciertas características de mi cuerpo mutilado. Mucho menos me interesaba escarbar en mis recuerdos. A excepción de Santiago, apenas podía soportar la cercanía de un hombre porque todos me revolcaban en la tiranía de la reminiscencia.

¿De dónde sacaría el coraje para soportar la compañía de un desconocido, uno que tenía la clara intención de convertirse en algo más?

Ni siquiera había tenido el valor de regresar a la Librería para cobrar el sueldo que me correspondía por las dos semanas que laboré ahí. Estaba en bancarrota y a punto del desquicio. Toda una mole de confusión que me tenía contra la pared.

Me acurruque como un ovillo en la cama y apreté los párpados mientras me obligaba a respirar pausadamente para sosegar mi cuerpo y así conseguir que la inconsciencia me envolviera.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top