Un olor penetrante entra hasta mis pulmones, el golpe es tan violento que activa mis sentidos y me obliga a despertar. Varias personas rodean el sillón donde me encuentro. Todos me observan. El Juez también está aquí. En algunos puedo ver una mirada compasiva, en otros desconcierto, pero por alguna extraña razón me intereso en la mujer que atosigaba a Mateo en la sala de Audiencias y es imposible no embarrarse del morbo que emana.
—¿Está mejor?
La voz de Santiago encamina mis ideas logrando que me ubique de repente. Está hincado a mi lado, sostiene en su mano una madeja de algodón humedecido con algún líquido. Sus labios se curvan cuando nuestros ojos hacen contacto.
No alcanzo a responder porque la puerta se abre de golpe y da paso a un hombre que carga un maletín en la mano.
—Disculpe la tardanza, señor Juez, pero el alboroto afuera casi me cuesta una paliza —se disculpa al tiempo que se acerca hasta donde yo me encuentro.
Apunta una lampara en forma de lápiz en mis ojos, después toma mi mano entre las suyas y en la parte interna de la muñeca coloca sus dedos mientras observa con insistencia su reloj.
—Respire profundo, por favor —pide tras auscultar mi pecho.
Miro a mis acompañantes y noto en la mayoría el mismo desconcierto que me embarga en este momento.
—Todo parece estar en orden —dice—. Considero que el estrés y la tensión acumulada son las causas del desvanecimiento. Es importante mantenerla en observación por las siguientes 48 horas y si el evento no se repite no hay motivo de preocupación, pero si sucede nuevamente recomiendo una revisión minuciosa en algún hospital.
Habla sin apartar la vista del Juez. El hombre asiente con la cabeza.
—Señores abogados, dadas las circunstancias, tendremos que postergar la Audiencia de este día.
—Señor Juez, el medico ha dicho que no es nada de cuidado, no creo que sea necesario suspender la Audiencia.
—Difiero de la señorita Pereira —interviene Santiago—, es evidente que la señorita Arenas necesita descansar.
—Que conveniente, licenciado Aguilar —se mofa la mujer.
—La salud de mi representada es prioridad, licenciada Pereira —refuta Santiago. Sus ojos lanzan chispas.
—¡Basta! No ha sido una pregunta sino una orden y ambos abogados no tienen más que acatar la orden —Los reprende el Juez—. Mi secretaria se pondrá en contacto con ustedes para notificarles la fecha en que retomaremos esta Audiencia. Señorita Arenas, le pido siga al pie de la letra las recomendaciones del médico. Estaré al pendiente de la evolución de su estado. Buenas noches a todos.
El silencio se hace presente antes de que la abogada Pereira salga detrás del Juez, pero antes le regala a Santiago un gesto que a cualquiera provocaría escalofríos.
—¿Estás lista para salir de aquí, Isabel? —quiere saber Sandra Díaz.
—Quizá deba esperar un rato más. No hay prisa, oficial.
—Lo siento abogado, pero la señorita Arenas es mi responsabilidad en este momento.
La respuesta de Sandra Díaz es certera y silencia a Santiago quien al ver mis intenciones de incorporarme se lanza contra mí para ayudarme a abordar el vehículo en el que debo trasladarme gracias a la paliza que recibí.
—Despacio —dice con voz suave que me reconforta.
Mi garganta se hincha y produce una molestia similar a la que aparece cuando nos esforzamos por aguantar el llanto. Una emoción que florece al creerme cerca de Santiago, no del licenciado Aguilar Torres.
¿Me habrá perdonado? ¿Se habrá arrepentido de la indiferencia con la que me ha tratado estos meses? ¿Aun siente algo por mí?
Aprieto los puños para alejar el invierno que se avecina si me aferro en prestar atención a tantas preguntas sin respuesta que lo único que me provocan es confusión, dudas y eterno tormento.
Rosa, en compañía de Bertha y Ofelia, me esperan al pie de la escalera. Como cada vez que he necesitado ayuda para llegar hasta la celda 123. Me reciben en silencio mientras se agrupan para subirme. En estos meses han llegado a conocerme lo suficiente como para entender que las cosas no han ido bien, así que en cuanto entramos a la celda y me dejo caer sobre la cama, Bertha y Ofelia salen sin hacer el menor comentario.
—Mi madre solía consolarme con esto.
Mis ojos se abren a tope al ver el puñado de dulces que Rosa me ha ofrecido. Los mismos dulces que Sor Nelly nos obsequiaba a escondidas a Macaria y a mí.
—Gracias.
Rosa alza los hombros al escucharme.
—¿Vas a contarme?
Respiro profundo mientras clavo la mirada en el piso y por unos segundos me distraigo siguiendo el camino de una hormiga que se ha colado como polizonte.
De pronto el escándalo del exterior se cuela en la celda, Rosa y yo nos miramos, ambas conocemos la causa del alboroto. Chiflidos, gritos y amenazas se mezclan con la atmosfera de la prisión. El mismo estrépito con el que las reclusas me dieron la bienvenida hace siete meses.
—No podemos perdernos el espectáculo, Rarita —dice Rosa mientras acerca la silla de ruedas.
No me siento preparada para lo que estoy a punto de atestiguar. En el pasillo, a través del barandal veo a dos mujeres que recién han traspasado la reja. Las dos llevan en sus manos una manta, una almohada y un uniforme gris idéntico al que todas usamos aquí. Una de ellas camina con la cabeza baja, los objetos en sus manos se mueven delicados, pero la mujer que ha entrado a su lado mantiene la vista al frente, sus ojos recorren cada espacio de la prisión, reconoce el lugar cual perro callejero. Es alta, delgada y de cabello negro.
<Hola, linda. Si necesitas compañía esta noche, avísame. Voy a domar a esa potranca. ¡Qué me miras, perra!>. Son algunas de las frases que hacen eco en las frías paredes de la prisión.
Todas dirigidas a esa mujer y no parece intimidada.
—Ya tenemos juguete nuevo —grita Bertha mientras se frota las manos.
—Demasiado creída —agrega Ofelia.
Sigue el andar de las recién ingresadas con mirada de halcón y me pregunto si me habrá observado a mí de ese modo. Una corriente helada me atraviesa cuando las mujeres se han acercado lo suficiente, parpadeo varias veces para cerciorarme de que no me he equivocado, entonces espero a que la distancia se acorte más.
—Sofía —murmuro.
—¿La conoces, Rarita?
—¿Qué hace aquí?
—Lo mismo que todas, pagar por algún delito —. Se mofa Bertha.
—Sé de buena fuente que la han trasladado del Reclusorio. Me la han encargado mucho —comenta Rosa con semblante serio.
—Por lo que veo las ratas se han escapado de las cloacas.
Las tres enfocamos a Ofelia, pero pronto los ojos de Sofía encuentran los míos y la mujer se detiene de golpe. También me ha reconocido. Levanto la cabeza y le sostengo la mirada. Entonces sus labios se curvan mientras sus pupilas se dilatan; creo que está leyendo mi mente. Es obvio que le gesto tiene que ver con la estúpida coincidencia de habernos reencontrado, o puede que se deba a mi deplorable estado. Nos quedamos así un instante, retándonos con la mirada hasta que la guardia que viene detrás la empuja por la espalda.
—Hoy sí que tendremos mucho de qué hablar, Rarita —sentencia Rosa el tiempo que empuja la silla de ruedas con dirección a la celda.
—Tú vienes conmigo —dijo Esme mientras tiraba de mi brazo para que la siguiera.
Melita nos observaba desde la ventana de la cocina, como pude le pedí que avisara a su madre que había regresado. La niña asintió con una rara expresión en sus enormes ojos. Tuve que sonreír para relajarla.
—¡Te he llamado más de diez veces y a ti se te ha ocurrido dejar el teléfono en tu habitación!
—No lo necesito para ir al asilo —respondí al tiempo que me soltaba de su agarre.
Esme caminó detrás de mí y en cuanto entramos a mi habitación cerró la puerta mientras yo me dirigía al baño para remojar mi rostro con agua fría. Respiré varias veces para relajar mis músculos y para enfrentar a una Esme enfurruñada. La encontré sentada sobre la cama, tenía el teléfono en la mano y una sonrisa airosa en el rostro.
—¿A quién se la ha ocurrido esto?
—Kenia se ha encargado de todo —respondí de mala gana al intuir a lo que se refería.
—No me creo el que hayan autorizado la cuenta. Por lo que veo este absurdo mote ha servido de carnada y varios pececitos han picado el anzuelo.
Esme me miró y agitó el teléfono. Ladee la cabeza mientras con los brazos en jarras me recargaba en la pared. La miré sin decir nada, deseosa de poder escabullirme al interior de su cabeza para hondar en su mente y reconocer sus intenciones.
—Estás en deuda conmigo porque he pactado una cita con el candidato perfecto —comentó con semblante divertido—. Tienes suerte de que el prospecto venga a la ciudad el siguiente fin de semana, así tendremos tiempo para trabajar en ti. Querida, te urge un cambio de imagen. Le pediré a Kenia que agende una cita con Luigi y mañana tú y yo iremos de compras. Necesitarás algo decente que ponerte.
Fruncí el entrecejo. Un pretendiente, una cita y cambio de imagen, una triada que resultaba demasiado para una sola persona.
——No lo sé, Esme, creo que debo de pensarlo mejor.
Acomodé mi cabello detrás de mi oreja sin dejar de mirarla, la duda me carcomía y ataba mis decisiones. Dicen que entre más piensas una cosa es porque el subconsciente te está advirtiendo que no lo hagas. ¿Cierto?
—Ha llegado el momento en que te tomes en serio esto, Isabel. Te aseguro qué, si eres inteligente, este apuesto hombre cambiará tu vida.
Kenia apareció un segundo después y se llevó las manos a los labios para amortiguar un grito al ver la fotografía en la pantalla del celular.
—¡No lo puedo creer! —declaró con los ojos como platos y las mejillas encendidas.
—Y no solo es atractivo, también es un empresario de prestigio. Deberías sentirte afortunada, no siempre se tienen ambas ventajas, querida —zanjó Esme.
—¿Lo has visto?
Negué con la cabeza y al instante tenía a Kenia a mi lado. Hasta ese momento centré mi atención en el hombre maduro, bien parecido y porte envidiable que estaba recargado en un barandal cuyo fondo mostraba al sol escondiéndose bajo la inmensidad del mar.
Entré en un estado de hipnosis.
—De ti depende que ese dios griego se interese lo suficiente en la chica de los labios rojos como para pedirle una segunda cita —advirtió Esme.
—Si logras una segunda cita, lo tienes en tus manos —agregó Kenia.
Enmudecí al escucharla, parecía toda una experta en esos asuntos.
—¿Tu...?
—Bueno, lo he intentado, pero... las cosas no han salido como hubiera deseado —respondió al tiempo que encogía los hombros y la excitación la abandonaba.
Esme puso los ojos en blanco.
—Las opciones son muchas y no hay apuro en elegir a cualquiera. Para eso son las citas, para conocerse. Primero debes ser consciente de qué es lo que quieres pues de ello dependerá el acuerdo al que ambas partes lleguen. Muchos hombres adinerados solo buscan compañía, alguien con quien salir a cenar o quien los escuché parlotear. Algo así como una psicóloga que les diga lo que quieren oír. En cambio, otros buscan una mujer atractiva e inteligente para presumirla en reuniones o eventos importantes. Solo unos cuantos piden...algo más. Lo que te debe quedar claro es que todos están dispuestos a pagar para que la mujer en cuestión cumpla sus deseos. Al fin y al cabo, esto es un Doble Acuerdo.
—¿Doble Acuerdo? —repetí.
—Por supuesto, ambas partes ganan y consiguen lo que quieren.
—Esto tiene pinta de una Okiya y tal parece que tú has usurpado el lugar de la Madre?
Esme me miró perpleja y Kenia parecía víctima de un tic nervioso. Evidentemente ninguna de las dos había entendido una palabra.
—Déjenme sola, por favor —pedí con fastidio.
Una dama de compañía, como Kenia y Esme solían nombrar el oficio que ejercían, donde una mujer estaba disponible, pero sobre todo estaba dispuesta a atender a un hombre que ofreciera una remuneración económica por su compañía, se asemejaba a las labores de una Geisha. Oficio antiguo en Japón. Quizás porque, lo que ellas llamaban Dama de Compañía, ejercía por voluntad propia y no porque tuvieran que pagar una enorme deuda con la familia que las había acogido, marcaba cierta diferencia, pero en esencia ambos conceptos, Geisha y Dama de Compañía, eran similares. Los lujos, los regalos, el sexo y el dinero, existía tanto en uno como en el otro y tratar de maquillarlo se convertía en un absurdo.
Varios golpecillos en la puerta me devolvieron al presente y, de pronto, Melita entró sigilosa. Llevaba en las manos un plato con un emparedado y un vaso de leche que depositó sobre el buró.
—Dale las gracias a tu mami —exclamé antes de abalanzarme sobre la comida.
—Supuse que tendrías hambre.
—Lo siento, no creí que tú...
—No importa —. Me interrumpió al tiempo que alzaba los hombros.
El silencio nos cortejó mientras yo devoraba la cena y la conciencia me carcomía al comprender el hambre que tenía y lo dispuesta que estuve de ignorarla. La leche se deslizaba por mi garganta y dejaba a su paso una sensación de bienestar indescriptible.
De pronto, mi piel simulaba el camino de una colonia de hormigas y por instinto comencé a rascarme, primero mis brazos, después mi cabeza y así hasta recorrerlo por completo. Una escena centellaba en mi mente: La forma en que Melita me observaba cuando subía las escaleras seguida por Esme.
¿Qué explicación le daría?
—No eres alérgica al cerdo, ¿cierto? —quiso saber Melita mientras un dejo de diversión se apoderaba de su rostro—. Como te ha dado un brote de picazón y te acabas de comer una rebanada de jamón...pues.
—¡Oh, no! Todo está bien, solo es mi cuerpo pidiendo una ducha. Ha hecho tanto calor que he sudado a mares y... —. No pude continuar.
Dicen que cuanto más larga es la explicación más grande es la mentira y yo no estaba dispuesta a delatarme de forma tan descarada. Intenté sonreír, pero mis labios se negaban a curvarse. Como si mi cuerpo no estuviera recibiendo adecuadamente la señal que le daba mi cerebro. Un complot que me impedía seguir con el engaño. Hice lo único que se me ocurrió en ese momento: Me puse de pie, saqué una muda limpia y el pijama de la cajonera, tomé la toalla y caminé directo al baño. En cuanto giré la llave de la regadera y pude escuchar cómo se cerraba la puerta de la habitación, solté el aire contenido. Me quedé ahí no sé por cuanto tiempo, sentada en el piso, abrazada a mis rodillas. Ahogada en un mar donde las lágrimas se confundían con las gotas de agua que salpicaban mi rostro.
La zozobra me tenía atada de manos.
A la mañana siguiente me infiltré en el comedor con la esperanza de convertirme en un ser invisible. Traté de que mi arreglo personal concordara con mi "fingida" intención de salir rumbo al trabajo. No acababa de hallar la excusa adecuada para acreditar mi estadía en la pensión ese día así que planee refugiarme en algún parque o quizá haría una visita a uno de tantos museos en el Centro de la Ciudad.
Debía amortiguar el paso de las horas de algún modo.
Para esa hora el comedor ya estaba lleno, como hacía semanas no lo había estado. El bullicio auguraba un buen ambiente y calmaba la plaga de emociones que me atormentaba. Tomé un plato y comencé a servirme, hacía cada movimiento con marcada delicadeza en mi absurdo afán de mantenerme camuflada.
—Yo te ayudo —dijo Santiago cuando yo intentaba alcanzar la jarra que contenía jugo de naranja.
Una colmena de avispas se alojó en mi estómago.
Nuestros ojos se encontraron en seguida y una descarga de cien voltios recorrió mi cuerpo. Iba enfundado en un traje oscuro con grecas grises que a la par de su cabello engominado y su cuerpo atlético le daban un porte de alto rango. Casi inalcanzable.
—Gracias —dije en un murmullo sin poder apartar la mirada. Parecía que nuestros ojos se habían convertido en imanes y por mucho que me esforzara, resultaría imposible separarlos.
Un instante en que me permití fluir a una dimensión donde solo existíamos Santiago y yo.
—Date prisa, Isabel, o llegaremos tarde.
La voz de Esme fue el antídoto para aquel envenenamiento.
Cuando recuperé el control de mi cuerpo la sangre se aglomeró en mi rostro y mis músculos se tensaron al notar como nos observaban.
—¿Acompañarás a Isabel a la Librería?
A pesar de que la pregunta iba dirigida a Esme, Melita asediaba mi reacción al tiempo que Esme buscaba la manera de salir airosa de la encrucijada donde nos había metido una jovencita de 12 años.
—Así es, necesito conseguir un libro que me han pedido en la Universidad —. Improvisó con facilidad temeraria.
Su argumento encubría la mentira, pero no sosegó el tormento que poseía mis nervios al leer en la mirada de Santiago un atisbo de duda. Temí que descubriera nuestro plan o peor aún, que lo malinterpretara. Ya antes me había dejado en claro su nula simpatía por Esmeralda y dudaba que viera con buenos ojos nuestra relación.
—Me alegra que se acompañen, así me quedaré más tranquila —comentó la señora Yola con una mirada infestada de compasión—. Cariño, Esme acaba de eximir tus intenciones —agregó con la vista fija en su hijo.
Con la quijada tensa y el rostro congestionado Santiago asintió y de inmediato una ventisca helada me atravesó. Quise sonreír, decir algo que aligerara el momento, pero no pude.
La charla se reinició entre algunos mientras otros se concentraron en engullir los alimentos. Yo me quedé entre ambos porque no dije palabra alguna ni conseguí probar siquiera un bocado. Mi boca se había vuelto un desierto mientras mi cerebro decidía ignorar, nuevamente, la demanda de mi estómago. Me quedé ahí, sentada en un silencio auto infringido, observando un punto en la mesa, ajena a lo que acontecía a mi alrededor.
—Es hora de irnos —. La orden de Esme resultaba una bocanada de aire fresco.
Salimos con el pesode las miradas de más de uno de los ahí reunidos y aunque no tenía idea dehacia dónde nos dirigíamos, supe que podría tolerarlo. En ese momento, encualquier sitio me sentiría más cómoda que en el comedor de la pensión
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