19
Pasaban de las seis de la tarde cuando al fin me atreví a cruzar la puerta del asilo; sequé las lágrimas con la manga de mi abrigo con la misma rudeza con que se adentraba en mi ser una mezcla de rabia y terror. Debía darme prisa porque no deseaba que la noche me pillara, No estaba dispuesta a naufragar de nuevo en el infortunio. Entonces lo vi, recargado en el eucalipto que al medio día hacía la función de una sombrilla justo en la entrada; me observaba a la distancia, impávido, aguardaba por mí.
—Has tardado tanto en salir que creí que ya te habías ido —dijo Santiago.
Su voz revoloteó hasta filtrarse en mis oídos. En un chasquido aligeró la carga sobre mis hombros.
—Yo...decidí quedarme un rato más.
Estaba apenada por mi conducta en la mañana, pero lo que en realidad quería era escuchar su voz. Su compañía que me obsequiaba seguridad, sin embargo, debía mostrar coherencia con mi actuación matutina y romper el vínculo que se gestaba entre nosotros. Tenía que concentrarme en eliminar el efecto que provocaba su cercanía, anular por completo ese sentimiento que se encubaba en mi corazón o no tendría el coraje y la libertad para poner en marcha mis planes.
El sigilo nos acompañó en nuestro recorrido mientras yo torturaba mis dedos en un recurso desesperado que me ayudara a guardar la compostura. Hice un esfuerzo heroico para mantener mi mandíbula trabada, por evitar que las palabras brotaran y se convirtieran en oraciones o frases que después no podría borrar de mi memoria.
Dos calles que se sintieron como kilómetros.
Minutos que se volvieron horas.
—Casi me vuelvo loco tratando de encontrar una razón para justificar tu comportamiento matutino, Isabel —declaró mientras llevaba las manos a su cabello alborotado por el viento nocturno—. ¿Qué ha pasado? ¿Acaso te he ofendido?
Desvié la mirada para esconder el brillo en mis ojos y apreté los puños para infundirme seguridad.
—Por favor, Isabel, deja de ignorarme.
Caí presa de la mortificación, sabía qué quería decir, pero no debía decirlo. ¿Cómo lo entendería? Era obvio que mi confesión daría paso al desprecio, a la decepción y eso era lo que menos deseaba.
No de él.
—Lamento lo sucedido y en verdad espero que disculpes mi conducta. Quizás el exabrupto de esta mañana tiene que ver con mi tendencia a desafiar al destino. ¿Sabes? No resulta sencillo reintegrarse a la sociedad.
Me faltó valor para levantar la vista, pero escuché que suspiraba mientras su mano desaparecía en el interior del bolsillo de su pantalón; segundos después un par de llaves tintineaban entre sus manos. Tanto deseé ese momento mientras caminábamos y ni siquiera me había percatado de que estábamos frente a la puerta de la pensión.
Kenia y Camilo subían las escaleras cuando atravesábamos el pasillo de la entrada. Iban enfrascados en una charla que les robaba risotadas.
—¡Isabel! —gritó la rubia y declinó mis intenciones de entrar a la cocina para engullir algo antes de que mis tripas se devoraran unas a otras.
Agité una mano como respuesta al tiempo que miraba de reojo a Santiago.
—Sube, en mi habitación hay algo que te pertenece —pidió Kenia con las mejillas coloradas.
El rostro de Camilo se transformó con la velocidad de un pestañeo cuando su acompañante lo miró. A modo de revelación constaté que algo en su relación había cambiado, pero mi llegada había interferido con sus planes y no parecía feliz por ello.
—De acuerdo —gruñí.
Dos palabras cargadas de fastidio.
—Supongo que deberás esperar un rato, Kenia, porque Isabel necesita cenar.
La energía impresa en la voz de Santiago descolocó a la rubia mientras Camilo agitaba la nariz como conejo sin despegar los ojos del hombre que le hablaba con tal frialdad a la mujer que le robaba el sueño.
—Hay prioridades, Santiago —dije mientras me encaminaba hacia las escaleras.
Los ojos de Camilo se agrandaron detrás de las gafas que resbalaron al escucharme. Mis piernas temblaban y controlar los movimientos se volvió inasequible. ¿Cómo me había atrevido? Mi corazón bombeaba despavorido en su intento por oxigenar los músculos mientras los tendones y ligamentos se esforzaban por impedir que mis huesos salieran de sus cavidades y consiguieran mantenerme de pie.
Los últimos escalones me aferré al brazo de Kenia para no desfallecer.
Apenas entramos en la habitación y la puerta se cerró detrás dejé que las lágrimas fluyeran. La carga emocional me tenía al borde de un precipicio.
—Lo siento, yo...
—¿Quieres hablar de ello? —preguntó Kenia mientras me abrazaba.
Su mano alaciaba con delicadeza mi cabello, la sensación me reconfortaba y confirmaba lo patética que me veía. Comenzaba a hartarme de mi debilidad y, por primera vez, envidié el desapego de Esme. Minutos después, me alejé, limpié las lágrimas y respiré hondo.
¿Cuántas lágrimas bastaban para redimirme?
¿No había derramado las suficientes?
—¿Y? —La cuestioné malhumorada.
La rubia puso los ojos en blanco y alzó los hombros. Entonces hurgó en un cajón de la cómoda hasta dar con lo buscado.
—Esme me encargó que te lo entregara en cuanto te viera, pero has salido tan de prisa esta mañana que no he podido hacerlo antes —declaró con su vocecita infantil.
Su mano sujetaba una caja blanca. La misma que meses antes yo misma le había devuelto a la chica de cabello de fuego. Resignada, me senté en la orilla de la cama y puse la cajita sobre mis piernas.
—Sé lo que estás pensando, pero coincido con Esme. Debes actualizarte. Isabel. Hoy en día eso —dijo mientras señalaba la caja— se ha convertido en un accesorio indispensable. Debes llevarlo contigo a todas partes —agregó.
Abrí el paquete de mala gana hasta que dejé al descubierto un teléfono en tono negro y vivos plata. Los restos de cartón quedaron esparcidos sobre el piso.
—¿Cómo se usa esta cosa?
Kenia dejó escapar una risita burlona que más parecía un quejido ahogado.
—Es fácil, te mostraré —exclamó emocionada.
Cuatro palabras que iniciaron una breve introducción al mundo de la tecnología. En cuestión de minutos mis dudas quedaron disueltas y en un instante de ocio me concentré en el colorido bolso Kenia cuyo contenido se había desparramado en la cama. Tomé el labial y lo roté mis labios, apenas un roce que delineaba cada curva al compás de una melodía. El rojo era intenso y dio a mi rostro un efecto de profundidad. Esa simple acción repercutió en mi personalidad de un modo aplastante.
—¡Ese color te sienta de maravilla! —comentó Kenia.
Nos tomamos algunas fotos que la rubia no tardó en cargar a una aplicación que ella misma había instalado en el teléfono con el pretexto de que para mujeres como nosotras era una obligación mantenerse activa en las redes sociales.
—Esme dijo que era importante —agregó después de tomarme varias fotos. Estaba tan cerca de mí que dudé que la cámara pudiera enfocarme por completo—. Esta servirá para comenzar— zanjó.
Yo estaba tan fastidiada que dejé que hiciera lo que se le diera la gana.
—¿Quieres que ponga tu nombre verdadero o prefieres alguna especie de mote? —Me preguntó mientras me observaba con atención mórbida. Yo opté por recostarme y darle la espalda— ¡Listo! —gritó al tiempo que me restregaba el teléfono en el rostro.
Fruncí el entrecejo al reconocer una fotografía que mostraba unos labios bañados de un rojo intenso. ¡Mis labios! Kenia había elegido aquella fotografía como foto en una página de internet que describía mis supuestos gustos e intereses, incluso mencionaba mi edad, mi número de contacto y muchos otros datos personales que, por supuesto, Kenia había manipulado porque ninguna pregunta la había respondido yo.
No supe si reír o agradecerle el mote con el que me había registrado: Labios rojos.
¿En verdad pretendía darme a conocer de esa manera?
Bufé.
No resultaba tan descabellado pues me ayudaría para mantener cierto anonimato. En pocas palabras, Kenia me había creado un perfil que rayaba en lo fantasioso. No había pasado una hora cuando el teléfono comenzó a alertarnos. Al revisarlo ya había mensajes con propuestas estrafalarias de tres desconocidos. El espanto me invadió al leerlos, pero Kenia parecía entusiasmada. Aplaudía y rumiaba palabras que no alcanzaba a comprender.
—Esto es una locura —exclamé mientras me refugiaba en mi habitación.
Me sentía enredada en una telaraña que distorsionaba mis ideas y, por un momento, no me creí capaz de hacer aquello.
<Debe existir otra manera>, repetía decenas de veces en un afán por convencerme.
Aquella noche de nuevo me costó conciliar el sueño, no por lo que había sucedido en la habitación de Kenia (aunque el apodo dado atravesaba mis pensamientos de vez en cuando), sino porque tenía un pendiente que no lograba resolver.
El lunes estaba por llegar, se supondría que debía presentarme a trabajar en la Librería, por supuesto, una opción que no era viable. No regresaría jamás a ese lugar, pero debía idear la excusa adecuada. Tantos días de un constante ir y venir, de agotamiento, de preocupación, de noches de insomnio, de urgencia para conseguir un empleo que me otorgara solvencia económica y, solo había durado un par de semanas en aquel lugar que había sumido mi existencia en un abismo parecido al infierno.
¿Qué iba a decirles a todos cuando preguntaran el motivo que me había orillado a renunciar?
A la mañana siguiente me encontré con don Tomás, estaba concentrado en su pasatiempo favorito: Reparar todo tipo de calzado. Frente a él un cajón moldeado que cargaba una zapatilla escolar de charol negro cuyo tacón había quedado desnudo.
Después de nuestra última charla una bruma incómoda había estancado mi amistad con ese hombre que utilizaba un bastón para trasladarse con lentitud a cualquier lugar, el mismo que se había ganado un espacio en mi corazón, y la abstención de nuestras charlas nocturnas o un buen consejo me mantenía sumida en la incertidumbre.
—Así que Melita de nuevo ha perdido un tacón —exclamé esperanzada de alimentar una conversación.
—Es una niña inquieta —respondió sin apartar su atención de una hoja de hule negro, tan grueso como un libro de diez hojas que mantenía pegado a su rodilla mientras con la navaja recortaba una plantilla.
En varias ocasiones me había sentado a su lado y mientras charlábamos observaba la elegancia, la soltura y la gracia con la que ejecutaba cada movimiento. Su precisión era absoluta. En mi opinión, el oficio de un zapatero encaja a la perfección en aquello que nombramos arte.
—¿Sigue molesto conmigo?
Me animé a preguntar al tiempo que mordisqueaba mi labio superior.
—No podría.
Don Tomás suspendió sus quehaceres y me miró. Lo que leí en sus ojos eliminó cualquier atisbo de duda. Y antes de retomar su trabajo, me sonrió.
< ¡El desayuno está listo! > Se escuchó un grito que de inmediato alertó a todos los huéspedes.
Entonces mi anciano amigo de nuevo pausó su labor, se puso de pie con ayuda de mi brazo y caminamos juntos hacía el sitio que se había convertido en nuestro punto de reunión.
Lo mejor de ese día se lo debo las horas que pasé en compañía de María. La única con quien me atrevía a hablar de todo; bueno, casi todo. Bordamos juntas un fénix plasmado en un ancho rectángulo de manta. <Es el bordado más grande que he hecho en 67 años de vida y estoy feliz que estés colaborando conmigo. Seguro que en un par de semanas lo terminaremos>, comentó con un dejo de orgullo. Y mientras ambas nos concentrábamos en bordar, Roberta nos leía una antología de cuentos breves que había sido publicada por una revista independiente. Varios folletos habían sido abandonados en el buzón del asilo y una de las enfermeras se había encargado de repartirlos, pero por alguna extraña razón olvidó guardar uno para la anciana más apasionada a lectura quién, al enterarse, armó tremendo escándalo. María fue la encargada de sedar la furia de su amiga.
—Isabel, no olvides esto —dijo Roberta con ese sonsonete adormilado al intuir que debí macharme.
Mi estómago se revolvió al recibir el libro que tiempo atrás había pedido prestado en la librería donde trabajé un par de semanas.
—¿Irás mañana? —Quiso saber María.
—Por supuesto —mentí.
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