13.

Las ocasiones anteriores me encontraba dormida, sin embargo, ahora sucede mientras me encuentro despierta. Puedo verme dentro de una patrulla, luces bicolores iluminan el edificio que ha quedado detrás. Estoy sentada en el asiento trasero con las manos atadas, con la vista fija en un punto en el espacio. Me balanceo adelante y atrás mientras musito una frase que no logro recordar.

< ¿Qué fue lo que dije?>, me cuestiono en silencio.

La frustración me aqueja al comprender que no importa el lugar donde me encuentre ni si estoy sola o acompañada porque esa escena continúa hostigándome. ¿Cómo es posible que me aterre de tal manera?

Respiro profundo al tiempo que cierro los párpados y trato de concentrarme en algún momento agradable, pero el arguende del exterior complica mis intentos. Así que me esfuerzo por atender el partido de basquetbol y sigo hipnotizada el rumbo del balón. De vez en cuando mi cuerpo se estremece al escuchar los gritos de un grupo de reclusas víctimas de la excitación cuando el balón se cuela por el aro metálico pegado en un cuadro de madera sostenido en un poste. Desconozco cuanto tiempo ha pasado cuando al fin Rosa se planta a mi lado, pero ha sido el suficiente para comprender las reglas básicas del partido.

—¿Nos vamos? —Quiere saber al tiempo que una columna de humo se escapa de su boca.

Asiento con un movimiento de cabeza y la silla comienza a moverse al mismo tiempo que nace ese sonido infernal al cual no acabo de acostumbrarme.

—Tendré que encargar un poco de aceite para silenciar este artefacto —. El fastidio en la voz de Rosa es evidente.

El ritual es el mismo cuando se trata de llegar a la celda que hasta ayer sentía como un refugio seguro. Una vez que Rosa se cerciora de que estoy a salvo en la cama, sale en compañía de Bertha y Ofelia. Sé que no se han alejado demasiado porque puedo escuchar sus voces en el corredor. La libélula azul me mira desde lo alto y yo sonrió 'por instinto. Siento a María cerca de mí y pienso en aquella tarde juntas.

En mi camino hacia el asilo, y pese al desencuentro anterior, meditaba la propuesta que Esme me había hecho y, por un breve instante, me vi tentada ante aquella posibilidad.

Después de unos minutos de descanso, dos enfermeras y yo, seguidas por un pequeño grupo de ancianos entramos a un aula más amplia para continuar con los ensayos de la obra que tenían planeado estrenar en vísperas de la Navidad.

María daba instrucciones, la pasión con la que se involucraba en el proyecto destacaba por encima de sus compañeros. "El expreso polar", resultaba un reto para un puñado de personas con las limitaciones propias de su edad y que se animaran a interpretar un sinfín de aventuras ocurridas en el interior de un tren se convertía en algo utópico.

—Isabel, algunos familiares nos han facilitado materiales así que tendremos que echar mano de nuestro ingenio para elaborar la escenografía. Debo confesar que me inquieta construir un tren en miniatura. ¿Quieres ayudarnos? —Me cuestionó Perla, una de las enfermeras a cargo.

Por supuesto acepté. Me emocionaba la idea de rememorar mis días en el Orfanato. Fue entonces que me percaté de como María se abanicaba haciendo uso del libreto. Parecía que tenía complicaciones para recuperar el aliento. Corrí hacia ella con un vaso de agua y me quedé a su lado hasta que recuperó la compostura.

—¿Es algo que le pasa a menudo? —Quise saber.

No me agradaba la palidez en su rostro.

—Achaques de la edad, cariño —respondió con dificultad.

Le tomó unos minutos que su semblante mejorara, así que decidí que para esa mujer el ensayo del día había terminado.

—No te vayas a casa sin despedirte, cariño —. Pidió cuando la dejé en su habitación.

—No me atrevería —. Fue mi respuesta y María me mostró sus encías desnudas.

Pasadas las 5 de la tarde la encontré en la misma postura que la semana anterior, sentada junto a una de las ventanas, con sus gafas puestas y la vista clavada en su librillo de actividades.

—Mi curiosidad se desborda cada vez que la veo absorta en ese librillo —comenté cuando estuve a su lado.

—Es una costumbre arraigada —respondió mientras se quitaba las gafas y apretaba el puente de su nariz—. Cuando el ocio quiere aprisionarnos no nos queda de otra que ocuparnos para no caer en tentaciones mezquinas, y esto —señaló el libro de actividades— me ha salvado.

—Cuénteme de usted —. Me atreví a pedir.

Tenía sed por conocer a aquella buena mujer.

—Querida, me temo que lo que pudiera contarte no te será grato —aseguró. Pero yo insistí.

María movió la cabeza de un lado a otro al tiempo que suspiraba. Se quitó las gafas y dejo de lado el librillo con el que mataba sus horas de ocio.

Salí del asilo con los ojos anegados y el pecho hecho un puño después de escuchar el relato de María.

Su madre se había casado al cumplir los dieciséis años. Una mujer alta, guapa y voluntariosa que los hombres volteaban a ver a donde quiera que llegaba. Conoció a su padre cuando trabajaba como sirvienta, el joven de la casa se enamoró de ella y, aunque su familia no estaba de acuerdo, se casaron. < La vida real siempre supera a la ficción, cariño, y nada tiene que ver con los cuentos de hadas y sus finales felices>. Zanjó. Su madre quedó viuda pocos años después, una pulmonía fulminante había apagado la vida de su padre dejándola a ella y a su hermana en la orfandad a corta edad. Con la muerte de su padre los abuelos echaron a su madre a la calle y la relación con el resto de su familia quedó truncada. No volvieron a saber de ellos. Años después, su madre volvió a casarse y así llegaron dos hermanos más: Luis y Jesús. Pero la tragedia no tardó en colarse de nuevo en su hogar y el padre de sus hermanos menores también murió. Dadas las circunstancias, sus hermanos y ella pasaban la mayoría del tiempo encerrados en un cuarto, muertos de miedo porque cuando la noche caía solo contaban con una vela para alumbrar un espacio enorme y frío con un techo tal alto como un árbol viejo. Tenía unos diez años cuando llegaron a vivir a una vecindad, su madre pasaba horas fuera de casa por causa del trabajo y como hermana mayor tuvo que hacerse cargo de sus hermanos. Cuando cumplió catorce años, un hombre alto, con entradas marcadas y galantería ponderada, llegó a vivir a la vecindad. <Se llamaba Jesús; yo carecía de maldad y con inocencia marcada me dejé envolver por aquel hombre que me llevaba doce años>. Contó apenada. En cuestión de meses se convirtió en su marido y no porque hubiesen entrado al Registro Civil o a una Iglesia, sino porque el hombre prácticamente se la robó y la alejó de su hogar para evitar que su madre lo metiera preso. El mismo hombre que en poco tiempo se convertiría en padre de sus hijos. Por mucho tiempo vivieron como gitanos, de un lugar a otro, hasta que se establecieron en un poblado humilde en otro estado. Jesús, esposo de María, elaboraba aretes y anillos que después vendía en los mercados. Para entonces ya había dado a luz a Teresa, su primera hija. < Me enamoré de ella en cuanto la tuve en mis brazos, estaba tan chapeada, robusta y avivada que no parecía una recién nacida>, exclamó con lágrimas en los ojos. Cierto día, mientras esperaba formada en la fila de la tortillería, se acercó a María una mujer pretextando que le había llamado la atención la pequeña que llevaba en sus brazos. <Es tan chula que parece una muñeca de porcelana>, le dijo mientras miraba a la niña con insistencia. No volvió a ver a esa mujer, pero ese mismo día Teresa fue poseída por un llanto desbordado que no cesó por días. Pronto los pañales de tela no alcanzaron para contener la diarrea que aquejaba a la pequeña. El médico del pueblo no acertaba en su diagnóstico y en cuestión de días el llanto de Teresa se volvió un quejido. Murió en sus brazos una semana después. <Éramos muy pobres, dormíamos sobre un petate en un cuartito hecho de adobe, yo estaba tan flaca que se me notaban los huesos. Unos meses después nació Fernando y la tristeza nos dio una tregua. La dicha duró dos años. Una tos persistente aquejó al pequeño por semanas, fue tal mi desesperanza que acepté darle cucharaditas de petróleo. Un remedio que me habían recomendado y supuestamente había curado muchos casos de tos crónica. Nada sirvió. Fernando murió en mis brazos mientras el autobús nos llevaba de vuelta a la ciudad para ingresarlo en un hospital. Tosferina, el diagnostico había llegado tarde>. Concluyó María con los ojos anegados y mi admiración se transformó en misericordia. No me atreví a contarle mis penurias en la Librería.

¿Para qué incrementar su carga?

—¿Tú has tenido algo que ver en la reclusión de Lupe en El Agujero?

El agua del lavabo cae a través de las manos de Rosa al entender que es a ella a quién he cuestionado. La noche ha caído y se prepara para acostarse. Lupe llegó hace un rato, sumida en un estado de mutismo, con el rostro deformado por la ira y se encaramó en la cama. Sé que se ha quedado dormida porque puedo oír el ronroneo que escapa de su garganta. Es extraño que esta vez no se haya quejado de la luz o del ruido del exterior. Temo que su salud mental se encuentre comprometida. La respuesta a mi pregunta llega minutos después, supongo que es el tiempo que le ha tomado a Rosa cerciorarse de que la mujer que convive con nosotros en la celda ha entrado en un sueño profundo. Entonces se sienta en el borde de mi cama con el rostro cargado de seriedad, creo saber lo que dirá, pero presiento que ella tiene problemas para confesar.

—Se lo ha ganado —dice al fin.

—¿Qué hizo?

Rosa suspira y me mira fijo como si sopesara mi estabilidad emocional.

—Tienes que usar ese cachivache por culpa de ella —responde mientras señala la silla de ruedas.

Aprieto mis puños con tanta fuerza que mis uñas se encajan en mi piel. Tardo en reaccionar. Las palabras de Rosa revolotean en mi cabeza como golondrinas al atardecer.

—¿Estás segura?

—Nunca cuestiones mis acciones, Isabel. Puedes estar segura de que no doy un paso sin tener la certeza de que debo hacerlo.

—Entonces, ¿la delataste?

Conozco el poder de Rosa sobre cualquier reclusa en Santa Martha, pero dudo que sus influencias alcancen también a las celadoras y que estas hayan cedido a castigarla de ese modo.

—¡No soy una soplona! ­—dice levantando la voz.

Llevo mi dedo hacia los labios para recordarle que la mujer de la cual estamos hablando duerme en la misma celda que nosotras. Caigo en cuenta que nuestra charla ha terminado cuando Rosa se levanta y se deja caer sobre la otra litera.

Fui una de las primeras en checar mi llegada en la librería, Marco Duarte y el guardia de la entrada se encontraban en el interior. Discutían. Me dirigí hacia los vestidores para tomar el chaleco azul con tintes grises que servía como uniforme. Una melodía reconfortante se escuchaba bajo y llenaba el sitio con un aire intelectual. En el mostrador reposaban varias cajas, un nuevo pedido de libros había llegado. Tomé el cúter y rajé la cinta adhesiva que sellaba ambas tapas y uno a uno fui acomodándolos en los anaqueles cercanos a la puerta principal. Esos donde colocaban los nuevos títulos.

—Buenos días, Isabel—saludó Marco Duarte al tiempo que me pasaba un libro.

—Buenos días, señor —respondí.

Al tomar el libro mi mano hizo contacto con él. No resultó casualidad, el hombre había extendido los dedos para provocar un roce.

—Puedes llamarme Marco, evita las formalidades, Isabel —agregó con gesto guarro, mientras yo pugnaba por mantenerme alejada.

Después del medio día, cada media hora, un par de empleados tomaba el almuerzo. Nos rolábamos y en esa ocasión coincidí con Laura, la chica delgada, morena y retraída que atendía el mostrador. Ambas ocupamos un lugar en la larga banca de madera que estaba situada entre dos filas de casilleros. Mientras ella desenvolvía un emparedado yo picaba una porción de fruta contenida en un recipiente que le ofrecí antes de probar. Se negó. Contábamos con treinta minutos y aunque yo no encajo en un rol extrovertido estar en compañía de otra persona por tanto tiempo, sin mantener una conversación, me incomodó. Quizá resultó más nocivo que estar rodeada de cientos de desconocidos.

—¿Tienes mucho tiempo trabajando aquí? —Me atreví a preguntar para romper el hielo.

—Un año —respondió mientras limpiaba las moronas acumuladas en sus labios.

—Un año es mucho tiempo, supongo que debes conocer a detalle las actividades aquí.

Laura se encogió de hombros y continuó engullendo su emparedado, pero observaba cada dos minutos la puerta. Algo la perturbaba. De pronto se puso de pie de un salto, se acomodó el chaleco, ajustó sus pantalones y salió poseída por la urgencia.

Se suponía que al encontrar un empleo mi camino se enderezaría, pero la vereda comenzaba a torcerse conforme el tiempo pasaba y cada día en la Librería me hacía sentir dentro de un túnel tenebroso que no me permitía ver la salida. Marla no cesaba en provocarme con comentarios poco atinados y su actitud altanera, que se acrecentaba con la desorbitada atención que Marco Duarte mostraba hacía mí, me hundía en un ambiente irritante. Laura se aislaba, hasta parecía que me evitaba, y el resto de los empleados preferían mantenerse al margen, como si su trabajo dependiera de ello. Al concluir la primera semana, justo antes checar mi salida husmee entre las fichas contenidas en un pequeño archivero, que se encontraba al alcance de todos, en busca de un libro en especial. Lo encontré unos minutos después y acudí con Laura para que se encargara de registrarlo como préstamo a domicilio. Antes de llegar a la puerta se salida el señor Duarte desbarató mis planes.

<No quiero molestarte, pero he prometido que tendría listos estos pedidos para el lunes próximo y soy hombre de palabra.> Dijo en ese tono meloso que usaba cuando se encontraba cerca de mí.

No pude negarme, me despojé de mi abrigo, dejé mi bolso en el mostrador de la entrada y me senté frente al ordenador. Por encargo del gerente Laura me había enseñado a registrar pedidos, a hacer cobros y devoluciones. El fastidio me abrazaba cada vez que sonaba el checador porque significaba que de a poco me iba quedando sola en aquel santuario de libros.

—Cuídate, Isabel —Comentó Laura con marcada aflicción. La acción me inquietó.

La librería quedó desolada en cuestión de minutos. El silencio reinó cuando el fondo instrumental que se mantenía activo desde el momento en que las puertas se abrían al público, dejó de sonar. La tensión comenzó a consumirme, el tiempo pasaba y los problemas con la red me tenían a punto del colapso.

—¿Cómo vas, Isabel?

—Estoy por terminar —respondí, temblorosa, con la espalda húmeda y sin apartar la vista del monitor, a Marco Duarte.

Mis manos fueron presas de los espasmos y me complicaban acertar en el teclado. Mi mandíbula se trababa con cada intento fallido y la presencia de ese hombre complicaba la situación.

—Tomate tu tiempo, Isabel, no hay prisa. Me quedaré contigo hasta que termines.

La propuesta alteró mi sistema nervioso. Tuve que hacer un gran esfuerzo para controlar las arcadas que amenazaban con vaciar el contenido de mi estómago. Apreté los párpados cuando conseguí enviar el último pedido. Cuando terminé, me puse de pie y mientras me alejaba me despedí del señor Duarte. Apenas había dado unos pasos cuando su mano detuvo mi andar.

—Se me ha ocurrido qué, en agradecimiento por el tiempo extra y la ayuda que me brindaste, podríamos ir a cenar. ¿Qué dices?

No supe que me había perturbado más, si fue la sensación de humedad en mi brazo o escuchar aquel absurdo.

—Lo siento, se ha hecho tarde y me esperan en casa para cenar.

Pronunciar aquella oración requirió un esfuerzo mayúsculo. Me solté de un tirón y salí sin mirar atrás. Las lágrimas brotaron en todo el camino de regreso, no lograba apaciguarme y el aire que se incrustaba en mi rostro no aplacaba el ardor en mi pecho. Me detuve un momento en la puerta de la pensión en un intento porque la inflamación de mis párpados disminuyera, no podía escabullirme de nuevo a mi habitación para esconderme, pero tampoco me nacía enrollarme en explicaciones. Respiré hondo una y otra vez, necesitaba calmarme.

—¿Estás bien, Isabel? — La voz de Santiago me sobresaltó más que esas dos preguntas para las que no tenía respuesta.

<No, no estoy bien, el acoso de mi jefe me tiene al borde del desquicio. Hay algo en ese hombre que no me agrada y no sé qué hacer para evitarlo. Pero no puedo darme el lujo de abandonar el trabajo porque necesito el dinero>. Era la respuesta que quería dar, pero no me atreví.

—Solo cansada, como te has dado cuenta, de nuevo se me ha hecho tarde —me excusé con media sonrisa—. ¿Puedes avisar a tu madre que he regresado? No deseo que se preocupe —. Santiago mantenía los ojos clavados en mí, me analizaba a conciencia.

—Basta ya, Isabel, estoy cansado de que me evadas —exclamó al tiempo que me tomaba del brazo.

Mis piernas perdieron fuerza, tuve que recargar mi cuerpo en la pared del pasillo para no caer. La falta de alimento, la incertidumbre acumulada, la charla con María y la cercanía de Santiago sobrepasaban mi límite.

—Suéltame... por favor —gruñí y de inmediato aflojó su agarre.

Con la cabeza erguida retomé mi camino, mis pulmones se inflaban con dificultad, pero las fuerzas me alcanzaron para colarme al interior de la casa, subí trotando los quince escalones y me interné de nuevo en mi habitación. Me desplomé en cuanto cerré la puerta, me abracé y escondí el rostro entre mis rodillas. El calor del sol aun no ganaba fuera cuando entraron a mi habitación.

—Prometiste que no volverías a preocuparnos —dijo Melita en tono autoritario que me hizo pensar que se estaba convirtiendo en una versión miniatura de su madre.

—No rompí mi promesa, anoche hablé con tu hermano y le pedí que avisara a tu madre que había llegado —expliqué con paciencia.

—¿Estuviste llorando toda la noche? —Su aspecto agrió se relajó al tiempo que se acomodaba en la cama con semblante acongojado.

—Tuve un mal día —confesé a medias.

—¿Qué te ha pasado?

—Tontadas que no he podido controlar, pero en un par de días lo olvidaré y quedará en el pasado.

—Creí que éramos amigas —agregó con desazón mientras se ponía de pie y salía con la cabeza baja y los brazos colgando en los costados. Quise detenerla, pero no tenía argumentos para defender mi ímpetu desgastado. 

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