10.
La señora Yola se encontraba frente a la estufa cuando entré a la pensión, preparaba la comida con ayuda de Melita. Don Tomás estaba en el patio, sentado en un banquillo de madera que él mismo había fabricado. Un par de zapatos se desparramaban en el piso, en espera de ser reparados. <Lo he conseguido>, susurre cerca de su oído. El anciano dejó escapar una carcajada de júbilo. Se puso de pie, colocó una de sus manos en mi cintura y con la otra tomó mi mano; nuestros pies comenzaron una suave danza que era alimentada por el silbido del hombre que se encontraba a mi lado.
Melita nos contemplaba recargada en la puerta. La miré y asentí con un movimiento de cabeza, entonces emprendió la carrera y se colgó a mi cuello. Tanto alboroto alertó a Esme quién se asomó al pasillo.
No se atrevió a bajar.
En la cocina les conté un relato que parecía extraído de alguna novela juvenil, pero la ficción no tenía cabida porque estaba infestada de realidad. Fue Santiago quien perforó la burbuja en la que nos habíamos sumergido, entonces la señora Yola se puso de pie como un resorte. Se había hecho tarde y la comida aún no estaba lista. Por supuesto que la charla continuó en la sobre mesa, la algarabía había contagiado a Camilo y al propio Santiago quien aquella tarde parecía ser el mismo chico de siempre.
—Estoy muy orgulloso de ti, Isabel —dijo cuando la mesa se fue quedando vacía y solo estábamos él y yo.
Mis mejillas ardían. Era la primera vez que Santiago y yo hablábamos por más de un minuto
—Trabajaré duro tanto en la librería como en el asilo —exclamé con el ánimo desbordado.
—¿Asilo?
Mis labios se curvaron.
—Así es, voy a ser voluntaria en el asilo los fines de semana. He conocido a María —confesé.
Santiago inhaló profundamente, guardo silencio y, por un rato, se quedó inmerso en sus pensamientos. Me hubiese encantado transformarme en oxígeno para colarme en su cuerpo y espiarlo hasta descubrir que era lo que lo tenía en aquella especie de trance. Era tan reservado, tan educado y respetuoso que traspasar esa barrera era un asunto complejo. Me limité a observarlo, analicé a detalle su rostro. Su cabello castaño que acostumbraba a llevar engominado se había alborotado y le daba un aire natural exquisito. Su nariz esculpida con precisión realzaba sus facciones, sus pestañas tupidas, sus cejas bien definidas y...esos labios que invitaban a lo prohibido armaban el rostro digno de un modelo apolíneo.
—Mi abuela era el pilar de esta familia, el eje, la guía que mostraba el camino para hacernos la vida más sencilla y cuando me habló de que iría a vivir a un asilo sentí que me abandonaba. Era como si el ave dejara el nido para nunca volver. Tuvieron que pasar meses para asimilarlo, para adaptarme, para entender las necesidades y compartir los deseos de mi abuela. Duele su ausencia, por supuesto, y supongo que siempre dolerá, pero entiendo que debo respetar sus decisiones.
Santiago frotó su rostro de manera tosca, ambas manos escondieron su rostro por varios segundos, después sonrió. Pero la sonrisa no le llegó a los ojos. Mi pecho se apachurró. Lamenté no haber controlado mi euforia.
—No fue mi intención zambullirte en la melancolía, solo quise contarte y... —Mi garganta se cerró.
—Tú no has hecho nada, Isabel, solo me he dejado atrapar por las garras de pesadumbre. No me hagas caso —Dijo y de nuevo fingió sonreír.
La luz de la luna se filtraba por la ventana, la cortina de lino le permitía la entrada y el comedor adquirió un matiz utópico.
—Tuve una amiga, más bien una hermana. Se llamaba Macaria. Crecimos juntas. Lo hicimos todo juntas, pero hace unos años ella murió. En un principio también la culpé de haberme abandonado. Su ausencia se sintió como una loza que me impedía respirar. Ahora puedo contarte esto sin derramar una lágrima porque de apoco he ido sanando mi alma, y no, no ha sido fácil.
Un choque de electricidad me sacudió cuando Santiago tomó una de mis manos entre las suyas. La intensidad de su mirada me dejó pasmada, decía tanto y a la vez nada.
Una impronta que desquiciaba.
La sensación me llenó de miedo y terminé por abandonar el comedor con la excusa de que se había hecho tarde.
En punto de las ocho de la mañana la actividad en el asilo había comenzado, varios ancianos ya se encontraban en el jardín. Unos cuantos caminaban con ayuda de una andadera, mientras otros llegaban a su objetivo a paso lento. El bullicio se incrementaba conforme me adentraba al lugar.
Paty me recibió con un abrazo, después me puso al tanto de cuáles serían las labores que debía realizar. También me dijo que hacía algunas semanas que los ancianos ensayaban una obra de teatro para presentarla a sus familiares en la víspera de la Navidad. Esa última idea me pareció genial.
Una hora después me presentaba con Laura. Una mujer alta y robusta que llevaba el cabello recogido de un modo peculiar. Enfundada en una playera blanca con detalles azules, bermudas y tenis deportivos. <Es un placer conocerte, Isabel>. Su voz sonó tan grave que cualquiera hubiera podido confundirla con un hombre. <Haremos un buen equipo>, agregó con tremenda sonrisa.
Organizamos una caminata y de apoco fuimos incrementando el ritmo. Continuamos con una clase de aeróbicos. Después jugamos con las pelotas. Cada gesto, acción o comentario de algún anciano me hizo sentir rodeada de un grupo de preescolares que disfrutaban de la hora del recreo. María, en todo momento, se mostró participativa, incluso lanzaba gritos e incitaba a Roberta a formar parte en las actividades, pero la anciana, acurrucada sobre su silla de ruedas, no la escuchaba porque estaba concentrada en el riego de los rosales. Un hábito que parecía disfrutar y que la propia Paty se había encargado de fomentar, así que el riego y cuidado de los rosales era una tarea propia de Roberta quien con todo y sus limitaciones hacía un trabajo ejemplar. Darme cuenta de cómo al paso de los años las personas dejan de ser independientes y activos y se convierten en seres frágiles, inocentes y hasta berrinchudos, me pareció una aberración, una jugada irónica del tiempo. Pero aquella era la realidad de esos ancianos.
Cuando la tarde cayó, busqué a María. La encontré sentada en un rincón, cerca de una ventana, abismada en un pequeño cuadernillo. Roberta se encontraba a su lado con la mirada fija en la ventana.
Al sentir mi presencia, María levantó la mirada y los anteojos resbalaron por su nariz. Sus labios se curvaron y dejaron al descubierto sus encías desnudas. Roberta ni se inmutó, estaba sumida en algún sitio donde solo ella tenía cabida.
—¿Cómo está, María?
—Estoy bien, cariño, ejercitando mi mente para que mis recuerdos no caigan en la zozobra —comentó mientras levantaba el cuadernillo cuyas hojas estaban infestadas de actividades mentales—. Me alegra que estés aquí, Isabel, me agrada charlar contigo. Intuyo que mis amigos aquí no me prestan atención y quién lo hace, al minuto siguiente, termina por olvidar lo que le he contado.
Ambas sonreímos.
—Tengo novedades —exclamé con excitación—. No resultó una tarea sencilla, pero después de casi un mes al fin he conseguido empleo.
Los ojos de la anciana se iluminaron, tomó mi mano y me invitó a sentarme a su lado...
Esta vez no han sujetado mis manos con grilletes, supongo que han entendido que una reclusa en mi situación no pude aspirar a escaparse. Mientras recorremos los pasillos y traspasamos reja tras reja, siento que mi pecho va a explotar y, aunque lo intento, no logro sosegar mis latidos. Una combinación de emociones me ataca sin piedad y como respuesta los tubos de la silla se infestan de jugos provenientes de la traspiración de mis manos. Un recorrido de unos minutos que simulan horas.
Cuando al fin llegamos puedo ver a Santiago a través de los ventanales. Solitario, sentado en una silla con un desorden de papeles sobre la mesa. Se ve tan guapo enfundado en ese traje negro que me roba un suspiro. Tengo ganas de levantarme para correr hacia él y abrazarlo.
<Vuelvo en quince minutos, Isabel>. Dice Sandra Diaz antes de que un timbre suene y la puerta metálica se abra frente a mí.
Toda la sala huele a Santiago y un velo de regocijo me abraza al momento en que nuestras miradas se encuentran. Sonríe y yo lo imito. Sujeto las ruedas con la intención de girarlas para hacer andar la silla y poder acercarme, pero Santiago se adelanta, corre a mi encuentro y la empuja hasta la mesa. Un segundo después se sienta frente a mí, toma el bolígrafo y por un instante finge leer el contenido dentro de un folder.
—Sé que estás mejor, pero me habría encantado verte de pie —dice y su semblante se oscurece mientras yo me hago pequeñita—. Lo siento, no debí decir eso. ¿Estás lista para mañana? —Agrega tras un carraspeo.
Lo miro fijo un instante, no sé por qué. Tal vez hurgo a través de sus ojos en busca de algún sentimiento distinto a la indiferencia.
¿Qué ha pasado esta vez?
—¿Cómo va el caso? —Lo interrogo arrasada por la resignación. Haciendo uso de todo mi autocontrol para no quebrarme.
—No voy a mentirte, no ha resultado sencillo, pero continúo trabajando. No me daré por vencido, Isabel. Sé que eres inocente y yo voy a probarlo en Los Tribunales. El Ministerio Público no ha recurrido a mí para festejar algún acuerdo así que la audiencia intermedia es un hecho. No me preocupa en lo absoluto tanto silencio de la parte acusadora, en estos meses me he dado a la tarea de analizar el caso a fondo, me he entrevistado con varias personas, he perseguido pistas y he conseguido algunos testigos.
La frialdad con la que habla me amaga en el interior de un refrigerador y provoca que mi vientre se anude al escucharlo. Sin embargo, la culpa me acecha ante esa confianza ciega y hace que me cuestione si en verdad soy inocente.
¿Lo soy?
—¿Los conozco?
Una pregunta que sale con esfuerzo, no me sienta bien esa pose distante de Santiago. Algo ha pasado, lo presiento.
—Eso no importa, Isabel. Lo importante es estar seguros de que su declaración ayudará en el caso. El Juez debe saber que el occiso no gozaba de una buena reputación, no es el mártir que el Ministerio Publico pretende hacernos creer.
—Tampoco yo —zanjo con los ojos clavados en ese hombre que parece empeñado en guardar distancia. Como si un virus mortal me hubiera infectado y temiera contagiarse.
Me asaltan las ganas de hacerle entender que no saldré limpia de esto, lo prefiero ahora, así la decepción no será tan dolorosa. Puede que esté al tanto de todo, de todo en realidad, no solo lo que yo le he contado. Yo no maté a Marco Duarte, yo no jalé el gatillo que disparó las dos balas que se incrustaron en el pecho de aquel pervertido, pero tampoco soy inocente. Y por la forma en que Santiago se comporta, intuyo que él lo sabe.
< ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar con tal de ayudarme, Santiago? ¿Hasta dónde te alcanzaran las fuerzas y la dignidad para rescatar los pedazos que quedan de la mujer que conociste hace más de un año?>
—Mañana será un buen día, Isabel. Tienes que confiar en que así será. Todo está arreglado, no tienes que preocuparte por nada. La rutina será similar a la primera audiencia, solo que se postergará por varias horas y...
Suspiro sin proponérmelo y logro forzar el silencio, entonces, por segunda vez desde que entré a esta sala, Santiago posa sus ojos en un mí. El valor de hace unos minutos se me escapa de las manos y nada puedo hacer para remediarlo. Me he convertido en un ser etéreo que flota en la sala, ajeno a lo que sucede, distante a cualquier reacción.
La perorata de Santiago se reactiva, habla y habla y hasta creo que me cuestiona, pero no puedo contestar, mi garganta ha sido bloqueada por un puño de almendras que dejan en mi boca un sabor amargo.
Que diferente ha sido este encuentro a nuestra anterior reunión aquí, en este mismo lugar. Ojalá y pudiera escuchar la voz de Sandra por el altavoz, rugiendo esa letanía de no está permitido tocarse, porque para el momento en que terminará de relatar esas líneas yo habría podido disfrutar de la cercanía de Santiago, su olor habría atacado mi interior mientras nuestras pieles se erizaban y mi ser completo estaría sumido en éxtasis de un gozo infinito. Quince minutos que han sido tan largos como vacíos.
Pero mis anhelos se pierden entre las paredes grises de los pasillos mientras Sandra empuja la silla de ruedas para ayudarme a llegar hasta los dormitorios. La fuerza que mantiene mi garganta apretada hace oídos sordos a mis ruegos y no me permite una tregua. Lo único bueno de eso es que también mantiene a raya mis lágrimas. Digo bueno porque no tengo que inventar excusas para justificarlas frente a Rosa...
El ímpetu del pasado pone frente a mis ojos a Roberta. Tal vez se debe al desgano que me arropa y a la inutilidad que me embarga al ir sentada en una silla de ruedas. Por primera vez entiendo su ánimo desganado y nuestro encuentro furtivo. La anciana cascarrabias se las apañaba para mantenerse cerca de María, cuyo ánimo se aliviaba cada vez que tenía un libro en sus manos o cuando el agua salía por los orificios de la regadera para después caer sobre la tierra que alimentaba y sostenía los rosales.
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