Capítulo XXXI

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        Tyson
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Estaba sentado tranquilamente en mi oficina, revisando unos informes, cuando Carla, mi secretaria, entró sin previo aviso con una expresión preocupada en el rostro.

—Señor, hay un nuevo cargo en su tarjeta por diez mil dólares —dijo, sosteniendo un extracto bancario.

Sonreí con ironía y asentí lentamente.

—Aún no se le pasa el berrinche a mi esposa —respondí, sin levantar la vista de los papeles.

Carla frunció el ceño, claramente confundida.

—¿Por qué está enojada?

Suspiré y dejé el informe sobre mi escritorio antes de mirarla a los ojos. Sonreí con orgullo antes de decir:

—Le escondí sus pastillas anticonceptivas y ahora está embarazada.

Carla negó con la cabeza, incrédula, y se retiró de la oficina, murmurando algo ininteligible. Apenas habían pasado dos minutos cuando volvió a aparecer en la puerta.

—Unas personas quieren verlo, señor.

Le hice un gesto para que los dejara pasar, y en pocos segundos, once individuos entraron en mi oficina. Uno de ellos se sentó en la silla frente a mí, mientras que los otros diez se quedaron de pie. Me quedé paralizado, el corazón latiendo con fuerza en mi pecho. Nueve de ellos tenían el rostro de mi esposa. Pero lo que realmente me dejó sin aliento fue ver que el décimo tenía mi propio rostro.

—Víctor —pensé, sintiendo un escalofrío recorrerme la espalda.

   —Asi es —dijo el hombre sentado frente a mí. Su cabello largo atado en una coleta baja y sus ojos mirándome con confianza.

   —¿Que está pasando aquí? —pregunte, levantándome de mi silla.

  —¿Que no es obvio? La maldición ha sido rota, estás muerto Tyson.

  —No, eso no puede ser posible. Acabo de hablar con mi secretaria, mi esposa me espera en casa, está embarazada solo…

  —Tu esposa en estos momentos se está culpando por tu muerte Herthowne —dijo sacudiendo la cabeza —, pero no te preocupes, los golpes que le están dando no le haran daño al bebé, aún es muy pronto de todos modos.

  Sus palabras provocaron que cayera sentado otra vez, recordando los eventos que habían sucedido esa noche. Lyrae siendo apuntada por el arma de Samuel, y como ese hijo de puta la había amenazado para que disparara.

  —¿Estoy muerto? —pregunté, aún sin poderlo creer.

  —Eso mismo acabo de decir. Se los dejé claro a los dos varias veces. Solo el sacrificio del amante torturado pondría fin a la maldición. Victor era el amante torturado, por lo tanto al ser tú su reencarnación el peso del sacrificio recaía sobre tus hombros. Y lo hiciste, te sacrificarte por una niña inocente, por que tú esposa no tuviera que cargar con la culpa de haberle quitado la vida.

   —Sin embargo ahora se culpa de haberme quitado la mía.

  —Es cierto, pero no podría ser todo del color de rosas.

   —Estoy muerto, no creo que nada sea de color rosa.

  —Bueno, ya eso es pesimismo. Piensa que los liberaste a ellos —dijo señalando a las personas que aún estaban en silencio.

  —Quiero volver —dije, decidido a hacerlo lo que fuera con tal de estar junto a mi mujer.

  —Eso no es posible —negó el hombre ante mi.

  Vi como una de las mujeres caminaba hacia adelante. Tocaba el hombro del hombre y sonreía.

  —Creo que se merecen otra oportunidad ¿No crees? —dijo ella con calma.

  —Arabella, no creo…

—Vamos Adolf, ellos ya han pagado demasiado por las decisiones que se tomaron en el pasado. Merecen vivir su amor como Bella y yo no pudimos, dale esa oportunidad —pidió Victor, acariciando la cintura de Arabella.

  —Por favor —No me importaba rogar si con eso volvería a ver a Lyrae.

  —Bien —dijo levantándose, dándose la vuelta y caminando hacia la puerta —. Esta es tu última oportunidad, no la desaproveches.

  Arabella y Victor asintieron, saliendo tras él, no sin antes murmurar un gracias.

  Una de las mujeres se acercó a mí. No parecía mayor de veinte años. Era la más joven de las nueve, lo que solo podía significar una cosa. Ella suspiró y sonrió.

   —Cuida mucho de mi pequeña valiente —dijo —Dile que estoy muy orgullosa de ella y por favor, dile a mi hermana que no fue su culpa.

  Dedicándome otra sonrisa de agradecimiento salió por la puerta, desvaneciéndose en el aire.

  Cerré los ojos y cuando los volví a abrir, estaba en una habitación de hospital. Sentí la frialdad de la muerte dejándome lentamente, como una sombra que se retira al amanecer. Un llanto desconsolado resonaba en las paredes silenciosas y un cuerpo que conocía muy bien estaba presionando el mío.

—Me estás aplastando —dije con voz ronca, y el llanto se detuvo abruptamente.

Mi esposa levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los míos. Su rostro pasó de la tristeza a un terror absoluto en cuestión de segundos. Se apartó de mí de un salto, gritando de horror.

—¡No puede ser! ¡Tú estabas muerto! —gritó, retrocediendo mientras su rostro pálido se descomponía en una mueca de incredulidad y pánico.

No pude evitar una sonrisa burlona, disfrutando del caos que mi resurrección había causado.

—Sí, pero ya no —respondí con una tranquilidad inquietante, levantando una ceja mientras la observaba con diversión.

Ella se tambaleó, tropezando con una silla detrás de ella, sin dejar de mirarme como si fuera una aparición.

—¿Cómo... cómo es posible? —balbuceó, su voz temblando.

Me incorporé lentamente, sintiendo cada músculo y cada articulación como si estuvieran despertando de un largo letargo.

—Es una muy larga historia Krolik —dije, disfrutando del miedo en sus ojos.

Ella se llevó las manos a la boca, tratando de contener otro grito, mientras yo me divertía con su reacción, saboreando cada segundo de su pánico.

  Pero de repente, algo cambió. Sus lágrimas volvieron a brotar, pero esta vez no eran de miedo, sino de alivio. Se acercó lentamente a mí, extendiendo una mano temblorosa hasta tocar mi rostro. Sentí su calidez, y sus dedos se deslizaron con suavidad por mi mejilla.

—No puedo creer que realmente estés aquí... —susurró, dejando escapar un sollozo que parecía liberar toda la tensión acumulada—. Te he echado tanto de menos.

Nuestros ojos se encontraron, y por un breve momento, el mundo exterior dejó de existir. Solo estábamos ella y yo, en esa pequeña burbuja de tiempo que habíamos creado. La puerta de la habitación se abrió de golpe, rompiendo ese hechizo momentáneo. Hans entró precipitadamente, con el rostro cubierto de preocupación.

—¡¿Qué está pasando aquí?! —exclamó, deteniéndose en seco al verme. Sus ojos se abrieron de par en par y su rostro perdió todo color—. No... no puede ser...

Lo miré con una expresión calmada y una sonrisa que bordeaba lo siniestro.

—Sí, Hans. Ya sé, estoy bastante diferente. Como más... vivo, diría yo.

Hans retrocedió un paso, su rostro completamente pálido. Podía ver cómo sus manos empezaban a temblar, y su respiración se volvió errática. Mi esposa se volvió hacia él, aún con lágrimas en los ojos, pero ahora con una chispa de esperanza.

—Hans, es real. Está aquí, con nosotros. No sé cómo, pero está vivo.

Hans tragó saliva, tratando de encontrar su voz.

—Esto es imposible. No hay manera de que... —Sus palabras se quedaron colgadas en el aire, incapaz de articular lo que estaba viendo.

Me incorporé un poco en la cama, estirando mis extremidades como si estuviera probando los límites de mi nuevo estado. Cada movimiento se sentía más real, más vibrante. Miré a Hans, quien no podía apartar la vista de mí.

—Parece que necesitamos una nueva perspectiva sobre lo que es posible, ¿no crees? —le dije, disfrutando de su desconcierto.

Él asintió lentamente, aún sin poder procesar lo que estaba ocurriendo. Lo único que importaba en ese momento era que estaba de vuelta, y las razones o los cómo podían esperar.

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   Tres semanas después ya estaba en casa. Los médicos no creían posible mi resurrección, por lo que me mantuvieron más tiempo en el hospital haciéndome pruebas, aunque yo estaba completamente bien. La herida de mi cabeza estaba sanando día a día y la de mi pecho igual.

   La que no estaba tan bien era mi esposa. Pasaba más tiempo en la cocina, comiendo cualquier tontería y en el baño después vomitándola que conmigo.

   Yo la consolaba, le palmeaba su espalda mientras estaba inclinada sobre el váter, pero sin que ella me viera sonreía de felicidad. Sabía lo que todo aquello significaba, no obstante, no sería yo quien se lo diría. Ella sola tendría que darse cuenta, no me iba a arriesgar a que supiera que le había robado las pastillas anticonceptivas a propósito para que tuviera a mi bebé.

   Algo que se sentía tan lejano en ese momento. Había aceptado hacía tiempo que aquello fue solo una de tantas excusas que yo mismo me ponía para estar cerca de ella. Como se lo dije aquella vez, si de verdad hubiera querido matarla, ni siquiera me hubiera tomado tanto tiempo hacerlo. Aquella misma noche hacía ya diez años lo hubiera hecho, pero no lo hice. Algo me lo impidió y sabía, después de haber muerto y vuelto a la vida, que por mucho que nos hubiéramos negado, estábamos destinados a estar juntos.

   —¡Tyson! —llamó Lyrae desde nuestra habitación.

   Pasé la mano por la cabeza de Zeus quien dormía plácidamente sobre el sofá, algo que había empezado a hacer gracias a mi esposa, y descalzo caminé a su encuentro.

  La encontré sentada en la cama, sosteniendo una prueba de embarazo en su mano. Sabía el resultado de dicha prueba, y eso hizo que una sonrisa se deslizara por mi rostro. Sonrisa que oculté antes de hablar.

  —¿Paso algo? —pregunté haciéndome el inocente.

  —Dimelo tu —Me lanzó la prueba hacia la cara, con mucha suerte logré esquivarla —¿Cómo me explicas que esté embarazada Tyson Herthowne?

  —Bueno, Krolik cuando dos personas se aman mucho y esas personas les gusta mucho saciarse del cuerpo de la otra, pues eso suele suceder.

  —¿Intentas hacerte el gracioso? —preguntó y la manera en que lo hizo erizó los vellos de mi cuerpo.

   —No señora.

   —Bien, porque no le encuentro la gracia. Estoy embarazada porque mis pastillas anticonceptivas desaparecieron. ¿Tienes algo que ver en eso?

  —Yo, no claro que no

  —Déjame reformular la pregunta, ¿Tienes algo que decir en tu defensa?

  —Mierda —solté, porque ya era tarde, ella ya sabía que había sido yo.

  —Te voy a matar y está vez no habrá poder que te reviva —amenazó, tomando unos de sus frascos de crema y lanzándomelo.

  Me dió en el hombro, pero solo porque logré apartar mi cabeza a tiempo. La puntería de mi mujer no era nada discutible.

  A aquel frasco le siguieron más, el cepillo para el pelo, mis propias colonias, todo lo que estaba al alcance de la diminuta mano de mi mujer terminó muy cerca de mi rostro. Algunos le dieron, sin embargo.

  Cansado de los golpes corrí hacia ella, me puse detrás de su espalda y la abracé.

  —Te odio —dijo.

  —No, no lo haces. Me amas tanto como yo te amo a ti y los dos vamos a amar a esta nueva personita mucho más —dije, acariciando su vientre aún plano. —Vy oba - moya tselaya zhizn. Ustedes dos son mi vida entera —repetí para que ella me entendiera

  Las palabras en ruso describían mis sentimientos por mi esposa y nuestro bebé. Ellos eran mi vida entera.

  Habíamos pasado por mucho para llegar a aquel momento; sin embargo, no cambiaría ninguno de los pasos que nos condujeron a ese momento. Volvería a morir cuántas veces fueran necesarias si al final tuviera a mi esposa en mis brazos, con nuestro hijo en su vientre. Solo nos quedaba ser felices.

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