Capítulo IV
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Lyrae
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Cuando vez una película de terror sabes perfectamente que si la protagonista entra a algún lugar oscuro termina muerta. Yo lo sabía, millones de veces le grité a la pantalla que no entrara, que saliera corriendo, sabiendo que eso no cambiaría nada, era solo una escena ya hecha. Sin embargo, ahí me encontraba yo, linterna en mano, bajando por unas escaleras cubiertas de moho, después de atravesar un túnel secreto que se había abierto en la biblioteca de la mansión de más de cuatrocientos años de mi familia.
Me esperaba cualquier cosa, desde un ataúd con un vampiro dentro, hasta la guarida de un multimillonario que salía a cazar delincuentes en las noches para meterlos en la cárcel. Pero ninguna película me preparó para lo que me encontré.
Al final de la escalera había una reja con barrotes fríos y un poco oxidados. Estaba abierta por lo que no pasé trabajo para atravesarla. Unos pasos más adelante me encontré con una puerta de acero. Se veía que tenía unos cuantos años, pero no tantos como parecer de mil setecientos. Había una rueda en el centro que al girarla hizo que la puerta se abriera.
Alumbré con la linterna el lugar, temiendo encontrar algo terrorífico, pero estaba vacío.
Al poner un pie dentro, supe que todo en mi vida daría un giro de ciento ochenta grados. Y no era por la cantidad de cosas materiales que había dentro de ese sótano, sino porque era el mismo con el que hacía solo unos minutos atrás había soñado.
Todo era idéntico. La rejilla en lo alto de una pared, casi tocando el techo, que estaba segura daba a alguna parte del jardín. Las paredes mohosas y el frío suelo bajo la planta de mis pies. Había una cama en una esquina con un colchón desnudo, viejo y lleno de manchas de humedad. Debajo se asomaban grilletes de hierro que me hicieron preguntarme ¿A quién habían encerrado en ese lugar?
A leguas se notaba que era lo más similar a una prisión. El porqué existía en una casa que se suponía era de una simple familia adinerada más, era la más grande de las interrogantes.
Las paredes estaban decoradas con garabatos inquietantes. Me fijé en la puerta, la parte que daba hacia adentro tenía marcas de arañazos, como si alguien hubiera intentado desesperadamente escapar de allí. El olor a podredumbre invadía mis sentidos, haciendo que mi estómago se retorciera de repulsión. De repente, un escalofrío recorrió mi espalda cuando escuché un débil, pero perturbador gemido, mi cuerpo se congeló, pensando que alguien más estaba en la habitación, sin embargo, no había lugar para esconderse, por lo que solo era mi mente jugándome una mala pasada una vez más.
Como llevada por el instinto moví un poco la cama, lo suficiente para ver la pared y darme cuenta de que uno de los ladrillos con un infinito grabado de manera rústica, no estaba bien colocado, que sobresalía un poco. Era algo sutil, nadie que no supiera lo que buscaba no podría haberse dado cuenta. ¿Cómo era que yo sabía dónde buscar? Era algo que ignoraba, solo fue instinto.
Saqué el ladrillo y me di cuenta de que estaba hueco que dentro había un objeto, envuelto con en un pedazo de tela. Lo saqué y puse sobre el colchón. Quite la tela y descubrí un libro y un bolígrafo antiguo, con restos de lo que imaginaba eran costras de sangre, como si la tinta se le hubiera acabado y hubieran usado su propia sangre para escribir.
Tomé el libro y sin perder ni un segundo más, salí de ese terrorífico lugar.
Cuando llegue a la biblioteca de nuevo, quite el libro que había abierto la puerta secreta y lo puse sobre el escritorio, donde recordaba haberlo visto está tarde cuando buscaba a la extraña mujer del guardapelo.
La portada del libro se veía desgastada, con manchas de humedad que le conferían un aspecto envejecido. Era de un marrón claro casi amarillento, con detalles que parecían haber sido dorados en algún momento, pero su brillo se había desvanecido con el tiempo. Pese a ello, seguía mostrando cierta majestuosidad. Sin embargo, lo más inusual era la ausencia de título o nombre en la portada.
Al abrir la primera página, descubrí el porqué. Un olor a moho y antigüedad impregnaba el aire al hojear las primeras páginas, mientras que las letras comenzaban a desvanecerse con la acción del tiempo y la humedad. Era evidente que este libro, a pesar de su apariencia imponente, había pasado por numerosas manos.
Era un diario, el nombre de la dueña estaba escrito al pie de la página y tuve que leer dos veces para entender las desgastadas palabras.
Emmeline Willsom.
¿Era posible que fuera la dueña del guardapelo? Su apellido no era Lovelace por lo que era normal que no apareciera entre los registros de la familia. Pero ¿Qué hacía su diario en el sótano secreto? ¿Había sido a ella a quien mantuvieron cautiva en ese lugar?
Sin perder el tiempo pasé la página y leí la primera entrada del diario.
Querido diario:
Ayer padre me informó que había prometido mi mano. No me quiso decir a quien, solo me informó que lo vería en la fiesta que se realizó hoy, en dónde me lo presentaría. Y cumplió su palabra, como siempre.
Me casaría con Henry Lovelace, el hijo de una de las personas más prestigiosas de todo el país. No entiendo por qué si mi familia aunque no es pobre, tampoco está bien acomodada.
Aun así madre está muy feliz. Ella cree que Henry será un buen esposo. Incluso mandó a hacer un regalo especialmente para que me lo ponga en mi boda. Yo no puedo compartir su felicidad, porque a pesar de que no conozco bien a mi prometido, algo en su mirada me produce escalofríos.
Leí página tras página sin llegar a entender quien fue Emmeline y por qué, si se casó con Henry era el rostro de otra mujer el que estaba retratado. Cada palabra grabada en el diario se sentía tan familiar, como si hubiera sido yo misma quien las escribió.
A las cinco de la mañana las palabras se empezaron a difuminar y mi vista se nubló un poco. Sin embargo, algo de lo que estaba escrito llamó mi atención. Me hizo detenerme, cuando ya estaba a punto de cerrar el libro, para leer detenidamente. A pesar de que mi cuerpo se sentía cansado, mi mente estaba completamente despierta.
Ayer recibí de la modista mi vestido de bodas, acompañada por mi madre, aunque no le dijera, sentí la sensación que alguien nos estaba siguiendo. Esta no es la primera vez que me pasa, la semana pasada, cuando la señora Lovelace nos invitó a tomar el té en su casa, me disculpe para usar el tocador y experimenté la misma siniestra sensación.
Espero que no sea nada, hoy debo casarme, y a pesar de que mi futuro esposo es un desconocido para mí, tengo la esperanza de que con el tiempo pueda llegar a quererme.
Mi madre me entregó hoy el regalo que había mandado a hacer. Es un guardapelo con mi retrato y un grabado en la parte de atrás, es de plata, un lujo que para las familias acomodadas puede ser insignificante, pero para la nuestra es precioso. Adoro su obsequio y prometí que cuando tenga una hija, le entregaré el guardapelo.
Quería seguir leyendo, pero no podía, necesitaba alistarme para el día que me esperaba, por lo que cerré el diario y lo deje sobre el escritorio, con más preguntas que respuestas.
Salí de la biblioteca estirando mi cuerpo. Por las ventanas entraba la luz del amanecer provocando que lo que la noche pasada había parecido el escenario de una película de miedo en ese momento mostrara un hermoso espectáculo.
Sin detenerme subí las escaleras y me adentré al baño. Mientras el agua se calentaba me fui quitando la ropa, me recogí el cabello, pues no tenía ganas de lavarlo y no quería que se encrespara con el agua, luego sería un martirio peinarlo. Sin demora entre en plato de la ducha, levanté la cabeza hacia el agua caliente y dejé que está me empapara, que recorriera mi cuerpo, llevándose el sueño y me despejara un poco. Tomé el gel barato con olor a uvas que siempre utilizaba, porque sí, era el más barato que podía comprar y me hacía ahorrar bastante, lo eche en la esponja vegetal y como si fuera algo mecánico me bañé, mientras mi mente recreaba imágenes confusas.
No me gustaban las bodas, tenía la firme convicción de que no me casaría nunca, solo era un trozo de papel, ¿Qué podría cambiar firmar un acta para una relación? Sin embargo, imágenes de un vestido de novia lleno de encajes y bordados no dejaban de pasar por mi mente.
Quizás fuera por el diario de Emmeline, ella se iba a casar, tal vez el sueño y su historia estaban jugando con mi cabeza. No lo sabía.
Luego de bañarme, envuelta en una toalla, puse música en mi teléfono y lo llevé conmigo hasta la cocina mientras preparaba algo de comer. Por suerte para mí, antes de que el señor Palmer despidiera a alguno de los empleados de la casa, la cocinera había dejado la nevera y la alacena llena de comida, al menos no tenía que preocuparme por eso, ni por pagarle al jardinero que iba a seguir atendiendo las flores del jardín. Quizás la vieja bruja le pidió que me vigilara. Cualquier cosa era posible si hablábamos de Ophelia Lovelace, hasta su nombre parecía el de una bruja.
Cuando termine de desayunar, me di un banquete tremendo, porque sí, hacía tiempo no tenía tanta comida para mí sola y si eso solo iba a durar y corto periodo de tiempo, lo iba a aprovechar al máximo. Lavé todo y lo dejé secar sobre la encimera, tenía tiempo y no quería que las cosas sucias se me acumularan. Tomé mi teléfono y viendo que aún me quedaba una hora, subí a mi habitación, cambie de lista de reproducción, escogí una más movida para espabilarme aun más, mientras me vestía para mi segundo día de trabajo.
Esa vez escogí algo sencillo, como no sabía que me deparaba el día, me puse un traje de pantalón y chaqueta, de color beige, el pantalón me quedaba como me gustaba, ajustado, mostrando la poca figura que tenía porque era obvio que si no tienes un centavo, no puedes comprarte suficiente comida para mantener un peso saludable. No estaba en los huesos, pero poco me faltaba. Esperaba que con la comida que había en la casa me alcanzara para recuperar mi peso normal. Que tampoco es que sea mucho, porque soy de esas personas que son como las langostas, todo lo que comen se le va para la cola, lo que se traduce que era mi trasero el que aumentaba de tamaño, al menos era la parte más obvia.
Combiné mi atuendo con unos tacones negros, porque combinaban, y también porque eran los únicos que tenía. Además de un top negro debajo de la americana.
Me veía bien, claro, después de domar mis salvajes rizos, echarme tres capas de corrector, un poco de rubor para no parecer un vampiro, máscara de pestañas y pintalabios nude.
Después de finalizar, me dirigí con diligencia hacia la elegante oficina del señor Herthowne. Era aún muy temprano, así que decidí hacer una parada en el acogedor Starbucks que se alzaba majestuoso frente al imponente edificio. Tampoco te creas que entré y me tomé un café, porque ¿Con qué dinero lo iba a hacer? No, lo que hice fue recostarme al cristal, sacar mi teléfono y hacerme la que estaba entretenida con mis redes sociales cuando en realidad solo miraba la puerta del edificio cada vez que un auto se detenía. Mientras disfrutaba de la vista avisté a un hombre que encajaba perfectamente con la escasa información que había logrado recopilar de Herthowne, descendiendo de un lujoso auto negro. Sin dudarlo, sujeté bien mi bolso, atravesé la bulliciosa calle, dispuesta a alcanzarlo con determinación.
Ignorando por completo a la recepcionista, me lancé hacia el ascensor en un intento desesperado por alcanzar a mi cliente antes de que las puertas se cerraran. Sin embargo, para mi sorpresa, no permitió que estas se movieran. No sé si me vio corriendo hacia él o si escuchó mis gritos desesperados, lo que era vergonzoso en realidad, pero lo cierto es que sostuvo las puertas con firmeza, clavando su mirada oscura en la mía con expresión de sorpresa. En ese momento, algo en su mirada me hizo sentir una ligera incomodidad, como si detrás de su apariencia calmada se escondiera algo más oscuro y perturbador.
—¿Arabella? —preguntó en el momento en que logré llegar. No obstante, cuando sus ojos encontraron los míos, una sonrisa se dibujó en su rostro —. El karma es un bastardo hijo de puta.
Su sonrisa se torció de repente en una mueca siniestra que hizo que mi sangre se helara. Tuve el presentimiento de que esa sonrisa me traería demasiados problemas en el futuro.
Y así fue como la liebre entró, sin saberlo, en la guarida del lobo.
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