Capítulo III
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Lyrae
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Cómo un avestruz decidí meter la cabeza bajo tierra y resolver un problema a la vez. No tenía planeado casarme, no siquiera tenía pretendiente ni lo quería tener. No me gustaba que el dinero fuera a parar a Sutton, era cierto, pero tampoco iba a casarme ni tener un hijo para complacer a una mujer muerta que en vida lo único que hizo fue despreciarme. Así que el fin de semana lo pasé mudándome. Algo que se me complicó bastante al no tener ni un duro.
Metí todo lo que tenía en cajas lo suficientemente cómodas para transportarlas en el metro, una a una. No tenía muchas cosas por lo que con dos cajas y una maleta con toda mi ropa ya estaba oficialmente mudada el domingo.
Fue triste ver cómo diez años de mi vida cupieron en dos cajas y una maleta.
La habitación donde dormiría emanaba un aire de opulencia en cada rincón. Sin embargo, los muebles antiguos y desgastados añadían un toque inquietante al ambiente. El papel de pared con un diseño floral descolorido, las cortinas de terciopelo rojo que en otro tiempo debieron haber sido lujosas, y la cama con dosel, aunque limpia, parecían susurrar historias de tiempos pasados. Frente a la cama y junto a una cómoda que como todo en aquel cuarto había visto tiempos mejores, una imponente chimenea de mármol blanco con detalles en oro se alzaba, en una esquina a su lado, un reloj de pie que parecía salido de una pesadilla, provocaba una sensación de que algo misterioso acechaba en la habitación.
Guardé mi ropa y los pocos objetos que tenía en los cajones. Una mirada al reloj me hizo recordar a una película de terror en la que el silencio solo era cortado por el débil sonido del reloj antes de que saliera un asesino y te cortara la cabeza.
Decidida a alejar de mi vista el reloj que me infundían miedo, tomé el espeluznante objeto y emprendí el camino al desván. El piso de madera crujía bajo mis pies, y las ventanas altas dejaban pasar la tenue luz del crepúsculo, proyectando sombras fantasmagóricas en el pasillo. Mientras subía con cautela la antigua escalera de caracol, los crujidos resonaban en la penumbra de la mansión, el aire pesado y viciado parecía contener susurros de tiempos pasados.
Al subir al ático, me encontré con un espacio lleno de antigüedades y polvo, con vigas de madera oscura que crujían bajo mis pies. El lugar estaba impregnado de un aroma rancio y a madera húmeda, que empujaba a mi nariz a estornudar constantemente. Las ventanas pequeñas apenas dejaban entrar algo de luz, dándole al lugar una sensación de misterio y abandono. No pude evitar sentir un ligero escalofrío mientras me adentraba en ese espacio, sintiendo como si estuviera en un rincón olvidado del tiempo.
Luego de dejar en una esquina el reloj, me di la vuelta para volver a bajar, cuando voltee una caja sin querer.
Todo el contenido terminó en el suelo de madera. Me agaché con cuidado y traté de volver a meter todo dentro de una caja, pero algo me llamó la atención. Era como un medallón de plata, con grabados y una cadena también del mismo material.
Con cuidado lo recogí del suelo. Se sentía pesado en la palma de mi mano, pero era hermoso. Le di la vuelta y en la parte de atrás tenía grabadas las palabras:
Emmeline, siempre en mi corazón.
Te ama Mamá. 1870
La frase me cautivó tanto que no pude resistir la tentación de pasar mi dedo pulgar sobre ella y luego por el borde del collar. De repente, la joya se abrió y reveló una imagen en su interior.
El impacto fue tan fuerte que dejé caer el collar, pero no pude apartar la mirada del retrato que había dentro. Me acerqué de nuevo, temblando, y tomé el collar en mis manos, sin poder creer lo que veía.
Dentro de la joya, había un retrato de una mujer que era idéntica a mí. Su cabello era diferente, atado con lazos, y su rostro era un poco más rellenito, pero era yo. El mismo rostro que veía reflejado todos los días en el espejo.
¿Fue esa mujer parte de mi familia? Me pregunté, olvidándome por un momento de mis problemas.
La curiosidad era mi punto más débil. Por lo que tomé el guardapelo, dejé todo tal como estaba y bajé rápidamente las escaleras, buscando el salón que sabía estaba lleno de los retratos de las familias de todas las generaciones de Lovelace.
El salón era inmensamente grande y en ambas paredes estaban los retratos. Cada Lovelace de sangre era fácilmente reconocible, todos tenían el mismo color de ojos, una herencia genética que me recordaba día a día mi pasado y el peso que tenía mi mirada.
Mi corazón latía con fuerza mientras caminaba por el salón, observando detenidamente cada retrato. Las paredes estaban decoradas con tapices antiguos y el suelo de madera crujía bajo mis pies. La luz entraba por los ventanales, iluminando las imágenes de las generaciones pasadas.
Cada retrato parecía contar una historia diferente, desde el patriarca de la familia con su mirada severa hasta la matriarca con un gesto de orgullo. Me sentí abrumada por la conexión que tenía con estas personas, aunque nunca las había conocido.
El olor a antiguo impregnaba el lugar, mezclado con un suave aroma de flores frescas que provenía de los jarrones colocados estratégicamente alrededor de la habitación.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda al darme cuenta de que llevaba la misma carga genética que ella.
El salón estaba impregnado de historia y misterio, y mientras contemplaba los retratos, sentí que estaba en el centro de un mundo que apenas empezaba a desenredar.
Todos los cuadros compartían la peculiaridad de tener grabada la fecha de su creación en el marco. Busqué el año que estaba inscrito en la parte posterior del guardapelo, pero al llegar al cuadro correspondiente, solo vi la imagen de una familia de cuatro personas. Tres hombres con ojos violetas y una mujer con una expresión triste. Los dos hombres más jóvenes seguramente eran los hijos, mientras que la pareja representaba a sus padres. Ambos tenían una presencia elegante y distinguida, pero algo en la mirada del supuesto hijo mayor me causó un escalofrío y me hizo sentir como si lo hubiera visto en algún lugar antes.
Pensando que quizás solo lo estaba recordando de alguna de mis anteriores visitas, le di la espalda y seguí buscando a la misteriosa chica. En el cuadro del año mil setecientos ochenta y cinco volví a encontrar al joven que tan familiar me parecía, en esa ocasión junto a una mujer hermosa, de rostro dulce, pero algo en su mirada parecía muerta.
Quizás el artista no logró plasmar bien sus sentimientos. Deduje, sin embargo, la niña que estaba a su lado, con el mentón hacia abajo, los hombros tensos y mirando a su padre con absoluto terror me dio la impresión de algo diferente.
Me alejé del retrato y seguí buscando, más no logré encontrar ninguna pista que me dijera que aquella joven pertenecía a mi familia.
Salí del salón, caminé por el pasillo y la sensación de ser observada no me dejaba tranquila, lo que era algo estúpido teniendo en cuenta que era la única persona en esa inmensa mansión.
Sin abandonar mi curiosidad me dirigí a la biblioteca. No sé dónde había oído que las familias antiguas guardaban un registro de sus familiares. Por lo que decidí arriesgarme a buscar el de los Lovelace, total eran las ocho de la noche, ya había comido y no tenía nada más que hacer para matar el tiempo.
Por horas estuve sentada en la biblioteca ante los libros de la familia. No había una Emmeline, en mil setecientos. No siquiera en otro año. Solo había una Emma, pero fue mi bisabuela. No podía ser la misma mujer porque eso solo significaría que tenía más de doscientos años, lo que no era posible.
Los ojos me pesaban, era casi la una de la mañana y unas horas más tarde tendría que presentarme en la empresa del señor Herthowne. Seguía sin saber qué conexión tenía ese hombre con mi familia, sin embargo, no me dejaría influenciar por mi abuela. Iba a ser mi cliente, de él dependía mi trabajo, solo tenía un año para reunir el suficiente dinero para alquilar un buen departamento antes de que me echaran de la mansión.
Con pesar y alejando otra vez la sensación de sentirme observada, caminé hacia la habitación que a partir de ese día y hasta que me marchara se convertiría en mi hogar.
Me di una ducha, me puse mi pijama de shorts y camiseta, me tiré sobre la cama y dejé que el sueño me atrapara.
(***)
El aire frío se colaba por la rendija, intenté alejarme lo más que pude, pero mi cuerpo no dejaba de temblar. El sucio suelo también se sentía helado y mi ropa no era suficiente para protegerme de las bajas temperaturas.
En la oscuridad, sentí algo arrastrarse por mi pierna, dejándome paralizada. El sonido de un siseo cortó el aire y mi corazón comenzó a latir desbocado, sabiendo exactamente qué era lo que se intentaba colar por el bajo de mi vestido.
Presa del pánico, me levanté del suelo, provocando que la serpiente cayera. Me alejé lo más que pude mientras las lágrimas recorrían mi rostro.
—Encuéntranos —susurró una voz en mi oído.
Ya no estaba arrinconada contra la pared, ahora me veía, como si fuera alguien más, un mero espectador.
Una mujer con la ropa deshecha ocupaba mi lugar acurrucada en una esquina. De repente, la cabeza de la mujer, antes baja, se levantó y me miró directamente a los ojos.
—Búscanos —susurró.
Un sonido siniestro y desgarrador me arrancó del sueño con un sobresalto. Mis ojos se abrieron de par en par, encontrándose con la oscuridad de la habitación, apenas iluminada por la tenue luz de la luna que se filtraba por la ventana. Por un instante, creí estar atrapada en la pesadilla que me había atormentado, pero al darme cuenta de que seguía en la mansión, el terror se apoderó de mí.
El ruido se repitió, ahora más agudo y cercano, como si algo o alguien se deleitara con mi miedo. Mi corazón golpeaba con fuerza en mi pecho, mientras mis oídos captaban el sonido de algo arrastrándose por el suelo con un rasguño escalofriante. La mansión debía estar segura; había activado todas las medidas de protección antes de acostarme. La idea de un intruso violando mi refugio me llenaba de un pánico paralizante.
El estruendo se intensificó, mezclándose con el crujido de la madera vieja, provocado por el viento. Mis músculos se tensaron y me quedé inmóvil, ahogando un grito en mi garganta. Mis sentidos estaban alerta, tratando de ubicar el origen de los sonidos que ahora parecían provenir de la planta baja. El miedo me envolvió como una sábana helada, mientras intentaba hallar una explicación lógica. No la había.
Decidida a enfrentar lo que fuera, me levanté de la cama, tomé el bate que siempre guardaba cerca y, descalza, me deslicé por el frío suelo de madera hasta la puerta. La abrí con cuidado, intentando no hacer ningún sonido. No quería alertar a quien o lo que estuviera en la casa.
Salí al rellano de la escalera y comencé a bajarla con cautela, intentando captar cualquier indicio de allanamiento. Me acerqué a la puerta y comprobé la alarma. Seguía funcionando; si alguien había entrado, no había sido por ahí.
Mis pasos se volvieron más lentos y furtivos, cada sombra y rincón oscuro parecía esconder peligros invisibles. El silencio era abrumador, solo roto por mis propios latidos acelerados.
Una sombra se movió repentinamente en el pasillo, provocando un escalofrío que recorrió mi columna vertebral. El terror me paralizó, temiendo lo peor. Un susurro fantasmal resonó a mi alrededor, haciendo que mi corazón se detuviera por un instante. Sentí como si unos ojos desconocidos me observasen desde la oscuridad, alimentando mis miedos y haciéndome dudar de mi propia cordura.
Levanté el bate y a tientas me acerqué a la pared, buscando el interruptor de la luz. Si iba a morir, sería luchando, no esperando el golpe en la oscuridad.
Caminé hacia la biblioteca, donde volví a oír un fuerte ruido. Levanté mi arma y con cuidado empujé la puerta que recordaba haber dejado cerrada. Al entrar al estudio, un viento helado me sacudió, dejándome temblando de frío.
La ventana, que había comprobado estuviera bien cerrada horas antes, estaba abierta. El viento se colaba, moviendo las cortinas de color lila y provocando que varios libros cayeran al suelo.
Asustada, me acerqué lentamente a la ventana y la cerré con fuerza, pero el aire gélido seguía inundando la habitación. De repente, escuché un susurro inquietante que parecía provenir de las sombras. Mis manos temblorosas buscaron desesperadamente el interruptor de la luz, pero al encenderla, solo pude ver una sombra oscura moviéndose en un rincón. Un escalofrío recorrió mi espalda y nuevamente sentí que algo me observaba. El miedo se apoderó de mí y, por un instante, sentí que estar en esa biblioteca era como estar en medio de una pesadilla.
No era una persona cobarde; si sentía miedo, lo escondía y me enfrentaba a lo que fuera. Sin dudarlo, me acerqué a donde me pareció ver algo, pero no había nada. Solo estaba yo. Mi mente me había jugado una mala pasada.
Dejé el bate y me puse a recoger los libros que estaban por el suelo, colocándolos uno a uno en la repisa vacía. Sin embargo, me di cuenta de que, a pesar de estar en orden, no encajaban y me quedaba con uno en la mano. Así que los acomodé por su grosor, colocando el más delgado primero y dejando el más pesado para el final. Cuando puse este último, un ruido en la repisa, seguido de uno más fuerte a mis espaldas, me indicó que algo no estaba bien.
Me volteé y lo que me encontré me hizo tener que cerrar los ojos y volverlos a abrir, porque estaba segura de que lo que estaba viendo no era real.
El último libro había activado un mecanismo que había provocado que una puerta secreta que fácilmente pasaba desapercibida con la pared, se abriera, dejando ver lo que fácilmente era un pasadizo secreto a quien sabía dónde.
¿Cuentos secretos ocultaban las paredes de esa casa? Me pregunté.
Mi curiosidad era demasiado fuerte, por lo que armada con mi bate y una linterna que estaba guardada en uno de los cajones del escritorio, y en ese momento me di cuenta del porqué, bajé las escaleras, sin estar preparada para todo lo que encontraría allá abajo.
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