Capítulo I

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Lyrae
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Si has llegado hasta aquí, te invito a tomar asiento y disfrutar de unas deliciosas palomitas mientras te sumerges en la historia. Pero antes de entrar en materia, empecemos por el principio: el día en el que todo comenzó.

Era ya la tarde del 9 de septiembre y me había pasado la mañana entera repartiendo mi currículum, después de que la compañía para la que trabajaba quebró, no me quedó otra que buscar trabajo de lo que fuera si quería pagar los dos meses de renta que tenía atrasados. Estaba a punto de ir a los bares de striptease a ver si me contrataban para bailar en el tubo, pero eso podría terminar solo de dos maneras, o conmigo en el hospital porque soy demasiado patosa y me podría caer fácilmente del escenario o en la estación de policía por agredir al primer imbécil que quisiera pasarse de listo.

Cuando por fin llegué a casa o, más bien, a mi departamento de un baño, una cocina y, como me gustaba llamarlo, una sala-habitación, lo que se traduce a que no tenía habitación y mi cama estaba en una esquina del pequeño salón. Me quité los zapatos, arrojé el bolso sobre el sofá, y adivinen qué, pues sí, no tengo tanta puntería, por lo que terminó en el suelo, desparramando todo lo que tenía adentro por la alfombra.

Simplemente genial, si no notaron el sarcasmo en esa simple palabra, vuelvan a leer ¿Ok?

Apenas puse un pie en dicho lugar, para recoger todo el desastre, algún desesperado comenzó a tocar la puerta, como si no hubiera un mañana, interrumpiendo el silencio de la habitación, me gustaba ese silencio.

—¿Sí?

—¿Señorita Lovelace? —preguntó una voz masculina que desgraciadamente reconocí al instante.

Si tan solo me hubiera dejado darle un poco de calorcito a mi casa, me hubiera pensado agradecérselo, pero no, mi casero no sabía hacer otra cosa más que molestar.

Con lentitud, sí, porque para que mentirles, no tenía ni pizca de ganas de verle su fea cara, me dirigí hacia la puerta, la abrí lo suficiente para que viera mi hermoso rostro, y sus ojos no se desviaran hacia mis pechos, como hacía siempre que me veía.

—¿Puedo ayudarlo con algo, señor Pérez? —pregunté con impaciencia.

—Llevas dos meses de retraso con la renta —dijo sin más, lo que hizo que rodara los ojos.

—¿Vino hasta aquí para decirme algo que ya sé o necesita algo más?

—La quiero fuera de mi edificio, señorita. Tiene seis días para desalojar el departamento —respondió con una mueca desagradable, qué segura estoy pretendía ser una sonrisa de superioridad —El edificio será demolido, alégrese de que le doy seis días, porque no debería darle ninguno por sus retrasos.

—Vaya que amable —dije con sarcasmo. Él, como persona sin sentido común que era, no entendió y sonrió con más fuerza.

—Podríamos solucionar su problema, solo tendría que…

—Señor Pérez, perdone que lo interrumpa —contesté, porque por supuesto los buenos modales estaban demasiado arraigados en mí —, pero si quiere una prostituta hay muchas en la esquina, no sea tacaño y páguele a una, porque esa es la única manera en la que una mujer se acerque a usted de manera voluntaria. Yo preferiría vivir debajo de un puente, mendigar en la calle y taparme con periódicos que hacer lo que usted de seguro iba a sugerir, así que mejor se lo ahorra. Ahora sí me disculpa, tengo cosas mejores que hacer que verle su babosa cara.

No esperé su respuesta y cerré la puerta. Me recosté a esta dejando escapar un suspiro tembloroso. «¿Y ahora qué voy a hacer?», me pregunté. Sabía que nadie me llamaría tras ver mi currículum ¿Cómo lo harían si mi experiencia se reducía a una empresa que ya no existía? No tenía jefe que me diera una carta de recomendación porque se había suicidado.

A duras penas había acabado la secundaria, no tenía título universitario, solo un certificado por completar un curso online de Marketing. Y todo por escapar de casa a los quince, aunque claramente lo volvería a hacer.

Una solitaria lágrima se deslizó por mi mejilla. La limpié con rabia antes de que llegara a mis labios. Nada se arreglaba llorando. Si quería salir de ese pozo tendría que…

Mis pensamientos fueron interrumpidos por el sonido del teléfono. Una pequeña luz de esperanza se encendió en mi interior, pensando que podía ser alguien de los tantos lugares en los que dejé mi currículum.

Rápidamente, me alejé de la puerta y caminé, esa vez con paso apresurado hacia el aparato.

—¿Diga? —contesté

—¿Señorita Lovelace? —preguntó una voz de hombre.

—Sí, soy yo —confirmé.

—Buenas tardes, soy Donovan Palmer, abogado de la señora Ophelia Lovelace, su abuela.

—¿Cómo es que tiene mi número? —pregunté, sintiendo como mis manos temblaban y el sudor comenzaba a hacerse presente en mi frente.

—Su abuela contrató un investigador privado antes de hacer su testamento —respondió —, lamentablemente lo encontró cuando la señora Ophelia estaba ya gravemente enferma.

—¿Está?

—La señora acaba de fallecer, señorita. Dejó especificadas unas estipulaciones sobre cómo quería que se llevara a cabo su funeral y entierro. Estos se harán como ella lo pidió y se realizarán este sábado.

—Señor Palmer, puede que suene cruel, y más sin que usted me conozca, pero no me interesan en absoluto las estipulaciones de mi abuela para que la sepulten bajo tres metros de tierra. Si está esperando que llore, o que le exija que yo me voy a ocupar de algo, puede estar tranquilo porque no lo haré. Por mí la pueden meter en una fosa común, o dársela a los tiburones, me da realmente igual.

—Señorita Lyrae. Su abuela sabía que usted respondería algo similar, por lo que no se preocupe. La llamaba para decirle que ella la estipuló como única beneficiaria de su herencia, la cual le voy a leer el sábado tras el entierro. La única condición de Ophelia fue que apareciera como su familiar —dijo y tuve que repetir varias veces sus palabras en mi mente para que mi cerebro pudiera procesarlo —¿Sigue ahí?

Quería decirle que no, que no iría. Que la vieja se podría pudrir en el infierno con todos sus millones. Mi orgullo y los recuerdos eran demasiado fuertes.

—Sí, ahí estaré el sábado —respondí, en cambio.

—Me complace oírla, le mandaré un mensaje con la hora y el lugar en donde se tendrá que reunir conmigo. Que pase buena tarde —se despidió antes de colgar.

Y así, lo que ya era un mal día, acabó por empeorar. Es que ya lo decía yo, cuando nací, los que escribían mi destino estaban drogados con alguna mierda angelical o qué sé yo.

No me llevaba bien con mi abuela, eso era algo obvio. Si acaso había visto a la bruja, una o dos veces, porque a la señora le desagradaba mi presencia. No solo había sido el producto de una unión que ella no aprobaba, sino que para acabarla de joder, nací mujer, para decepción de mis padres y de todo el linaje Lovelace. No obstante, era la única persona de mi familia que aún permanecía con vida, la señora tenía más años que Tutankamón y eso era mucho decir, lo que era extraño, puesto que todos en esa familia murieron jóvenes. A alguien allá arriba ya no le quedaba nadie a quien matar, solo estaba yo.

Ese conocimiento hizo que algo en mi cabeza hiciera clic y sentí como si un peso se hubiera levantado de mis hombros. Ya no tenía que esconderme, ni mirar siempre por encima de mis hombros con miedo a que me encontraran y me hicieran regresar. No tendría que preocuparme por el dinero tampoco, mi familia era asquerosamente rica. Mi padre fue un importante político y mi tío un magnate inmobiliario. Mi abuela había sido una socialité y por muy poco que me hubiera dejado, al menos tendría algo de dinero hasta que pudiera encontrar algún trabajo. Quizás ir a la universidad.

Con ideas cada vez más ambiciosas me dirigí a la cocina. Encontré una botella de vino por la mitad, me dio igual que apenas fueran las tres de la tarde, cualquier hora del día era buena para ahogar las penas, que ya no tenía, en alcohol. Sin preocuparme por buscar una copa, que tampoco tenía, o un vaso que posiblemente estuviera sucio porque no fregué la loza la noche anterior; bebí directamente de la botella mientras me sentaba en el sofá, mirando fijamente a la pared.

Una hora después, la botella vacía decoraba el suelo mientras yo trataba de concentrarme en la información que aparecía en la pantalla de mi portátil. Seguramente por el alcohol que corría por mi sistema, aunque también podría ser mi déficit de atención, no estoy segura.

Un anuncio apareció de repente, una oferta de empleo tan tentadora que tuve que parpadear varias veces para aclarar un poco mi cabeza, sin embargo, no desapareció. Era para una agencia de relaciones públicas, un empleo soñado, si tan solo tuviera todos los requisitos que pedían. Apenas pude conseguir mi título de marketing, no hablaba ningún idioma excepto el español y eso aún estaba en duda, eso sin contar con todos los demás requisitos. ¿No podía postularme a un empleo en el que pedían tantas cosas, verdad? Tampoco era experta en el área, en realidad no sabía que existían las agencias de relaciones públicas hasta ese momento.

Tal vez el alcohol hizo algo más que enredarme el cerebro, pues cinco minutos después estaba mandando mi currículum a la empresa, total, nada tenía que perder, literalmente. Lo peor que podría pasar era que no me llamaran. Y como siempre decía, que fuera lo que Dios quisiera.

Cerré la computadora y abrazada a uno de los cojines, me acurruqué en el sofá en posición fetal. Los ojos me pesaban y sin poder evitarlo, Windows se me cerró, vamos, que me quedé dormida.

(***)

—¡Déjeme salir! —grité, mientras golpeaba la puerta con mis puños, llenándolos de la suciedad de esta.

La única fuente de luz era una pequeña ventana en lo alto de una pared, a través de la cual se colaba la escasa luz del día. El ambiente era húmedo y sombrío, con paredes de piedra y suelo de tierra. No sabía ya cuánto tiempo llevaba encerrada con la única compañía del moho que se adhería a las paredes y las telarañas.

Mis ropas estaban desgarradas y sucias, mi cuerpo mostraba señales de agotamiento. A mi alrededor, se podían ver algunos muebles viejos y polvorientos, así como restos de comida y botellas vacías.

El silencio del sótano era interrumpidqo únicamente por el eco de mis propios sollozos y gritos, además del crujir de las vigas de madera que sostenían el techo. La sensación de desesperanza se cernía sobre mí, mientras anhelaba desesperadamente ser rescatada de mi cruel cautiverio.

—¿Serás una niña buena? —preguntó una desagradable voz masculina del otro lado de la puerta, haciendo que el vello de mi cuerpo se erizara y un escalofrío de terror recorriera mi espina dorsal.

El estridente sonido del teléfono me despertó a la mañana siguiente, sacándome de tan extraña pesadilla. Sin abrir los ojos, busqué a tientas el aparato. Me caí al suelo, pero finalmente y tras tremendo golpe en la nariz, terminé por encontrarlo y llevármelo a la oreja, demás está decir que no sabía si había descolgado la llamada o simplemente quien fuera que estuviera llamando se hubiera cansado.

—¿Diga? —pregunté por si las moscas y porque aún estaba dormida, ¿vale?

—¿Lyrae Lovelace? —preguntó una voz femenina y todo se sintió como un déjà vu.

—Sí —contesté sentándome y, como no podía ser de otra forma, calculé mal el lugar y mi trasero golpeó el suelo. Hice una mueca por el dolor, evitando hacer cualquier sonido, se suponía que debía ser seria, cosa que ni era, ni soy para que estemos claros.

—Llamo de Pulse PR agency. Nos gustaría saber si está disponible para una entrevista esta tarde a las cuatro.

—¿Disculpe? ¿Esto es una broma? —pregunté segura de que lo que estaba sucediendo no era real y lo más probable era que fuera producto de mi imaginación, quizás aún estaba soñando. Aunque mi trasero dolía como si fuera real.

—No, señorita, no es una broma. La llamamos porque su currículum fue seleccionado por uno de los directivos para realizar la entrevista ¿Podría confirmar si estará disponible para asistir?

—Sí, por supuesto —aclaré despejándome por completo. Mentira, seguía medio dormida, pero intenté sonar como si estuviera bien despierta.

—Bien, nos vemos esta tarde —diciendo esto colgó.

Recosté la cabeza al asiento del sofá, aun con el teléfono pegado a la oreja, y cerré los ojos sin poder creer aún que mi suerte estuviera empezando a cambiar. Y conociéndome, eso no estaba pasando. «Lo más probable es que cuando vaya a la entrevista, digan que todo es un error», pensé en ese momento. «Quizás el entrevistador sea uno de esos psicópatas que tiene fetiche con rechazar a la gente, ¡Oh dios! ¿Y si tiene fetiche de algo más?» «¡Tranquilízate, dramática!»

Pasé el día como si estuviera en una burbuja, recogí el desastre en el que tenía convertida mi casa, mandé más currículums, porque estaba segura de que todo sería un error, y cuando llegó la hora, me preparé para la dichosa entrevista, mentalizándome para no tener expectativa alguna, así si me rechazaban no me sentiría tan desanimada.

Sin embargo, pese a lo que yo creía, terminaron contratándome y asegurándome que era la persona perfecta para el puesto que, para ser sincera, no recordaba cuál era.

Regresé a casa en una nube de felicidad que se rompió cuando me crucé en el rellano con mi casero baboso, quien volvió a recordarme frente a los demás vecinos que tenía pocos días antes de ser desalojada. Como ya había dicho, mi sola existencia llama a la mala suerte. Y para acabar de rematar, me llamaron de la funeraria. En fin, que mi fin de semana se fue a la mierda.

Cuando por fin llegó el viernes, me encontré desesperada por empezar una buena semana. Sabía que este trabajo era una oportunidad única y no podía permitirme cometer ningún error.

Llegué temprano, lo que ya es mucho para mí que suelo siempre encontrar algún contratiempo que me retrase, a las siete ya estaba en la empresa y fui recibida por la misma mujer que me llamó, quien recuerdo se llamaba Hannah. Ella se encargó de hacerme un recorrido por todo el lugar y de presentarme a los que serían mis compañeros de trabajo. El recorrido finalizó frente a una puerta de cristal esmerilado, la oficina de quién sería mi nuevo jefe.

Hannah la abrió y automáticamente dibujé una sonrisa profesional en mi rostro. Sonrisa que se borró apenas mis ojos, hicieron contacto con unos ojos que conocía muy bien.

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