Capítulo veintiuno

Toqué la puerta y bajé la cabeza, mientras que la cuchilla la llevaba a mi espalda. Quien vino a recibirme fue la madre de Daisy, si está con ese imbécil y su hija está en ese estado, significa que tampoco le importa. ¿Por qué me debe importar a mí? 

—¿Qué se le ofrece?

Al ver que estaba ella sola en la puerta, cubrí su boca con la mano y le clavé el filo de la cuchilla en el costado; luego lo torcí como acostumbro a hacer, para asegurarme de causarle el mayor dolor posible. 

Caminé con ella dentro de la casa y con mi pierna, cerré la puerta detrás de mí. El viejo se levantó del asiento, sin comprender lo que estaba sucediendo. Ante sus ojos, debía estar pensando que un desconocido estaba abrazando a su mujer, hasta que la dejé caer. Aún respiraba, pero no le iba a quedar mucho tiempo. 

El hombre salió corriendo por el pasillo de la casa y me le fui detrás. Abrió una puerta para tratar de entrar en ella, pero puse mi brazo por alrededor de su cuello y clavé el cuchillo en su espalda.

—Te dije que andaras con cuidado, pero por lo que veo, no hiciste caso. 

Habían unas escaleras y, supuse que, era el sótano a donde se dirigía. Quité mi mano de su cuello, haciéndolo rodar escaleras abajo. Sus quejidos de dolor eran lo único que se escuchaba. 

—Aquí nadie nos molestará. 

Por la hora que era, aún faltaba para que lleguen sus perras hijas. Tengo tiempo para divertirme un poco con este viejo. 

Bajé las escaleras y vi a Daisy sentada, con una mano sujetando su brazo. Miró a su padrastro y luego me miró, ni siquiera lucía asustada. Siempre lo he dicho, esa mujer es rara; quizá sea tiempo de acabar con su sufrimiento también. 

Pasé por encima de la espalda de su padrastro y me acerqué a ella; me agaché y acerqué la cuchilla a su cuello. Creí que se asustaría y me mostraría, quizás una expresión de pánico o algo parecido, pero no. He querido ver esa expresión en ella, pero jamás la ha tenido. A pesar de todo lo que le pasa, ella sigue teniendo la misma expresión tonta y esa mirada vacía que me trae tantos recuerdos. 

—Gracias — murmuró. 

Podía esperar cualquier cosa, menos eso. 

—¿Y qué te hace pensar que lo hice por ti?

—¿Y no fue así? 

—Claro que no. ¿Qué debería hacer contigo ahora?

—¿Vas a matarme? — sonrió ladeado. 

—¿Por qué sonríes al preguntar eso? ¿Tantas ganas de morir tienes?

—Es irónico. Aún viendo que acabas de atacar a mi padrastro, no puedo sentir miedo de ti. He perdido cabeza, ¿verdad?

—En primer lugar, no creo que hayas tenido cerebro alguna vez. 

—Eres muy orgulloso, creo que eso es lo que te hace especial. 

—¿Es eso una confesión?

—No, animal. 

—Deberías medir tus palabras y, más, cuando tengo esta cuchilla en tu cuello, ¿no crees? Se me puede mover la mano sin querer. 

—Una vez dijiste que imaginara a un genio que pudiera cumplir uno de mis deseos, ¿eras tú ese genio? 

—Quién sabe. 

—¿Puedo pedir un deseo ahora? 

—Haz lo que quieras. 

—Mátame — sonrió de una manera que nunca lo había hecho, era como si realmente deseara eso. 

Me sentí tan irritado que tuve que suspirar. 

—¿Cómo puedes pedir algo así con esa sonrisa tan despreocupada, estúpida? Solo por llevarte la contraria no lo haré, aunque debería hacerlo— alejé la cuchilla de su cuello—. ¿Qué le pasó a tu brazo? Déjame ver — bajé la manga de su camisa y me di cuenta de que lo tenía dislocado; sus hombros y pecho estaban llenos de moretones, muchos más que los que vi en aquella ocasión—. ¿Estos hijos de puta creyeron que eras un saco de boxeo o qué? ¿Hace cuánto estás así? ¿Te duele mucho?

—El dolor es intenso en ocasiones, pero es como que se adormece por unos momentos. No me he atrevido a moverlo, ni a tocarlo mucho— miró hacia las escaleras, y el viejo estaba arrastrándose tratando de subir los escalones.

—Tranquila, no irá lejos. Voy a atenderte primero— acerqué la cuchilla a su manguillo y lo corté.

—¿Sabes lo que haces?

—Más de lo que crees. Quédate quieta. Dolerá mucho, así que aguántate. 

—¿Puedes contar al menos? 

—Cuenta hasta tres, cobarde— como si fuera a esperar eso. 

Ella comenzó a contar y, según dijo el uno, lo acomodé de un tirón. Al oír su quejido, reí, trayendo a mi mente varios recuerdos. 

—Así mismo chillaste cuando te desvirgue. 

—¡Eres un imbécil! ¿Cómo puedes reírte de esto?

—Soy un animal, ¿lo olvidaste? Tu gesto de dolor me hace recordar buenos momentos, ¿por qué no reírme?

—Estás mal de la cabeza. 

—Ahora que lo veo de esta forma, tenemos muchas cosas en común.

—¿Eso qué significa?

—Nada, quédate así mientras me encargo del resto. 

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