Capítulo ochenta y seis

Subí la corta escalera con la mente en ebullición, tratando de idear un plan que nos permitiera avanzar sin alertar a los guardias. Eran cinco y Daisy debía reubicarse en lo alto para tener mayor alcance y visibilidad. 

Rebusqué en cada rincón del jardín, capturando cada detalle con la precisión de un fotógrafo obsesivo. La fuente de ángeles, con sus estatuas de mármol mirando al cielo estrellado, se alzaba imponente en el centro del jardín de los Reyes Caudillos, bañada por la luz plateada de la luna. Las flores que bordeaban los senderos exhalaban su fragancia embriagadora, aunque irritante para mi gusto. 

Mi mente estaba enfocada en otra cosa. Mis ojos detectaban cada sombra, cada movimiento, identificando la ubicación exacta de cada uno de los hombres que custodiaban el jardín. Uno de ellos se hallaba cerca de la puerta del rey Casto, mientras que el otro permanecía vigilante junto a la entrada que conducía a la sacristía, el punto de acceso crucial para nuestra infiltración en el interior de la catedral.

Con la Beretta sujeta con firmeza en la mano por dentro de mi chaleco, evalué nuestras opciones. Necesitábamos algo ingenioso, algo que nos permitiera avanzar. Entonces, una idea brilló en mi mente como un rayo de luz en la oscuridad.

Me acerqué a la fuente de ángeles y deslicé una moneda de oro en la boca de una de las estatuas, activando un mecanismo oculto que provocó un suave murmullo de agua. Mientras el sonido del agua enmascaraba mis movimientos, me deslicé hacia la sombra de los arbustos, utilizando la vegetación como cobertura mientras me aproximaba con sigilo a la puerta de la sacristía.

Tras entrar en la capilla de San Juan Bautista, me encontré con dos hombres de espaldas, absortos en su ridícula y aburrida conversación. Con cuidado me acerqué, asegurándome de mantenerme fuera de su campo de visión. Con un ligero movimiento, les disparé por la espalda, y rápidamente arrastré sus cuerpos por separado por detrás del altar para ocultarlos de la vista.

La sala principal era el lugar más peligroso y concurrido, estaba siendo demasiado vigilado y la cantidad de hombres armados era alarmante. Además de lo complicado que sería encontrar cobertura, la necesaria para dar de baja a uno por uno. 

Me asomé para llevar un conteo, pero debo admitir que me impresionó la majestuosa vista que se desplegaba ante mí. Las paredes estaban adornadas con frescos antiguos que representaban escenas bíblicas, iluminadas por la luz tenue que se filtraba a través de los vitrales de colores. El suelo de mármol pulido reflejaba la luz de las lámparas de araña que colgaban del techo abovedado. Altas columnas de mármol sostenían el techo abovedado, mientras estatuas de santos vigilaban desde los nichos a lo largo de las paredes. El aroma a incienso impregnaba el aire, añadiendo una atmósfera solemne y algo inquietante. 

Al fondo, en el centro del salón, se alzaba un imponente altar tallado en madera dorada, decorado con relieves elaborados y candelabros de oro, además de un gigantesco crucifijo que presidía el espacio, atrayendo fácilmente la mirada con su extraña expresión melancólica. A su alrededor, bancos de madera finamente labrada se extendían en filas ordenadas, esperando a los fieles que acudieran a orar. 

Las estatuas que lo rodeaban parecían observarme con ojos severos, como si conocieran mi propósito y juzgaran mis acciones. Nunca he sido un fiel creyente, pero sería muy hipócrita de mi parte acudir a un lugar como este por decisión propia, teniendo las manos tan manchadas de sangre y una lista interminable de muertos que perdurarán para siempre en mi memoria y los que aún faltan. 

Me perturbaba hasta más no poder estar en este lugar. Me hacía sentir incómodo, sucio, inquieto. Deseaba acabar con todo esto y salir de aquí. 

Contar exactamente a cuántos me enfrentaba sería una tarea difícil. Algunos estaban esparcidos, otros en grupo por el salón principal. Al intentar comunicarme con Daisy por el auricular, recibí una respuesta diferente a la que esperaba: el sonido ensordecedor de su arma de fuego resonó en mis oídos, indicando que había estallado la confrontación sin siquiera avisarme. 

¿No era ella misma quien me había ordenado que fuera lo más sigiloso posible? 

Desde mi posición en el salón principal, pude ver cómo los hombres reaccionaban al fuego, buscando cobertura desesperadamente. Algunos se resguardaban tras las columnas, otros intentaban esconderse detrás del altar, mientras que unos más se refugiaban entre los bancos. Mientras tanto, desde el segundo piso, Daisy continuaba con su implacable ataque, haciendo que los enemigos retrocedieran.

Consciente de la importancia de mantener a mi mujer a salvo, respondí al fuego enemigo. No podía permitir que nada le ocurriera. Cuando mi cargador se quedó sin balas, actué con suma rapidez, abriendo mi chaleco táctico para recargar el arma. Cambié el cargador, consciente de que cada segundo contaba y ahora que habíamos abierto fuego, la situación se había tornado mucho más peligrosa y arriesgada, además de que habíamos puesto en sobreaviso al objetivo. 

Me cubrí detrás de una columna, agradecido de que su sólida estructura me protegiera de los disparos. Me enfrenté a la abrumadora cantidad de hombres que aún permanecían en pie. La balacera se intensificó, y pronto me vi obligado a abandonar toda precaución y desplegar mi uzi, dispuesto a contraatacar con todo lo que tenía. 

En medio del caos y la confusión, el tiempo parecía ralentizarse. Mis sentidos se agudizaron, y pude distinguir un destello brillante en el aire. Con la precisión de una película en cámara lenta, observé cómo una granada fue arrojada hacia un grupo de hombres que se resguardaban detrás del altar. Instintivamente, retrocedí, buscando protección detrás de un banco cercano, sabiendo que la explosión sería devastadora en un espacio tan reducido y lleno de elementos frágiles. 

El estallido fue ensordecedor, y la onda de choque hizo temblar la catedral hasta sus cimientos. A pesar de la distancia que había mantenido, los escombros volaron por el aire, amenazando con atravesar mi chaleco táctico. Afortunadamente, la resistente armadura logró evitar cualquier daño grave, protegiéndome de posibles quemaduras o impactos letales.

Las llamas se extendieron con ferocidad, devorando todo a su paso. La alfombra roja se convirtió en un mar de fuego, las estatuas se fundieron bajo el intenso calor, y los bancos se consumieron en el infernal resplandor.

La puerta de la capilla de San Martín se abrió con un estruendo, y antes de que pudiera reaccionar, me vi rodeado por una horda de hombres armados. Sin tiempo para recuperar el aliento o evaluar mi situación, me lancé al combate con la uzi en mano, disparándoles a quemarropa.

La ráfaga de balas atravesaron el aire con un rugido caótico y abismal. Cada impacto encontró su blanco, dejando tras de sí sus cuerpos inertes y rastros de sangre. Los cuerpos caían uno tras otro, mientras luchaba con todas mis fuerzas para mantenerme en pie y cubrirme de sus disparos. 

En medio de la furia del enfrentamiento, una figura descendió del segundo piso. Era Daisy, emergiendo de las sombras como un ángel de la venganza. Con una despampanante letalidad, descargó su ira sobre los dos últimos hombres que quedaban, enviando una bala directamente al centro del pecho y otra directamente a la cabeza.

Se soltó de las sogas con una agilidad felina, pero sus ojos no reflejaban solo las llamas infernales que devoraban el altar, sino también una chispa de furia reprimida, como si algo la atormentara en lo más profundo de su ser. Algo no estaba bien.

—¿Por qué diablos lanzaste una granada? ¿Querías matarme junto con ellos? Podrías haberme avisado.

—No había tiempo para explicaciones. Teníamos que actuar rápido.

—Ahora tenemos que improvisar. La capilla de Cayadonga está bloqueada gracias a tu "ingenioso" plan.

—Así es. Nuestra mejor opción es dirigirnos al brazo sur del transepto y cruzar por el cementerio de los peregrinos. Desde allí, podemos esperar en el jardín del Claustro y emboscarlos cuando salgan de la cripta. Les tomará al menos treinta y cinco minutos como mínimo de salir, si no se pierden en el camino. Entrar en ese laberinto sería una locura para nosotros.

Miré mi reloj y suspiré.

—Entonces, nos quedan menos de quince minutos para la movida. Tenemos que ser rápidos.

[...]

Finalmente llegamos al jardín del Claustro, sin ningún tipo de obstáculo, fue donde nos encontramos con más hombres. Al asomarnos entre los matorrales, nos preparamos para limpiar la zona.

Nos asomamos al mismo tiempo, emergiendo de entre los matorrales como sombras en la noche. Mientras yo me ocupaba de eliminar a los enemigos con mi uzi, mi atención se desvió hacia Daisy cuando la vi inmóvil frente a la estatua de la Piedad, con la mirada perdida en ella.

No fui el único que la notó en ese estado. Un hombre se preparaba para apuntarle, pero reaccioné de inmediato, lanzándome sobre él y golpeándolo con la base del arma antes de rematarlo con un tiro en la cabeza. 

—Daisy, ¡muévete! —le grité mientras la cubría, pero ella seguía petrificada, como hipnotizada por la estatua.

No entendía qué le sucedía, pero algo definitivamente no estaba bien. La observé con preocupación, preguntándome qué demonios le pasaba.

Me acerqué cautelosamente por detrás suyo, escuchando sus murmullos entrecortados. 

—Estuvieron ahí cada segundo... A ti te rogué y a tu hijo le imploré que no permitieran que nada malo le ocurriera a mi bebé, pero no me escucharon... Se suponía que tú, que habías pasado por lo mismo, me entenderías, pero no. Me arrebataron lo que más amaba, pero ¿quién tuvo piedad? Fui abandonada por aquellos en quienes confié, dejada a merced del sufrimiento más atroz, sin esperanza, sin consuelo... Fui víctima de un cruel destino que me despojó de todo, incluso de la compasión divina. 

La culpa se apoderó de mí, como una sombra oscura que nubla mi mente y atormenta mi corazón. No pude evitar sentirme responsable por no haber estado allí para defenderla, por no haber encontrado una pista que la llevara a ella, por más que luché por encontrarla. Pero lo que más me carcomió por dentro fue escuchar sus palabras sobre un bebé, como si hubiera estado embarazada cuando fue secuestrada años atrás. El pensamiento de que ella pudo haber pasado por todo eso, de que pudieron haberle arrebatado aún más de lo que ya había perdido, me llenó de un odio feroz hacia mí mismo por mi inutilidad, por mi fracaso en protegerla. Sentí una profunda tristeza al imaginar todo lo que ella debió haber vivido en manos de esos hijos de puta, todo el dolor, el sufrimiento, la desesperación. Mi corazón se estrujaba en mi pecho, anhelando abrazarla, consolarla, pero sabía que ella probablemente rechazaría cualquier gesto de afecto de mi parte. Después de todo, ni siquiera parecía recordarme.

Me arriesgué, dejando de lado mis propios miedos y dudas, y la abracé por la espalda. Sentí su cuerpo tenso por un momento, pero no se apartó, lo cual me sorprendió. Le susurré al oído, tratando de transmitirle algo de calma en medio de toda la turbulencia que nos rodeaba.

—Todo estará bien, cosita. Quédate aquí por un momento. Has hecho mucho por mí, más de lo que jamás podré agradecerte. Pero ahora es mi turno de encargarme del resto. 

Me alejé, dándole espacio y permitiendo que pudiera desahogarse como era debido. Aunque en estos momentos no viera mi hombro como su lugar seguro, en medio de la desconfianza y el olvido, la amo y esperaré el tiempo que sea necesario para ganarme de nuevo su amor y su confianza. Por lo pronto, teníamos un objetivo que alcanzar, una misión que cumplir y no había espacio para fallas o errores.

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