Capítulo 7.
CAPÍTULO XII
SOFÍA ALCÁZAR.
Octubre, 14. España, Barcelona.
—En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, amén. —culminó la misa de sepultura el padre Rufino. Seco nuevamente las lágrimas que cayeron de mis ojos e inhalo aire. Veo como empiezan a echar tierra en la fosa donde se encuentra mi padre y sin poder evitarlo un sollozo escapa de mis labios.
—Si no hubieseis venido, esto no estaría pasando. —la voz de Rossalie suena a mis espaldas, con furia me volteo a verla.
—¡Cállate, cínica! Si tú no le hubieses sido infiel, nada de esto estaría pasando —su cara de asombro me parece tan falsa que río sin ánimos—, ¿pensabas que mi padre no lo sabía? ¡Me lo confesó antes de morir! —levanté la voz sin importar las amistades que estuviesen ahí.
—¡Baja la voz, niñata malcriada! —río con enojo y me acerco a ella.
—¿Bajar la voz? ¿Por qué?, ¿temes que tus amistades se enteren lo perra que eres? —el sonido de la bofetada retumbó en mis tímpanos, con furia se la devolví— ¡No te atrevas a ponerme un dedo encima nuevamente! ¡Por tu culpa Rosario está muerta! —el sonido unísono de asombro hizo eco detrás de mí.
—¿Qué queréis decir con eso?, ¿me estáis culpando de la muerte de mi bebé, MÍ hija? ¡No seáis estúpida, Sofía!, ¡el día que Rosario murió erais vos la que iba conduciendo!
—¡Era yo quien iba conduciendo, pero ese día mi padre cortó los frenos del auto para que tú murieras!, ¡tú me mandaste a comprar unas cosas con Rosario, sabías lo que papá tramaba! ¡Él me lo dijo! —papá no me lo había dicho, pero su rostro pálido me lo confirmó, ella sabía lo que papá había tramado el día que Rosario murió, y no hizo absolutamente nada para detenerlo.
—¡Erais vos la que debía morir, no ella! —su rostro bañado en lágrimas me confirmó que lo que decía era cierto, ya que sus ojos reflejaban dolor al hablar de ella, de Rosario.
—Papá no me dijo nada —dejó de llorar y me miró incrédula—, pero ya me lo has confirmado tú sola.
•••
Todos se habían marchado, me encontraba sola sentada sobre la tierra que cubría la tumba de mi padre, me recosté encima y lloré, lloré como nunca deshaciéndome del dolor que me socavaba. Las lágrimas saladas de inmediato empañaron mi rostro, los sollozos se hicieron más audibles en el solitario cementerio del pueblo. Cerré mis ojos y respiré profundamente tratando de calmarme a mí misma, aunque parecía ser imposible.
—¿Qué haces aquí, Edward? —pregunté mirando hacia su dirección, no dio respuesta a mi pregunta sino que caminó hasta... ¿mí? No, no podía ser yo.
—Es hora de que digas toda la verdad —la voz de Rosario se hizo audible ante mis tímpanos, abrí los ojos con arrebato sin poder creer lo que veía—, ella merece saberlo y más ahora que está sufriendo tanto.
—¿De qué están hablando? —pregunté, pero parecía que no me oían.
—No puedo decírselo todavía. —¿decir qué?
—¿Decir qué?, ¿a quién?
—Ella merece saberlo, Edward. Rossalie debe pagar por el daño que nos hizo —¿nos hizo?, ¿Rossalie?— de lo contrario Sofía jamás podrá descubrirlo, sola no puede hacerlo.
—¿Yo qué tengo que ver? —pregunté nuevamente, pero una vez más me ignoraron.
—Se lo diré, pero todo a su debido tiempo. Ella puede ayudarme a descubrir quién me asesinó... asesinó... asesinó...
Desperté sobresaltada y asustada, una gota cayó sobre mí y miré hacia el cielo, las gotas empezaron a caer con más frecuencia haciéndome levantar rápidamente de la tumba de mi padre. Di una última mirada antes de tomar mi bolsa y caminar hasta la salida del cementerio.
Debo volver a St. Lucia von Rosen para resolver todas estas dudas, por ahora Edward es el único que puede darme respuestas, y no puedo esperar mucho más tiempo.
Octubre, 15. St. Lucia von Rosen.
Cierro la puerta detrás de mí al entrar a la casa, ya me hallaba en el pueblo, decidí regresar el mismo día del entierro de papá, pero por fallas en la estación de trenes los viajes se habían retrasado por más de cinco horas.
Miro el reloj en la pequeña sala de estar y las doce con seis minutos de la mañana se reflejan en este. Dejo la valija y mi bolso en el sofá y camino directo a la cocina en busca de un poco de agua y comida, mi estómago me lo exige.
Tomo lo primero que veo en la alacena, un paquete de galletas saladas y del refrigerador tomo un vaso de jugo de naranja, camino con ambas cosas en mano hasta el sofá y me siento empezando a comer. Quito mis zapatos de stiletto con mis mismos pies y dejo que queden donde caigan, mañana los acomodaría.
Termino de comer las galletas saladas y un toque en la puerta me hace respingar un poco, a sabiendas de quién es me levanto con premura para abrir. Al abrir la puerta lo veo y siento que en cualquier momento voy a desfallecer.
—¿Por qué no puedes decírmelo todavía?, ¿qué cosa no puedes decirme? —pregunto directamente dejándolo sorprendido pero no tanto como esperaba.
—¿Cómo sabes eso? —pregunta, doy paso a que entre y cierro la puerta cuando lo hace. Él toma asiento en el sofá y yo me siento junto a él.
—¿Por qué mi padre te conocía? —desconcertado abre la boca pero vuelve a cerrarla.
—Te lo diré todo, pero una cosa a la vez. —niego inmediatamente.
—¡Quiero que me digas todo! ¡¿Por qué mi padre te conoce?! ¡¿Por qué mi hermana también te conoce?! ¡¿Qué sabes tú que no puedes decírmelo?!
—¡Me conocen porque yo estoy muerto al igual que ellos! Sus almas están junto a la mía, deambulando injustamente hasta el fin de los días...
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