- Las dudas de Carla -
Finalmente, la universidad optó por tomar la postura más neutral posible. Debido al marco en que había tenido lugar el terrible suceso, envió una notificación a todo el alumnado donde expresaba su pesar por la pérdida de una prometedora vida tan joven y alegaba que, para no dificultar las tareas de investigación de la policía, no se celebraría ningún acto conmemorativo en el centro, a pesar de mantener en su mente y su corazón al joven Bruno Santander.
Carla estaba en total desacuerdo con esa decisión. No comprendía cómo un centro educativo se lavaba las manos en un asunto tan delicado como ese. Algunos alumnos, conocidos y amigos del muchacho habrían agradecido tener un punto de encuentro para despedir al chico sin incordiar a la familia en el funeral que tendría lugar unos días después, cuando ya se tuviesen los resultados de la autopsia. También les habría ayudado a encontrar apoyo en otras personas que querían a Bruno. Además, la profesora sentía que la universidad se lo debía. Bruno había muerto en una fiesta organizada por la universidad, ¡qué menos que darle una despedida en condiciones y honrar su nombre con un minuto de silencio! Su carrera profesional en el ámbito de la enseñanza tan solo estaba comenzando, pero Carla ya había podido darse cuenta de que quienes se vanagloriaban de educar a las futuras generaciones eran, en muchos casos, quienes más carecían de educación y empatía.
Ante la impasividad administrativa, no le sorprendió recibir numerosos correos electrónicos de alumnos de tercer curso que buscaban sus sabias palabras y apoyo en un momento tan triste para todos. A pesar de que el rector no hubiese estado de acuerdo, Carla invitó a aquellos estudiantes que contactaron con ella a reunirse en el césped de la puerta de la facultad, donde tantas veces había visto al grupito de amigos del chico. Al principio, los presentes permanecieron en silencio, con la mirada perdida. Ahí fue cuando pudo comprobar cuán querido había sido Bruno. Más tarde, las conversaciones comenzaron a surgir. Recordaron momentos felices con el chico y hablaron del dolor que sentían ante esta despedida tan abrupta. No eran demasiados y algunos de ellos ni siquiera se habían relacionado con los demás antes, pero los abrazos y palabras de ánimo se repartían por doquier. En ese momento, bajo el cielo despejado de una tarde de junio, los amigos de Bruno supieron que no estaban solos.
Cuando se despidieron y cada uno tomó su camino, Carla se encerró en su despacho de la facultad y rompió a llorar. Se sentía impotente y vacía. Jamás habría esperado que, en su primer año como profesora en la universidad, tendría que decirle adiós a un estudiante. Y mucho menos podría haber imaginado que sería el protagonista de las aventuras que había ido siguiendo todo el curso en boca de Alma.
Nada más de pensar en Alma, se le rompía el corazón. No había tenido noticias de la chica desde la noche de la fiesta y ella tampoco había intentado comunicarse con su amiga. No sabía cómo afrontar ese momento; no estaba preparada. De hecho, se sentía superada por todo. Sospechaba que sus compañeros de departamento no comprendían cómo podía estar tan afectada, pero no se sentía mal únicamente por la pérdida del chico, sino también por un acechante sentimiento de culpa.
Algo en su interior le murmuraba, cuando nada más que había silencio a su alrededor, que Alma había matado a Bruno. La foto de la noticia la ubicaba cerca del cadáver momentos después de ser encontrado, y Carla había escuchado millones de veces la frase de que el asesino siempre permanece en el lugar del crimen. Alma estaba dolida y despechada. Se había sentido utilizada y vulnerable y para colmo había estado bebiendo. Todos esos ingredientes no auguraban un plato de buen gusto.
Al mismo tiempo que pensaba que su amiga podía ser culpable de un crimen tan grave como un asesinato, se regañaba a sí misma por si quiera plantearse algo tan horrible de ella. Si bien Alma le había parecido una persona peculiar desde aquel primer día en que se acercó a contarle sus penas al acabar la clase, no había nada que la convirtiera en una criminal. Y aun así, ahí estaba ese runrún en su cabeza, ese pensamiento dando vueltas sin parar que le impedía coger el teléfono y llamar a Alma para consolarla. No se veía capaz de consolar a una persona de la que tenía fuertes sospechas.
De pronto, la universidad, las clases y todo lo que hasta ese momento había sido una fuente de alegrías para la docente se convirtió en una pesadilla. Recorría las zonas verdes del campus por la noche, al salir de exámenes de recuperación de última hora o reuniones, y el miedo se apoderaba de ella. Le inquietaba saber que alguien de ese colectivo en el que ella siempre había confiado era un asesino. De un día para otro, su rinconcito feliz pasó a ser la causa de sus desvelos y ansiedades. En casa, Blanca la veía sufrir en silencio; su novia insistía en que la situación la estaba sobrepasando y debía encontrar un modo de lidiar con ella. Carla se negaba a seguir sus consejos y, empecinada en continuar con su ritmo habitual, aumentaba más y más su pánico al entorno laboral. Al final, el día del entierro de Bruno, Blanca le dio un ultimátum. No podía seguir así. Si no tomaba la decisión de cuidar convenientemente de su bienestar mental, rompería con ella. La profesora, destrozada, prometió dejar atrás toda esa historia y desvincularse del todo de Alma. Pediría un traslado para acabar su tesis en la universidad de su tierra, que no tenía tan buena fama ni profesionales tan expertos en su campo de estudio pero al menos la llevaba de vuelta a un entorno seguro.
No obstante, cuando hizo esa promesa entre lágrimas, supo que estaba mintiendo. Debía hacer una última comprobación para poder dar carpetazo a ese asunto: tenía que ir a ver, desde lejos, el entierro de Bruno. De este modo es como llegó a la cafetería de la plaza de la iglesia y esperó bebiéndose un té verde. Así vio a Olga abrazar a los padres de Bruno y más tarde a ese chico desconocido que se había abierto camino entre los demás. De haber hablado antes de ese momento con Alma, habría sabido que era Ricky. Le sorprendió sobremanera la evidente ausencia de Alma, que no apareció en ningún momento de la misa ni cuando el féretro abandonó la iglesia. El hecho de que la chica no hubiese asistido al entierro era un leño más tirado al fuego de sus sospechas.
¿Qué estaba ocultando para no haberse atrevido a ir al entierro del chico al que tanto había querido? ¿De verdad podría tener algo que ver en ese asesinato? Y, de ser así, ¿podría haber evitado ella en algún momento del curso que ocurriera?
Desconocía si realmente Alma podía ser culpable, pero sin ningún tipo de duda, ella misma se sentía así. Había tenido cientos de oportunidades de pararle los pies a la chica en esa loca historia de amor que creía estar viviendo y no lo había hecho. No lo había hecho cuando se suponía que ella era la adulta responsable. ¿Debería haberse entrometido más en la vida de su alumna y haber sido aún más severa con sus juicios de valor?
Tendría que haberle dejado claro que la vida no era una novela romántica de la época victoriana, ni una historieta de final feliz de las de Jane Austen. A veces, uno se enamoraba y no le correspondían y no pasaba nada; la vida seguía. Debería haberle dicho mucho antes: "no pasa nada, Alma, tus heridas se curarán". Pero no, había pensado que como no tenía la verdad universal tal vez se equivocaba y Bruno sí sentía algo por su amiga. Por ese motivo no había insistido más, porque no quería hacerle un daño innecesario a Alma.
Y ahora... el daño ya estaba hecho. La vida de Bruno había terminado y la de Alma estaba maldita para siempre.
No podía seguir adelante con esa carga de conciencia.
Debía regresar a casa, junto a su familia. Lejos de todo ese trajín y de todas esas personas. Necesitaba reflexionar sobre si debía informar a la policía de sus sospechas. Pero todavía no había llegado el momento. Ahora tenía que desconectar; solo así podría ver el asunto con perspectiva.
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