- Epílogo -

Todas las historias tienen un final. En algunos casos, se trata de finales predecibles que se podían intuir desde leguas. En otros, son finales abiertos que nos dejan con el corazón en un puño queriendo saber más. Cada vez hay menos casos de esos en los que los protagonistas "fueron felices y comieron perdices", porque nos hemos dado cuenta de que la vida no suele frenar para siempre tras el momento de la resolución de un problema para convertirse en una aburrida y monótona rutina doméstica. La vida continua con nuevas sorpresas, giros inesperados, aventuras, disgustos y alegrías. Millones de momentos todavía por descubrir que hacen de la que tal vez fuese "la historia de nuestra vida" tan solo una historia más para contar a nuestros amigos. Una mera anécdota que les ayude a entender cómo eres y por qué has llegado a ser así.

Eso exactamente es lo que ocurrió aquel día en la cafetería de la universidad. Después de tantas noches en vela llorando a Bruno, después de tantas horas malgastadas odiándose la una a la otra y anhelando poder regresar al pasado para cambiarlo y salvar la vida del chico, todo llegó a su fin. La historia de Bruno terminó cuando las dos muchachas declararon, tiempo después, ante un juez, los pormenores de aquella noche. Ricky fue hallado culpable y condenado a muchos menos años de los que los presentes en la sala creían justos como castigo por segar una vida tan joven y prometedora.

No obstante, las vidas de Olga y Alma, cada una por un camino diferente, no habían hecho más que comenzar, por mucho que las dos creyesen que habían perdido el sentido y se sintieran vacías y muertas por dentro. Aún eran jóvenes, con muchos años por delante; aunque la tristeza y el dolor por la pérdida de Bruno no las abandonaría nunca, aprenderían a vivir con lo ocurrido. Las llamas se sosegarían hasta tornarse cenizas y una mañana al despertarse no pensarían en él. Al darse cuenta las embargaría un enorme sentimiento de culpa, pero ya no habría vuelto atrás: habían dado el primer paso de un nuevo camino para recuperar las riendas de su vida.

Las dos tenían muchas ilusiones todavía por cumplir, lo que las animaría no muy tarde a salir de ese deprimente estado de desolación.

Poco a poco, motivada por los constantes mensajes de sus seguidores en redes sociales, la influencer recuperaría la costumbre de subir fotos suyas. Al principio se trataría de imágenes antiguas por su falta de ánimo para arreglarse y salir a la calle a posar ante las miradas escrutiñadoras de los demás. También comenzaría a compartir pequeños instantes de su día a día, vídeos de apenas unos segundos en los que se lavaba los dientes y sonreía, o en los que se la veía atarse los cordones para ir al gimnasio. Era la señal de que estaba sanando y regresando a la normalidad. Y así, de repente, un día se sacaría una foto con una fan de nueve años a la que encontraría en la cola del cine y la compartiría, con permiso de sus padres, en su cuenta de Instagram, henchida de orgullo por el cariño que tantas personas le profesaban. De ahí surgiría su primera sesión de fotos en una escuela de su ciudad, en la que iría a hablar de los peligros de internet y de sus maravillas. Una campaña de publicidad contra el bullying, su participación activa tanto en redes sociales como en la vida real en manifestaciones y actividades feministas y sus primeros bailes en Tik Tok la harían volver a sentirse ella misma de nuevo; la harían recordar quién era. Era más que una universitaria cuyo novio había muerto: era luchadora, guerrera, activa y creativa y además tenía un testimonio que contar. Había ocultado una violación y había protegido con su silencio a un violador. De no haberlo hecho, tal vez Ricky nunca hubiese regresado a su vida. Puede que de haber sido así, Bruno todavía siguiera a su lado.

El proceso de sanación de Alma sería muy diferente. Tras denunciar conjuntamente con Olga lo que recordaba haber vivido aquella noche en el puente se sumió en una cueva profunda de abatimiento y consternación. Deseaba borrar como fuese aquel último año, desde el momento en que le retiró la palabra a Bruno hasta la actualidad. Había sido tan sumamente egoísta... Todavía dudaba respecto a si el chico había estado enamorado de ella o solo había sido su amigo, pero nada de eso importaba ni debería de haber importado nunca. No tenía derecho a crucificar a nadie por no corresponder a sus sentimientos. Se había dicho a sí misma en infinidad de ocasiones que nadie es culpable por enamorarse, ya que no escogemos de quién nos enamoramos; sin embargo, no se había planteado que ese mismo lema de vida también podía aplicar a Bruno. Puede que hubiese sido muy ambiguo en muchos casos y la hubiese confundido, puede que en algún momento se hubiese podido aprovechar de su amistad, como el día del examen de inglés, pero... ¿realmente había sido tan grave? ¿De verdad su amistad hacia él era tan débil como para no perdonarle no haber entendido lo que sentía por él y haberle enviado mensajes confusos?

Definitivamente, había sido una egoísta. Si se hubiese tragado su orgullo y hubiese hablado con sinceridad con Bruno antes de la fiesta, probablemente el chico no habría muerto. Seguiría sin tragar a Olga y sintiendo latir su corazón latir desbocado cuando lo viera, pero en algún momento habría conocido a alguien y lo habría superado, como logró superar a Óscar, su profesor, o a Antón.

Durante los primeros meses tras su denuncia en comisaría se dio cuenta de que no solo le estaban afectando los remordimientos por su indirecta implicación en el asesinato de Bruno, sino que el constante ir y venir a diario a la universidad, que había sido el escenario de tantos momentos de su historia, no le estaba permitiendo levantar cabeza. Había aceptado que Olga continuase saliendo con sus antiguos compañeros, pero cuando se acercaron para volver a integrarla en el grupo no quiso. Sentía que los lazos con los otros chicos se habían cortado por lo sano. Mirar a Jon y a Marina equivalía a mirar a Bruno a los ojos a través de aquella sala de la discoteca. Estar con sus otrora amigos era el suplicio de revivir aquella maldita noche una y otra vez.

Un día, varias semanas después de la resolución del juicio, recibió una llamada inesperada de una persona a la que creía olvidada. Se trataba de Carla, su ex profesora y amiga.

-Hola, Alma, soy Carla. ¿Cómo estás?

La voz al otro lado de la línea pretendía sonar natural y amigable, pero sonaba claramente tensa.

-Bien -se limitó a contestar la universitaria.

Hacía tanto tiempo que no hablaban que ambas se sentían violentas al teléfono.

Alma se arrepentía de no haber prestado mayor atención a las palabras de la docente y por no haberla creído cuando la intentaba convencer de que Bruno no la quería más que como a una amiga.

Carla, por su parte, se avergonzaba de haber desconfiado de su amiga. Mantener el secreto del amor obsesivo de Alma hacia Bruno había supuesto una mella grave a su felicidad habitual, puesto que a diario se había preguntado si no estaría encubriendo a una asesina por no contar a la policía lo que claramente podían entenderse como un posible móvil. Cada noche al acostarse en la cama le había costado conciliar el sueño al cuestionarse si estaría actuando de forma correcta. Cualquier escenario le parecía terrible. ¿Cómo podía ir a comisaría a dar información de su amiga, por muy sospechosa que pudiese hacerla parecer? Pero, al mismo tiempo, ¿no merecía la familia del chico una investigación justa y completa que valorase toda la información existente?

Al final, decidió callar, aunque esa tácita decisión no la tranquilizó ni la ayudó a vivir sin esa angustia en el estómago cada día. Había cambiado de número de teléfono para no tener que mentirle a Alma si esta intentaba ponerse en contacto con ella en algún momento. Además, romper los lazos con su antigua alumna era un modo de asegurarse de que Alma no podría desahogarse con ella contándole algo que preferiría ignorar y que la pondría en una situación aún más complicada.

Un día, recibió una llamada de un colega de la universidad donde había comenzado su carrera como profesora universitaria. Vicente Canales, su compañero de despacho, la llamaba para saber qué tal le iba en su nueva universidad y para interesarse por los avances de su tesis. Asimismo, le preguntó si había oído lo de Bruno. Se había corroborado la autoría del crimen y ese tal Ricky pasaría una temporada entre rejas.

Se confirmaban las voces optimistas de su cabeza que le habían prometido en tantas ocasiones que Alma no podía haber matado a Bruno, voces que habían sido acalladas por otras más duras y críticas que dudaban hasta de su sombra. Su amiga era inocente y, con casi total seguridad, estaría sola. Había tenido que pasar todo ese trance en la más extrema soledad, sin la ayuda de esa supuesta "adulta responsable" a la que había confiado tantos secretos. Había sido una amiga horrible al volverse a casa, asustada por la magnitud de los sucesos. Debería haber estado allí con Alma para acompañarla en el duro trance.

Por eso, cuando se armó de valor, la llamó.

-Ya sabes lo que quiero decir, Alma. ¿Cómo estás de verdad?

Ahogado por el ruido blanco del teléfono, alcanzó a escuchar un suspiro apagado.

-He cambiado, Carla. Ya no soy la misma persona que conociste.

Sus palabras contenían tanto dolor que Carla se estremeció.

-Estos meses han sido tan duros... Aún lo son. No sé cómo seguir adelante.

-Está todo muy reciente todavía. El tiempo no te hará olvidar, pero ayudará a curar las heridas, ya verás.

Por algún motivo, aunque creía con firmeza en lo que acababa de decir, al formular esas palabras sonaron irreales. Ella no había perdido a nadie a quien quisiera de un modo tan traumático. ¿Acaso podía realmente estar seguramente de que algo así se podía superar?

-Me siento tan culpable -acabó por confesar Carla-... Lo siento.

No hubo necesidad de decir nada más. Las dos chicas sabían de qué hablaba.

-No pasa nada -mintió Alma-. Era demasiado para gestionar, lo entiendo. Además, yo tampoco te llamé ni te busqué. Quería estar sola.

-¿Y ahora?

-¿Ahora qué?

-¿Sigues queriendo estar sola?

El silencio ocupó la línea unos segundos.

-No lo sé. No sé qué quiero. Solo sé... solo sé que no quiero estar aquí.

-¿A qué te refieres con "aquí"? -se preocupó Carla.

A Alma le tembló la voz al contestar.

-Aquí, ya sabes. En casa. En la universidad. En el mismo entorno de siempre con la misma gente de siempre.

-Y con su constante recuerdo... -se atrevió a vaticinar Carla.

-Sí.

De nuevo, ambas permanecieron en silencio.

-Estoy repitiendo curso. Es como vivir de nuevo el año pasado. Así me resulta imposible superarlo. No puedo olvidar algo que está constantemente presente. Las clases son un suplicio porque no encuentro mi lugar entre sus compañeros y las materias que el año pasado me fascinaban ahora solo me producen apatía y desinterés. ¿Cómo voy a interesarme por T. S. Eliot, Nadine Gordimer o Hemingway si nada en esta vida tiene sentido?

-Te entiendo, Alma, aunque no lo creas.

-He pensado en dejar la carrera, pero no puedo.

-¿Por qué?

Alma volvió a suspirar, esta vez profundamente.

-Pues... por mi familia. ¿Qué pensarían de mí si lo dejo todo estando tan cerca? Además, ¿qué iba a hacer? ¿Quedarme en casa encerrada? ¿Buscar un trabajo que me hiciese aún más infeliz?

-Creo que en el fondo sabes bien qué harías -señaló Carla-. Me lo has dicho muchas veces.

En su cuarto, con la mirada en el ordenador, Alma sonrió.

-Hablaba de ideales y sueños. No sería capaz. Y... por cierto... quería decirte que tenías razón. No debería haber visto en él el único eje de mi vida.

-Siento que hayas tenido que darte cuenta de esta manera, Alma, pero dejar atrás tus sueños por un chico no suele ser la más sensata de las ideas.

-¿Y meter en una maleta toda mi vida e irme a estudiar a la Escuela Juilliard de Nueva York sí lo es?

Ambas rieron, algo más relajadas. Pese a todo lo que había ocurrido en los últimos meses y todo lo que habían cambiado, seguían siendo las mismas.

-Si no ahora, ¿cuándo?

Alma reflexionó unos instantes.

-Cierto. Si no lo hago ahora, cuando estoy tan perdida y el único puente que no se tambalea es el de la música, ¿cuándo voy a atreverme a dar ese paso? ¿Cuándo voy a tener menos que perder que ahora?

-Habla con tus padres -la animó Carla-. Cuéntales cómo te sientes y cuánto necesitas echar a volar. Ve a un psicólogo si hace falta. Saca esas últimas fuerzas que aún te quedan para superar esas asignaturas pendientes; confío plenamente en que podrás. Puedo mover algunos hilos para ver si te permitirían cursarlas a distancia y así no tendrías que ir al campus. Podrías estudiar desde casa, más tranquila, graduarte en junio y luego retomar las riendas de tu vida.

-No puedo esperar tanto, Carla. Necesito salir de aquí ahora. Sé que no estarás de acuerdo con dejar los estudios tan cerca del final, pero me hacen tan infeliz... No tiene sentido seguir atada a algo que me hace consumirme y a lo que ya no le veo ningún futuro. No estoy preparada para opositar y competir con cientos de profesores mejor preparados que yo ni me apetece conformarme con los peores horarios en una academia de barrio. Quiero hacer algo grande, brillar. Que mi nombre resuene por el mundo.

-¿Tienes dinero para dar ese paso?

Carla conocía demasiado bien a su amiga y sabía que de nada serviría intentar convencerla de que acabase el curso. Si se empecinaba en algo iba a por ello y el resto del mundo dejaba de existir. Ya le había ocurrido con Bruno.

-¿Dinero para qué?

La respuesta de Alma sonó tan seria que Carla no supo si reír o preocuparse.

-Hombre, pues... para el alojamiento, los gastos del día a día... todo ese tipo de cosas.

-¡Ah, te referías a eso! Tendré que valorarlo todo bien, pero no creo que sea ningún problema. En el banco tengo unos dos mil euros ahorrados para ir tirando y una vez que esté allí puedo buscarme un trabajo. Además, he oído que por Estados Unidos se estila mucho el couch surfing. Seguro que hay muchísimas personas dispuestas a ofrecerme dormir en su casa por cuidarles las mascotas, a fin de cuentas la Gran Manzana es una ciudad muy cosmopolita y la gente viaja con frecuencia.

De repente, Alma sintió que el frío y el desasosiego que la habían acompañado durante meses comenzaban a apartarse para dejar un pequeño hueco a un nuevo sentimiento que creía olvidado. La ilusión. Había recordado quién era y qué quería hacer ya incluso antes de conocer a Bruno. Alcanzar la fama en una banda de rock siempre había sido su sueño. Ese era el momento de luchar por el sueño de su vida, estaba convencida. Ningún obstáculo sería tan grande como para impedirle, al menos, intentar conseguirlo.

-¿Estás segura de que eso puede funcionar? Suena un poco a locura -comentó su amiga.

-Lo sé, ¿pero no recuerdas lo que decía Lewis Carroll? Aquí todos estamos un poco locos; las mejores personas lo están.

Carla sonrió.

-Infórmate bien, ¿vale? Y habla con tu familia. Tienen que estar muy preocupados por ti y marcharte a más de seis mil kilómetros de ellos no creo que les haga sentirse mucho mejor.

Alma prometió tener en cuenta por una vez los consejos de la profesora. Hablaron durante horas, como solían hacer antes de que aquella fatídica fiesta las separara. Durante ese tiempo, Bruno desapareció de sus vidas. Charlaron relajadas, felices, cómplices. Carla le contó que Blanca le había pedido matrimonio y que al año siguiente se casarían en lo alto de un cerro con unas hermosas vistas al bravo mar que rompía en un acantilado. Por supuesto, Alma estaba invitada. Por su parte, Alma habló de música: de cómo nació esa pasión en ella cuando era una niña, de sus primeros acordes con la guitarra, de sus cantantes favoritos y sus complicados caminos al estrellato. Había recuperado la ilusión, el único y verdadero motor que da sentido a nuestras vidas.

Unos meses después de esa llamada, Alma cogería un tren con su gran maleta blanca a cuestas. Se abrazaría a sus padres, que lloraban asustados por esa nueva aventura, antes de fundirse en un especial abrazo con su hermano, al que había vuelto a sentirse tan cercana desde que Fede la rescató esa noche. Subió al tren, camino a Madrid, donde pretendía comenzar a formarse musicalmente al tiempo que ahorraba para ir el siguiente año a Nueva York.

Serían meses difíciles, con un destino incierto y una eterna guerra contra las cifras de su cuenta bancaria. Meses duros en los que conocería a personas maravillosas y otras terribles que marcarían para siempre su vida como en ese momento, sentada en la butaca y mirando a través de la ventanilla del vagón, no podía imaginar.

Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

FIN

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