Capítulo 5

El color otoñal de los árboles que le rodeaba, pigmentó el paisaje con un tinte perfecto que combinaba con el rubor de sus mejillas. Mientras April contemplaba como las aguas se mezclaban con las rocas, o mientras cerraba sus ojos para sentir la brisa y deleitarse con el canto de las aves, Damián centraba su mirada en ella que se encontraba ligeramente vestida. No le interesaba que tan hermoso era todo lo que le rodeaba, lo que hacía bello y perfecto a aquel lugar era su presencia.

Aunque pudiera estar en el ambiente más árido de la tierra, aunque pudiera estar revelándose contra las leyes del mundo, tenerla siempre cerca era lo único que le importaba.

Sentada en la orilla del muelle, ella jugaba con sus pies sumergidos en las quietas aguas del lago. Damián se aproximó hacía ella, se sentó a su lado, y extendió lamano lentamente hasta rozar su mejilla. April abrió sus ojos y le miró con ternura.

—¿Me amas? —preguntó ella.

—Tú lo sabes, claro que te amo: más que nada en este mundo.

—¿Me amarás hasta que yo de mi último aliento?

—Te amaré siempre, hasta que yo dé mi último respiro. Aún cuando pasen los años y la muerte tocara nuestra puerta, si decidiera llevarte primero, yo te seguiré amando: a ti, solo a ti, hasta el día de mi muerte.

—¡Son hermosas tus promesas, Damián! —exclamó ella recostando su cabeza en el hombro del joven escudero—, pero... Yo creo que si algún día me tocara partir antes que tú de este mundo, me gustaría que aprendieras a vivir sin mí, que amaras a otra persona.

—¡Jamás April! ¡Jamás viviría feliz sin tí! ¡Jamás podría amar a alguien como te amo!

—¿Te gustaría que si tú murieras antes que yo, yo no pudiera vivir sin ti?

—No —contestó Damián después de meditar un poco. Todo lo que deseaba siempre era darle felicidad y pretender que ella lo amara de la misma forma no sería justo de su parte.

—Nunca sabemos lo que el destino nos tiene preparado Damián. Debemos aceptar nuestro porvenir si no podemos cambiarlo. Dejar ese pasado atrás que nos duele porque lo queremos recuperar, comprender que nunca será posible y continuar con nuestras vidas.

—Tienes toda la razón. Pero, ¿se puede saber porque estamos hablando de muerte?

—Tú comenzaste con él tema.

—No, lo hiciste tú.

—¿Ah sí? —April frunció el ceño y lo miró extrañada— ¿Cuándo?

—Cuando me preguntaste si te amaría hasta la muerte.

—Solo fue una pregunta y tú te pusiste melancólico —Le sacó la lengua.

—¿Qué has hecho? —Damián preguntó riendo—. ¿No sabes que eso es de mala educación?

—¿Esto? —preguntó sacándole la lengua de nuevo—. No es nada, solo estás llorando como un niño histérico.

—Pues me vuelves hacer eso y yo seré el maleducado —amenazó con gracia, no podía evitar sonreír ante las niñadas de la chica.

April no dudó en repetir el mismo gesto, y Damián no titubeó en cumplir su palabra. Se aproximó hacía ella, la rodeó con sus brazos y la besó. Ella correspondió a los deseos de aquel joven que la amaba con locura. Eran las caricias y los besos el deleite de dos cuerpos que se deseaban con pasión desenfrenada.

No había marcha atrás. Ambos sabían que las leyes del destino jugaban en contra de ellos. Tal vez era la única oportunidad que tendrían para amarse en cuerpo y alma.

Con toda la calma del mundo, Damián caminó y se posicionó tras ella mientras April tomaba su cabello y lo llevaba hacia adelante para descubrir su espalda. Poco a poco Damián fue desamarrando las cuerdas de su corpiño mientras daba pequeños besos al cuello de su amada.

Poniéndose de pie le tendió su mano a April y le ayudó a levantarse. Entre breves besos y caricias se fueron desprendiendo de sus ropas hasta descubrir la desnudez de sus cuerpos. Tras contemplarse un instante Damián la atrajo hacia él y la besó a la vez que sus manos recorrían la piel desnuda de su amada.

Una melodía de placer sonaba al compás de las respiraciones entrecortadas, al ritmo del fuerte palpitar de dos corazones desbordados y al canto de sus gemidos deleitosos. El frío de aquella tarde otoñal se aminoraba ante el calor de los cuerpos que aumentaban ante la fricción producida por el roce de las caricias.

Él la cargó en sus brazos y la llevó hasta la tienda donde acampaban, la recostó sobre el lecho y la besó de nuevo. La besó aquella tarde como nunca antes había besado a una mujer, al instante en que sus manos curiosas recorrían todo el cuerpo de su amada. April jadeaba, gemía y correspondía cada acción con sus besos y caricias.

Ella se abrió ante él, y él se unió a ella. Una corriente de placentero calor lo invadió por completo, cerró sus ojos mientras la envestía pero algo repentinamente cambió. April había dejado de moverse y de gemir. Abrió sus ojos y una oscuridad nocturna e inesperada le impedía verla.

—April, ¿Estás bien? —Ella no respondió— ¡April! —desesperado la llamó con más fuerza; no parecía respirar.

Se separó de ella y tomándola entre sus brazos la acercó a su pecho, pero cuando miró su rostro más de cerca a quien descubrió no era April.

—¿Rose? —preguntó angustiado y confundido. Tenía una herida en su costado y sangraba— ¡Rose despierta!

«Damian», escuchó la voz de una mujer susurrarle al oído «Damián, ¿por qué me estás buscando?».

—¡¿April?! —preguntó poniéndose de pie cargando a Rose en sus brazos y saliendo de la tienda y vestido repentinamente con armadura de cota de maya y con el carruaje a su lado. El paisaje que le rodeaba ahora era nocturno, iluminado por la escasa luz de la luna.

«April está muerta». Escuchó de nuevo a aquella voz misteriosa.

—¡¿Quién eres?!

«¿Quién soy? Tú sabes quién soy».

—¡¿Quién eres?! ¡Maldita sea!

«Yo soy Esra, la bruja de los perdidos».

Entonces la vió; la silueta de una mujer encapuchada le observaba al otro lado del río. Corrió hacía ella con Rose en sus brazos. Corrió tan deprisa que no se dio cuenta cuando cayó sobre el agua y por el peso de su armadura se hundía y se ahogaba en lo profundo.

Despertó sobresaltado de su cama en la posada de «Los Tres Palos» en Garcún. Miró a su lado y allí estaba Rose, dormida. Su delicado rostro le inspiraba una calma tan inocente que contrastaba con la pesadilla que había tenido. No sabía cómo en tan poco tiempo le estaba tomando tanto cariño aquella chica, pero de lo que estaba seguro es que se sentía aliviado de saber que ella estaba bien.

Se levantó en aquella oscura madrugada, y se vistió intentando no despertarla. Cogió una bolsa de cuero y descendió para buscar su carreta a las afueras de los establos. Saco de la bolsa un llavero y escogiendo una de las llaves la introdujo en el cerrojo de la puerta. Abrió el carruaje y entró.

Allí guardaba muchas cosas de utilidad, sobre todo armas, pero lo que abarcaba casi todo el espacio era un enorme cajón de madera adornado de tal forma para que pareciera todo menos un ataúd, aunque estaba seguro que aquella apariencia no lograba tal cometido.

Escogió otra de las llaves y la introdujo en el cerrojo de aquel cajón de madera. Al abrirlo, tal como esperaba, allí estaba el cuerpo de ella, intacta. April lucía tan hermosa como siempre, dormida con un hermoso vestido de mangas acampanadas, blanco y largo con bordados de flores doradas. Tenía un ligero escote en su pecho en el que podía observar el collar de Dorencar, el dios de la muerte. Un collar que evitaba la descomposición de su cuerpo.

Le dolía verla así, dormida como un cadáver sin respirar. Pero al verla, aún hermosa como siempre, tenía la esperanza de poderla revivir.

Odiaba recordar su desgracia, como no pudo hacer nada por salvarla. Odiaba recordar su llanto y sus súplicas hacia aquellos que se aprovecharon de ella frente a sus ojos. Matarlos a todos no la trajo de vuelta y el vacío de su corazón crecía con cada segundo de soledad. Solo un propósito lo mantenía con una razón para vivir; encontrar a Esra, la bruja cuyas leyendas afirmaban estudiaba cómo revivir a los muertos.

Las lágrimas recorrían su rostro y la impotencia inundaba su alma. Se acercó a ella y después de darle un beso en la frente, se apartó y cerró de nuevo con llave el ataúd.

—¡Perdóname! —exclamó con tristeza— ¡Fue mi culpa, todo fue mi culpa!

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