Capitulo IV
Horas después ya habían cruzado la muralla que delimitaba los dominios vampíricos.
El frío le había entumecido las piernas y Karan las sentía rígidas y adoloridas al bajar del carromato.
Adelante, las mujeres ya entraban a la fortificación abrazadas a sí mismas, ceñidas en sus capas de gruesa lana.
El joven cazador se detuvo a observar el castillo. Erigido en una colina, en sus faldas se extendían las pequeñas villas de los súbditos de sangre del rey vampiro.
El edificio era una gran construcción de piedra negra. De sus paredes pendían, estremecidas por el viento, las colgaduras con los colores y el escudo de armas del clan. A la luz de las antorchas Karan pudo ver más nítido esos colores. No era verde como le pareció al principio, sino azul ultramar. El escudo de armas estaba constituido por dos recuadros dorados y dos azules dispuestos alternativamente. En el azul superior derecho había un cuervo con sus alas extendidas bordado en hilos de oro y en el recuadro dorado junto a este, una corona tejida con hilos azules.
Todo el edificio destilaba magnificencia e inspiraba cierto temor, aquel que da la grandeza y la fuerza.
Gwyddeon se paró a su lado, contemplando junto a él la intimidadora fachada del castillo le dijo:
—No me gusta nada de esto, Karan. ¡Ir derecho a la guarida del vampiro! Debiste decirle lo de la profecía a ese tal Eoghan. ¿Por qué tanto empeño en decírselo al rey en persona?
Él entendía la preocupación de su compañero. Ellos solo eran dos cazadores que iban directo a la cueva de los vampiros. Si estos no aceptaban la veracidad de la profecía, bien podían matarlos.
—Tranquilo amigo, los vampiros no se atreverán a dañarnos, si lo hacen acabarían con el acuerdo de paz.
—Recuerda que no están obligados a perdonar la vida a cazadores —le respondió Gwyddeon, luego agregó como un reproche— y menos a aquellos que ofenden a su rey.
El cazador avanzó hacia el interior del castillo sin esperar su respuesta. Karan, envuelto en el frío nocturno, permaneció asimilando las palabras de su compañero. Volteo al sentir una pesada mirada tras de sí.
Al darse la vuelta Eoghan lo observaba. Iluminado por el fuego de las antorchas su rostro quedaba expuesto, desprovisto de las sombras que antes lo velaban. Pudo observar más de cerca sus rasgos. Como todos ellos, poseía la máscara de la juventud. El largo cabello negro enmarcaba su cara, lo llevaba suelto, mechones lacios intercalados de delgadas trenzas sujetas con pequeños anillos de bronce y oro. Sus facciones, aunque algo duras, eran atractivas: labios delgados de un rosa pálido, nariz recta y ojos brillando cual llamas nocturnas. Tanta belleza en un despreciable ser le molestó.
El vampiro le miraba con una media sonrisa de suficiencia. Sus ojos, de un extraño color violeta, se estrecharon en una expresión cínica.
—¿Impresionado por la vista, cazadorcito? —le preguntó, avanzando hacia él.
—Vuestro rostro no es más que una máscara que cubre la putrefacción de vuestro espíritu. Mas bien me sorprende el olor —contesto mordaz, Karan—. Creí que hasta acá llegaría el hedor a muerte de vuestro rey.
El vampiro sonrió con maldad y avanzó hasta él. Amenazador, le sujetó ambas mejillas con una mano.
—No tientes vuestra suerte, cazador. Si lo quisiera podría mataros ahora mismo —siseó contra su cara.
—Pero no lo haréis porque debo llevarle un mensaje a vuestro rey —le contestó Karan con una fiera mirada.
—Y espero que ese mensaje valga la pena, cazadorcito.
Eoghan arrimó su rostro a su cuello y lo olió profundamente. Cuando exhaló, el aliento cosquilleó en la piel del cazador, estremeciéndolo. Aquel acto sorprendió a Karan quién no supo cómo reaccionar.
—Tú, en cambio, oléis delicioso, cazador. Apetecible y tentador —susurró el vampiro con voz ronca en su oído, ocasionándole un escalofrío. Luego le soltó.
Riendo por la turbada expresión del muchacho, Eoghan avanzó hasta las puertas del castillo. Una vez frente a ellas se detuvo para esperar a Karan, le dio paso en una teatral y burlona reverencia.
—Adelante. Sed bienvenido, noble cazador de la orden de Dagda.
Karan miró de reojo su sonrisa sarcástica y lo invadió el deseo de destruirlo, de dejar salir su sangre y bañar con ella las escalinatas de piedra. Entró sin siquiera mirarlo, pero sabía que el otro sí lo hacía.
Se adentró a un gran vestíbulo de techo muy alto atravesado por vigas de madera, las antorchas iluminaban, prolijas, el interior sin dejar ningún rincón en sombras. Una joven doncella se acercó a él con la cabeza baja.
—Señor, seguidme, por favor —pidió solícita la joven.
—Id con ella y preparaos para dar vuestro mensaje al rey. Enviaré por vos cuando él pueda recibiros —ordenó el vampiro a sus espaldas.
—¿Dónde están Gwyddeon y las druidesas?
—¿Nervioso, cazador? No se ataca a un invitado, ni se hace la guerra en una reunión de paz. Los únicos que tienen palabra no son los miembros de la honorable orden de Dagda.
El vampiro le adelantó y se perdió por uno de los laterales del vestíbulo. Karan miró a la joven junto a él sin más opción que seguirla.
Atravesaron corredores de piedra iluminados por el fuego de las altas antorchas hasta que la joven lo dejó frente a una sólida puerta de madera entre abierta. Karan entró mientras la doncella permanecía en el umbral.
—Si milord desea algo más, solo debe pedirlo. Espero que encontréis agradable el agua para vuestro baño.
El cazador recorrió con sus ojos azules la recámara. Al igual que todo el castillo, la habitación era una sólida construcción de piedra negra en cuyo centro reposaba una gran cama de madera oscura, cubierta de mantas y velludas pieles de animal. A su lado había una mesa con una jarra de barro llena de agua fresca, pergamino, plumas, tintero y todo lo necesario para escribir. Frente a la cama, un sillón de madera y cuernos de jabalí cubierto también por un vellón de lobo completaba el mobiliario. Las antorchas le conferían calor y luz y hacían de la estancia un sitio acogedor. En el rincón se hallaba una gran cubeta de madera llena de agua. Era tan grande que Karan pensó que cabría dentro sin ningún problema.
El muchacho se giró desconcertado hacia la joven quien lo miraba atenta, esperando alguna orden.
—Es para vuestro baño, milord —explicó la muchacha con los ojos bajos—. Por favor probadla y decidme si la temperatura es de vuestro agrado. Si se ha enfriado mandaré a traer más agua caliente.
Karan giró de nuevo y observó con curiosidad la gran cubeta. A su lado reposaba en una mesita una pequeña bolsa con hierbas aromáticas. El muchacho frunció el ceño. En la orden de Dagda se bañaba en un pequeño cuarto destinado para ello afuera de las barracas, de pie, sacando agua con una vasija de barro desde una gran cubeta repleta de agua helada. Jamás había usado hierbas fragantes y suponía que aquello tenía que ser una costumbre de personas remilgadas, tal como damas de elevada posición. El pensamiento le ofendió. ¿Acaso el vampiro creía que él era alguien frágil y delicado?
Se giró con el ceño fruncido.
—¿Esto es una broma?
La muchacha lo miró perpleja y algo alarmada.
—¿No son agradables para milord los preparativos? Solo decidme que más deseáis. El amo ha ordenado que lo atendamos con el mayor esmero y cumplamos lo que nos pidáis.
Al decir la última frase, el cazador observó como el rostro de la joven se cubrió de rubor. El esbozo de un pensamiento indecoroso aleteó en su mente, pero lo apartó sin detenerse mucho en él.
—Cuando milord haya descansado y esté adecuadamente preparado, el amo os recibirá.
Karan, agotado, exhaló un suspiro. No estaba familiarizado con las costumbres de la aristocracia, mucho menos con la de los nobles vampiros. Pensándolo detenidamente no había porque ofenderse, era solo que la deferencia con la cual le trataban lo desconcertaba. La amabilidad que la doncella mostraba. ¡Haberle preparado un baño con agua tibia y hierbas perfumadas! Casi con culpa cedió ante lo que tenía en frente y se dispuso a disfrutar del baño. Se acercó a la tina de madera, se quitó el cinto y la espada, la dejó caer con un sonido metálico en el suelo de madera. Se sacó los guantes de piel y las botas; cuando iba a desabrochar su capa de lana sintió desde atrás unas manos delicadas alrededor de su cuello. El joven se apartó hacia adelante bruscamente.
La joven doncella se sobresaltó. Karan había olvidado su presencia y se ruborizó al darse cuenta que casi se desnuda frente a ella.
—Por favor, retiraos.
La muchacha de rubia cabellera negó.
—No puedo hacerlo hasta que milord no esté del todo complacido.
Karan frunció el ceño de nuevo. Tenía la ligera impresión de que algo, de algún modo, estaba mal. La muchacha volvió a acercársele y dirigió sus manos tersas al broche de bronce en su capa, el cual reposaba sobre uno de sus hombros. El chico tragó con dificultad sintiendo la cercanía de la doncella. Estuvo tentado a retirar su mano, pero le dejó hacer. La situación le resultaba extraña y perturbadora. Su interior se debatía entre lo que creía correcto que era detenerla y la inquietante necesidad de dejarla continuar.
Las blancas manos de la doncella recorrieron sus hombros y con habilidad inusitada abrieron el broche. La capa de lana oscura cayó pesadamente a sus pies. El vapor que ascendía desde la tina los envolvió en su húmedo calor perfumado. El aire se tornó pesado, difícil de respirar. La sensación de que aquello estaba mal seguía presente, pero como algo débil, un manto muy delgado que velaba una habitación profana de ojos indiscretos.
La tersa jovencita continuó con su labor. Desabrochó la chaqueta ceñida de piel y luego metió sus manos a través de ella para deslizarla por los hombros temblorosos del cazador. Un estremecimiento lo recorrió cuando sintió los dedos tubios posarse por debajo de su camisa interior, sobre la piel desnuda.
Karan cerró los ojos. Jamás había estado tan cerca de una mujer. Una de las prohibiciones de su orden era abandonarse al deseo carnal. Él estaba consciente de que sus hombres no respetaban aquella regla y muchos se escabullían de noche para entregarse a las mieles de las damas de las aldeas, pero él no era como ellos. Él era un fiel creyente de la ley, un guerrero para quién la orden de Dagda lo era todo y cumplir cada uno de sus preceptos un sagrado deber.
Temblando, detuvo la mano cálida de la doncella cuando esta se proponía a despojarlo del pantalón.
—Retiraos, por favor —dijo en un débil susurro que salió disonante a través de su garganta seca.
La doncella se arrimó más a él, tanto que sintió a través de la delgada túnica que la cubría, sus senos suaves de pezones erguidos pegados a su espalda desnuda. El corazón se le aceleró, tenía la piel ardiendo, en llamas. Si el contacto seguía, ese fuego arrasaría con todo. Ella continuó deslizándose, inclemente, hacía su pantalón. Metió las manos y apretó la erección del joven. Karan gimió derrotado. Se sentía al borde de las lágrimas, indefenso ante un enemigo formidable.
—Pronto, milord, estaréis complacido con mi servicio —le susurró ella con voz aterciopelada y maligna en el oído.
La mente del joven era igual al vapor ascendente de la bañera: humo caliente que se disolvía en el aire.
—Basta —volvió a suplicar en un susurro quedo, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.
—¿Por qué? Mi amo me recompensará por complaceros.
Los labios de ella iniciaron un recorrido húmedo por su cuello en una ascensión de besos hasta su comisura, mientras las manos continuaban con su labor indecorosa. Karan gimió de nuevo al sentir una corriente placentera emergiendo desde donde ella le tocaba. Subía y volvía a bajar, le dejaba las piernas flojas, casi incapaz de mantenerse en pie. Las palabras de ella resonaron en su mente «Mi amo me recompensará».
Sacó valor desde lo más profundo de su ser, le agarró la muñeca y la apartó del interior de su ropa. Con un jadeo la alejó de sí.
—¡Basta! ¡Iros!
Karan la arrastró por la muñeca hasta fuera de la habitación. La muchacha lo miró con los ojos desorbitados.
—¡No por favor! ¡Dejadme continuar! ¡Juró que os gustará! Si no me dejáis mi amo no me dará mi premio.
Karan cerró la puerta incapaz de continuar escuchando sus lamentos. Con la respiración desacompasada y el corazón latiéndole como si hubiese luchado con una manada de lobos, se apoyó en la cama y exhaló con fuerza. Estuvo a muy poco de quebrantar sus votos.
Pensó en la desesperación de la sierva por atenderlo. ¿Cuál sería el premio con el que el rey vampiro la iba a recompensar? ¿Ese que ella tanto anhelaba? ¿Cómo podía ser que esos sirvientes mostraran tal lealtad? ¿Qué les daba el vampiro para logarlo? Intuía que era más que protección de los cambia formas.
Giró el cuello y miró la tina. Con rápidos movimientos se deshizo del resto de su ropa y se sumergió en el agua. Habría deseado que estuviera helada y de esa manera hacer volver su cuerpo a su estado original. Pero la temperatura tibia y agradable solo complacía más su carne, aún envuelta en las llamas en las que la dejaron las tersas manos de la doncella. Se movió y el leve roce de las ondas que se formaron en el agua le alcanzaron como exquisitas caricias. Karan gimió y su corazón se hundió en la desesperanza.
Sostuvo la erección entre sus manos temblorosas y comenzó a masajear de arriba abajo con rabia. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y dejó salir los gruñidos furiosos que se quedaron presos en su garganta cuando la doncella lo desvistió. Pensó con odio y frustración en el rey vampiro que lo orilló a hacer lo que hacía. A su mente llegó la cara sonriente de Eoghan. Se estrujó con más fuerza el miembro en movimientos atormentados, el corazón latiéndole desaforado, la respiración desacompasada, su piel hirviendo envuelta en el agua caliente de la tina. Se corrió mientras escuchaba en su mente la risa sarcástica del odioso vampiro y sus ojos violeta le miraban.
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