Capitulo III

Ascendieron por fuera de la cueva, escalando un pedregoso camino incrustado en el acantilado. A mitad del trayecto Karan miró hacia abajo, si uno de ellos caía, sin duda no sobreviviría.

Volteó para encontrarse con la oscura figura de Ehogan cerrando la marcha detrás de él. No podía ver su rostro, pero sentía la pesada mirada del lugarteniente sobre sí. El vampiro le producía animadversión.

Su pensamiento vagó preguntándose cómo sería el rey de los vampiros. Nadie lo había visto nunca. Era un personaje que se mantenía en el misterio. Jamás le habían enfrentado. Cada quinquenio, cuando se reunían para renovar el acuerdo, era el comandante Vladair quien acudía, pero nunca dijo quién era el vampiro delegado en esa reunión. ¿Sería que él si lo conocía, al rey de los vampiros?

Karan lo imaginaba como una figura alta y desgarbada de dedos largos y retorcidos, con filosas uñas amarillentas cual garras. Visualizó un rostro apergaminado de mejillas hundidas dónde solo sus ojos parecerían vivos, peligrosos, amenazantes. Un ser envuelto en el hedor fétido de la muerte.

Si apartaba la fantasía que le llevaba a concebir tales tonterías y pensaba con raciocinio, sabía que la imagen formada en su mente distaba de la que seguramente era la real. Los vampiros que había enfrentado antes conservaban la lozanía y donosura de la juventud. Una horrible burla que un ser despiadado, un depredador, pudiera aparentar tanta belleza.

A sus ojos eran mejores los lobos. Aterradores, repugnantes, malolientes, nadie podía confundirse. Un cambia formas era una máquina de matar y justo eso aparentaba ser.

Cuando se dio cuenta ya habían escalado todo el camino del acantilado y se encontraban en tierra firme, abajo quedaron la playa y el océano. Inhaló hondo y se llenó del profundo aroma del mar.

—¡Es agradable!

Dio un respingo al escuchar tras de sí la profunda voz de Eoghan. Al voltear lo vio inhalando con fuerza, como lo había hecho él.

—Ha de ser hermoso ver el mar azul bañado por la luz del sol —dijo al pasar a su lado—. Seguidme por favor. Allá está el carro que nos llevará al castillo.

Karan frunció el ceño. Observó confundido su perfil después de escuchar la melancólica declaración.

Adelante, el sirviente vampiro ayudaba a entrar a las mujeres en un carro de madera y hierro bastante amplio, más que los que poseía la orden de Dagda. Tenía dos ruedas y era tirado por dos briosos caballos cubiertos con elaboradas gualdrapas sobre sus lomos, las cabezas enjoyadas. No estaba seguro debido a la oscuridad imperante, pero le pareció que los colores eran verde y dorado.

Gwyddeon subió al otro carro dónde él se acomodó a su lado. En cada uno eran los vampiros quienes llevaban las riendas de los corceles. Los cazadores, de pie, se sujetaron de las agarraderas interiores para no caer al tiempo que Eoghan azuzaba al caballo, incitándolo a avanzar.

Corrieron a través de oscuridad perturbadora. Debido a la espesa niebla que los envolvía no podía distinguirse nada, excepto algunos faroles de las chozas lejanas. Karan se preguntó cómo podían los vampiros dirigir el carro en semejante negrura.

—¡Mira, ahí están de nuevo! —exclamó Gwyddeon señalando el terreno brumoso a su alrededor.

Karan volteó. Fuegos fatuos azulados danzaban sobre la tierra pantanosa. Alumbraban con su luz fantasmagórica todo el derredor.

El carro dónde iban las druidesas vibró estrepitosamente, luego se inclinó a un lado y dejó de moverse. Los caballos empezaron a corcovear y relinchar, inquietos, mientras el vampiro encapuchado intentaba calmarlos.

—¿Qué sucede? —preguntó Cordelia.

—Una de las ruedas se ha atascado en el barro —contesto Karan, quien ya bajaba de su carro para ayudar a desatascar el vehículo.

Estaban rodeados de fuegos fatuos y parecía que era eso lo que alteraba a los animales.

Eoghan bajó también dejando las riendas en manos de Gwyddeon.

—Mi señor, ¿a dónde vais? —preguntó el vampiro encapuchado.

—Intentaré liberar la rueda. Estate atento, Phidias— le contestó Eoghan, caminando hacia el problema.

Karan, en cuclillas, observaba la rueda hundida hasta la mitad en el barro.

—Debemos buscar un tronco para hacer palanca y poder sacar la rueda.

Eoghan no le contestó. En su lugar se puso de espaldas y tomó con sus manos la parte baja del carruaje. Al poco tiempo lo levantó. Karan abrió sus ojos con sorpresa, tanto que querían salir de sus cuencas. Con pasmosa facilidad la rueda había salido fuera del barro.

El otro vampiro hizo avanzar los caballos y el carro dejó completamente atrás el fango.

—¿Os quedareis ahí? —preguntó Eoghan con cierta burla una vez el vehículo fue liberado, mirando al cazador agachado que no salía de su asombro.

Karan se levantó todavía perplejo. Sabía de la fuerza inhumana de los vampiros, pero jamás contempló algo así fuera de la batalla.

El joven miró a su alrededor antes de subir de nuevo al carro. Además de fuegos fatuos, ahora unas personas, todavía distantes, se acercaban a ellos. Se movían muy lento como en procesión. Caminaban rodeados de las luces azules danzarinas. Poco a poco se acercaban, pero había algo raro en ellas que Karan no lograba identificar.

—¡Subid ya, muchacho! ¡Tenemos que irnos! — apremió el vampiro—Son fantasmas. No os detengáis a verlos.

Karan parpadeó.

—¿Fantasmas? —preguntó, subiendo al carro.

—Cuando era niño —le contestó Gwyddion—, en mi aldea las viejas decían que los fuegos fatuos portaban con ellos la maldición —el muchacho hablaba mientras miraba la luminosidad fosforescente en la distancia—. Contaban que eran las almas de los difuntos que no encontraron una nave que los llevara a la isla de la muerte y por eso continuaban vagando en este mundo.

»También exhortaban a no dejarse hechizar por su belleza. Si los miras por mucho tiempo, esas flamas azuladas bailan encantadoramente frente a tus ojos, escuchas susurros de tus seres queridos. Su llamado a que acudas con ellos. Cuando te das cuenta es muy tarde.

Karan frunció el ceño. También él había escuchado esas historias.

—Debe existir otra explicación para esas luces. No creo que se trate de almas de difuntos.

—Los fuegos fatuos te hechizan —le refutó Gwyddeon con tanta certeza que era difícil no creerle—. Te invitan a qué los sigas y cuando te das cuenta te has sumergido en aguas congeladas o te encuentras atrapado en ciénagas de las que ya no puedes salir.

—No son más que fábulas para asustar niños —dijo Karan con su incredulidad de siempre.

Eoghan giró levemente y Karan creyó ver el rastro de una sonrisa en su pálido rostro.

—Fábula o no los viste —le contestó su compañero— a los fantasmas allá afuera.

Karan recordó las palabras de los druidas durante el concilio. Si no se concretaba la alianza entre vampiros y cazadores, Morrigan y Dagda enviarían su castigo, los fantasmas y los muertos tomarían el lugar de los vivos en la tierra.

Karan no contestó. Continuó mirando el pantano, que dejaban atrás, con los fuegos fatuos iluminando la noche. 



***Hola mis amores. ¿qué les va pareciendo la historia? En esta nota quisiera hablarles de los fuegos fatuos.

Tal como Karan piensa, estas misteriosas luces azuladas tienen una explicación científica. Son producto de los gases de la descomposición vegetal como el calcio y el fósforo. Los fuegos fatuos son avistados principalmente de noche en la superficie de pantanos y cementerios debido a la acumulación de materia orgánica en descomposición de esas zonas. 

Se han asociado a muchas leyendas en diferentes partes del mundo. Entre los celtas se les identificaba como espíritus de naturaleza maligna de personas muertas u  otras criaturas, que intentaban hacer perder a los viajeros para que compartieran su suerte.

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