Capítulo I


Aquella mañana cuando Karan se despertó, no imaginó las horribles palabras que escucharía de labios del druida Amergin. El cazador sintió la frialdad recorrer su cuerpo y perlar de sudor su frente: tendría que ser parte de la alianza con los vampiros.

Iniciaba samonios y con él todo el ajetreo que conllevaba preparar el concilio. Esa noche de cada año, antes de Samhain, los cazadores de la orden de Dagda de las principales regiones de Britania se reunían en Wessex, para rendir cuentas y planificar las acciones a tomar durante el siguiente año. Karan se levantó al alba, justo en el momento en que las tinieblas abandonaban la tierra y la luz plateada y fría del amanecer formaba una película de bruma etérea sobre el fortín, dándole cierta presencia irreal y fantasmagórica no solo a los muros de piedra gris sino también a las verdes colinas que lo rodeaban.

Sujetó en una cola alta su cabello rubio el cual, como era costumbre entre guerreros, llevaba rapado en los costados y largo en el centro. Se colocó el torque de plata al cuello, vistió con una túnica de lino crudo y encima, para protegerse del frío, se colocó la capa de gruesa lana y la sujetó con un broche de bronce sobre el hombro izquierdo. Iría a visitar en las barracas a sus hombres, los cazadores de la orden de Dagda, para escuchar las novedades de la ronda nocturna de la noche anterior.

Le gustaba compartir con ellos, sentirlos cercanos y que pudieran confiar en él como un líder justo y preocupado del bienestar de sus guerreros. El más joven de todos le contó que durante la jornada no hubo novedades con los vampiros, no vieron a ninguno merodeando los alrededores de las aldeas bajo su jurisdicción, sin embargo...

—Hay algo extraño en el ambiente —susurró Gwyddion, su lugarteniente, casi como si temiera que afuera le escucharan—. Una neblina baja y espesa cubre los caseríos. Es rara. Cuando te envuelve es como si todo sentimiento de bienestar te abandonara.

—Claro que sí —se burló Karan torciendo una sonrisa, restándole importancia al temor de su guerrero—, los meses de samonio están por iniciar y con ellos la oscuridad y el frío. No es extraño que haya neblina en los campos.

—Fuegos fatuos.

Karan giró buscando al dueño de la frase.

En el fondo de la barraca, Drostan, recostado de la pared de piedra dibujaba símbolos en la tierra, indiferente, casi sin darle importancia a lo que acababa de decir. El líder de los cazadores entornó los ojos fijando la vista en él.

—Anoche vi fuegos fatuos en el camino que asciende a la colina blanca.

—Y los viste antes o después de que bebieras en la taberna de Drusila? No creas que no sé qué te escabulles por las noches.

Los guerreros se echaron a reír aligerando la tensión surgida de repente. Drostan levantó el rostro y lo observó a los ojos con una mirada de reproche, la que Karan ignoró. De todos sus hombres, era el que menos cumplía los preceptos de la orden.

—No hay de que temer. Los espíritus se doblegarán bajo el peso de nuestra espada, igual que lo hacen los vampiros y los cambia formas.

Él no era supersticioso, no creía en fantasmas y hadas. No tenía por qué darles crédito a los temores de sus soldados, miedos impuestos gracias a la injerencia de las bandrui que tanto le gustaba al concilio usar como oráculos. Una cosa era luchar contra vampiros y hombres lobo que, a su entender, no eran más que aberraciones de la naturaleza, iguales a la mala hierba que se enreda en las cosechas alimentándose de ella, y otra muy diferente era creer en espíritus que no podía ver, ni estar seguro existieran.

—Coman bien y descansen esta noche —los convidó Karan en voz alta, dándoles ánimo a sus guerreros, preparándolos para la próxima luna llena cuando enfrentarían a los lobos—. Pronto será Samhain y cruzaremos el mar de la muerte hasta las puertas de su reino. Entonces Morrigan nos recibirá con un gran banquete, en su seno; descenderemos con gloria a la isla de la muerte, pero antes cosecharemos las cabezas de nuestros enemigos, nos llevaremos con nosotros cuantos vampiros y cambia formas podamos.

Los guerreros exclamaron vítores a su líder, los puños se levantaron entusiasmados.

El chico rubio dejó la algarabía envalentonada de sus hombres y salió de las barracas. Se dirigió a la armería para supervisar la reparación y elaboración de las espadas de plata con las que enfrentaban a los monstruos. Después de dar algunas indicaciones a los herreros, se dirigió con los sastres y curtidores quienes se encargaban de hacerles los ropajes de piel y ajustar las cotas de malla, esas piezas conformaban sus uniformes, hechos para resistir lo mejor posible tanto el gélido clima que se aproximaba, como las armas y habilidades sobrehumanas de sus enemigos. 

El frío descendía veloz por las colinas de Britania que entraba en la estación oscura. Después de los duros entrenamientos del día, al anochecer sus hombres partieron en medio de cantos alegres a la aldea. Los días previos a Samhain eran los únicos al año en que tenían permitido un poco de diversión, pues tal vez no pudieran disfrutar más entre los vivos luego de que se fueran a la gran cacería.

Karan en cambio no iría a divertirse, nunca lo hacía.

Atravesó el patio de armas del fortín y se adentró al edificio de piedra gris. Las antorchas iluminaban los pasillos haciendo retroceder tanto la oscuridad como el frío. Recorrió los corredores austeros con paso firme, atravesó los altos arcos que marcaban el inicio de las galerías interiores hasta que llegó a las grandes puertas dobles de madera.

Dentro del salón los miembros del concilio debatían entre ellos antes de iniciar la reunión anual. Karan saludó a sus superiores y tomó asiento en la gran mesa de madera. Una doncella se acercó con una jarra de vino para llenar su copa.

Al cabo de unos minutos entró el general Phavio acompañado de su segundo, el comandante de la legión del sur de Britania, Vladair de Wessex. De inmediato las charlas que recorrían el salón cesaron y los miembros del concilio tomaron su lugar en la larga mesa.

Lo primero que hicieron fue debatir la situación con los vampiros. Varios años atrás llegaron a un acuerdo con los no muertos por el cual estos solo se alimentaban de donantes voluntarios entre el pueblo. Por tanto, en las cercanías de sus castillos se encontraban pequeños caseríos destinado a sus súbditos. Los vampiros habían jurado cuidar la vida de los aldeanos que quisieran convertirse en sus donantes y alimentarse cada noche solo lo necesario que les permitiera vivir. A cambio los cazadores los dejarían en paz.

La orden de Dagda daba caza y castigaba a aquellos no muertos que incumplían el acuerdo. Siempre existía un grupo insurrecto, algún rebelde que deseaba alimentarse de manera indiscriminada sin tener en cuenta el pacto.

Además, los vampiros le proporcionaban a los campesinos protección contra el mayor flagelo que sacudía a Britania: los lobos cambia formas.

Estas bestias salvajes atacaban de manera despiadada cada plenilunio, cubriendo los caseríos que no se encontraban bajo la protección de los vampiros de sangre, muerte y destrucción. Ellos eran la verdadera misión de los cazadores, quienes cada noche de luna llena salían dispuestos a jugarse la vida protegiendo las aldeas.

Lobos y vampiros se odiaban, monstruos con odios atávicos encadenados a su propia inmortalidad. Los cazadores en esas guerras intervenían para proteger a los humanos y evitar que la fuerza sobrenatural de los contendientes los arrastrara con ellos a la isla de la muerte.

Karan bebió de su copa antes de hablar.

—No hemos tenido ataques importantes de vampiros en el último año. Los parias del oeste han hecho algunas incursiones, pero han sido aplastados por nosotros.

El comandante Owen de Gales asintió, al igual que lo hizo el delegado enviado de la legión del norte, Tristán de Northumbria.

—Nosotros en cambio —habló con voz grave el delegado de la legión de Northumbria— vivimos asediados por vampiros. Allá no respetan los tratados. Vienen desde Normandía en sus barcos de guerra a cazar. Incluso han tenido el descaro de raptar campesinos y llevárselos a sus tierras como esclavos de sangre.

Karan arqueó sus cejas.

—¿Cómo puede ser posible tanta osadía? Hemos de reforzar vuestra tierra, comandante.

Ante sus palabras, el comandante Vladair frunció el ceño en claro desacuerdo.

—No debemos precipitarnos. Enviar cazadores al norte equivale a dejar desamparadas las tierras del sur.

Karan se removió incómodo en su silla. No entendía cómo sus líderes podían actuar con tanta parsimonia. Eran personas inocentes las que estaban muriendo y su deber era protegerlos, habían jurado desde el principio de los tiempos hacerlo.

—¿Y qué debemos esperar? —preguntó molesto el comandante Owen —os aseguro que no pasará mucho tiempo antes de que los vampiros normandos invadan esta parte de Britania.

—No debéis preocuparos, comandante —dijo el general Phavio —La legión de Wessex responderá. Los ayudaremos. Ahora hablemos de los lobos.

Antes que Karan tomará la palabra para explicar la situación con los cambia forma, las altas puertas del recinto se abrieron.

Una mujer vestida con una suave túnica blanca de lino y envuelta en una capa de lana oscura entró franqueada por dos druidas de barbas rubias. La mujer tenía largo cabello rojo que en algunas partes llevaba trenzado y sujeto con pequeños anillos de bronce, alrededor de su cuello le adornaba un grueso collar del que pendía un amuleto del mismo metal, lleno de símbolos de su magia.

Karan hizo un mohín de disgusto al reconocerla. Era la bandrui Melifer, la sacerdotisa del augurio que llegaba con su charlatanería.

—Habéis empezado sin nosotros —dijo el gran druida Amergin, mirando con enojo a cada uno de los presentes—. La ley ha de respetarse. Debéis tomar en cuenta el designio de los dioses.

—Mis queridos señores —se dirigió a los druidas recién llegados el comandante Vladair—, bien sabéis que vuestro consejo es apreciado y siempre necesitado, por favor no debéis ofenderos, solo nos hemos estado informado de la situación al norte de la isla.

—Nada de lo que digáis será más importante que lo que debemos transmitiros —refutó Amergin.

Karan blanqueó los ojos ante las palabras del druida, ya imaginaba que se trataba de alguna enrevesada profecía. Para él una cosa era respetar la ley y otra muy diferente depender de los augurios de las bandrui antes de tomar decisiones.

—¿Tan importante es lo que habéis visto en la Asamblea general de druidas? —preguntó con entusiasmo el delegado de Northumbria.

—Los dioses han hablado—contestó, lánguida, Melifer.

La sacerdotisa extendió un brazo adornado por símbolos dibujados en pigmentos ocres rojizos. De inmediato uno de sus acompañantes sacó de una bolsa de tela un cráneo blanco con la parte superior abierta. Melifer lo tomó y lo depositó en la mesa de madera.

Metió sus finos dedos blancos y sacó varias tablillas de tejo que extendió sobre la mesa.

—Morrigan se ha manifestado.

—¿Morrigan? —se mofó Karan— ¿No es ella la protectora de los vampiros? ¿Ahora le oramos a los muertos?

La bandrui lo miró, displicente. Sin replicar a su impertinencia continuó hablando:

—Se acerca la hora más oscura, cuando los muertos regresen a la tierra y los fantasmas caminen entre los vivos. Cazadores, vampiros y cambia formas han ofendido tremendamente a Dagda y a Morrigan. Si no hallan la forma de aplacarlos nada salvará esta tierra que se hundirá en la oscuridad.

El general Phavio miró las tablillas extendidas en la mesa con el ceño fruncido.

—Pero corren tiempos de hermandad. Los cazadores estamos próximos a renovar el acuerdo de paz con los vampiros. Tal como venimos haciendo cada cinco años, estamos preparando la reunión.

—No todos están en paz —La mujer habló con voz profunda y dirigió sus ojos grises al comandante Tristán. Los presentes entendieron a que se refería, hacía solo unos minutos que el hombre les había expuesto la difícil situación que se vivía al norte.

—Muertos y vivos han de unirse, tal como lo hizo Morrigan con Dagda.

—¿A qué te refieres, mujer? Habla claro —exigió Karan, exasperado por las palabras confusas de la sacerdotisa.

Melifer lo vio directo a los ojos y sonrió.

Aquella sonrisa escalofriante le heló la sangre. Los ojos grises fijos en él, tanto que el cazador sintió que esas pupilas le atravesaban el alma.

—¿Qué estaríais dispuesto a ofrecer, mi niño, por salvar a los inocentes?

De un momento a otro solo ellos dos estaban en la habitación de piedra, el resto de los participantes a la reunión desaparecieron. El fuego del hogar no era capaz de calentar la frialdad que se apoderó del recinto. La luz de las antorchas bailaba, proyectando sombras fantasmagóricas en el piso de madera pulida. La voz de la mujer resonó en la habitación como si estuvieran en los confines solitarios del mundo.

Karan tembló.

¿Por qué de repente tenía tanto miedo? Ella no era más que una charlatana.

La mujer, que antes estaba al otro lado de la larga mesa, ahora se encontraba a centímetros de su cuerpo, exhalando sobre su rostro su aliento caliente. Sus ojos grises eran un lago turbio al cual el muchacho se asomó.

Oscuridad insondable. Muerte. Destrucción. Frío eterno fue lo que vio en los ojos de ella. El futuro de la humanidad.

Karan pestañeó con la boca seca ante la espeluznante visión.

Poco a poco los sonidos de las voces de los comandantes regresaron así como el calor de la chimenea y la luz de las antorchas. El cazador vio a la sacerdotisa en su posición original, al otro lado de la mesa como si nada hubiera sucedido.

—Mi dama —dijo el comandante Vladair—, ¿queréis decir que debemos unirnos con los vampiros?

—No todos —contestó ella—. Debéis enviar una delegación entre la sangre joven de la nueva generación para establecer la alianza que calme la ira de los dioses.

—¿Y qué hay de los lobos? —preguntó Karan, todavía impactado por la imágenes que antes viera— Dijiste que vampiros, cazadores y cambia formas habíamos ofendido a los dioses, pero ahora dices que solo vampiros y cazadores debemos unirnos.

—Los lobos están más allá del perdón —contestó el druida Amergin—. Vosotros debéis uniros a los vampiros para luchar contra ellos.

—Los vampiros nunca han querido enfrentar a los cambia formas. ¿Por qué querrían ahora hacerlo? —preguntó Karan.

—Porque lo demanda Morrigan, la reina espectral —respondió Melifer, mirándolo a los ojos—. Ellos saben que deben obedecer.

—Teníamos una alianza de paz con los vampiros y ahora pretenden que nos unamos a ellos para hacerles la guerra a los lobos— retumbó, enojada en la sala, la voz de Karan que en ningún momento había mostrado el respeto debido a los druidas.

—Todos obedeceremos el designio de los dioses y a sus delegados, los druidas— decretó el comandante Vladair, zanjando la discusión.

Karan resopló consternado. De nuevo le parecía una imprudencia el supuesto designio de los dioses. Quería abandonar la sala, pero hacerlo constituiría una afrenta a sus líderes.

—¿Y por los vampiros? —preguntó el delegado de Gales— ¿Quién será el elegido de ellos?

—Eso lo determinará su clan y su rey —contestó la sacerdotisa sin demora y sin aparatar la mirada de Karan. 

***Hola mis amores. ¿ Que les ha parecido está nueva historia?

Acá abajo les aclaro algunos términos.

Druida: En la antigua comunidad celta los druidas ejercían como líderes tanto religiosos como morales. Eran ellos los encargados de administrar justicia y realizar ritos religiosos. Todo asunto de difícil resolución era consultado a estás figuras de autoridad.

Bandrui: En la antigua cultura celta las bandrui eran las mujeres druidas o druidesas.  Algunas fuentes señalan que eran esposas de druidas, otras hablan de mujeres solteras, dedicadas más que todo a la adivinación.

Morrigan: La reina espectral. En el panteón de dioses celta, Morrigan es la diosa de la guerra, encargada de infundir la ira y el deseo de victoria en los guerreros. También era venerada como diosa de la muerte, la destrucción y la magia negra. Algunos la llaman la diosa fantasma o diosa oscura.

Dagda: Era el dios bueno o dios de la magia blanca. Representa un dios de gran poder, rey de la magia, padre universal y un gran guerrero.

Samonios: en el calendario celta, los meses de samonios corresponden a los del otoño e invierno, también llamados los meses oscuros.

Samhain: Antigua celebración celta celebrada a mediados de otoño en la noche entre el 31 de octubre y el 1 de Noviembre. 

Torque: Collar rígido de metal, generalmente bronce aunque podían ser de plata y oro, abierto adelante. Era usado como distintivo de nobleza o entre guerreros para demostrar sus hazañas en batalla. Que un guerrero celta perdiera su torque podía considerarse como desarmado aunque mantuviera su espada.

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