Gabriel (parte IV)
Habían pasado dos semanas. Dos semanas...y aún no olvidaba su rostro, su mirada, sus movimientos, su mirada, su hermosa mirada.
Es decir, sí, ahora todo es diferente, no puedes olvidar algo así. Antes era distinto, antes solo vivía rodeado de una farsa pensando que un chico de veinticinco años que estaba en el seminario me acosaba. Sin embargo, si lo ves desde esta perspectiva: yo era el que lo hostigaba.
Dejé de ir y todos los días pensaba en volver, ya no dormía, ya no comía, era muy evidente que algo estaba mal conmigo. Mis padres insistieron en llevarme al médico pero me negué porque no me pasaba nada, solo lo extrañaba, llegas a ese punto de necesitar tanto a alguien que no piensas en que tu estilo de vida está yendo en la dirección equivocada. Me lamentaba tanto por dejar que Gabriel limpie toda la cocina solo.
Y llegó.
—Ariel, alguien vino a visitarte —exclamó mi madre desde el primer piso.
No quería ver a nadie.
—Bueno lo haré pasar, espero que no te importe —no sé con qué clase de intención lo hizo, siempre hace lo contrario a lo que quiero.
Tapé mi rostro con las frazadas para evitar ver quien era y al poco tiempo sentí pasos y un peso justo en la parte inferior de mi cama.
Alguien quitó las frazadas de mi cara, decidí no ver y cubrir mis ojos, de seguro eran personas de mi clase preocupadas por no verme en la iglesia. Sentí un tacto cálido en mi frente, abrí mis ojos y ahí estaba Gabriel, sentado a los pies de mi cama.
—Estás ardiendo —dijo sonriendo sin quitar su mano de mi frente.
—Algo como decir...eres dinamita, nena —guiñé un ojo, aunque no sé por qué hice eso, los nervios tomaban el control en mí.
—Ardes en fiebre —a pesar de que sus ojos estaban blancos sabía que quería reírse, es una persona como yo.
Toqué mi frente debajo de su mano y era cierto, estaba ardiendo. Si Gabriel estaba aquí era porque se preocupó por mí, no por nada salía de su madriguera.
—El padre Leoncio me envió aquí para saber por qué ya no venías a ayudarnos —quitó su mano y se quedó serio.
No venía porque le importaba, venía porque era una orden, venía porque yo le importaba más a un hombre con cincuenta años que a él.
¿Me lastimó? Sí.
Aún no lo entendía. Gabriel hacía cosas inesperadas.
Él tan él. Yo tan yo. Nosotros tan...nosotros.
—Quiero dormir —le dije tapándome de nuevo completamente.
—¿Qué tal si haces un sacrificio? —preguntó —por alguien, por algo; por ejemplo...yo odio limpiar o bañarme con agua fría pero lo ofrezco como sacrifico a las almas y a mi padre.
—Tal vez algún día lo aprenda, pero hoy no —mis ojos se cerraron involuntariamente.
—Eres una persona buena —susurró Gabriel —te aprecio.
No estoy seguro si lo último fue un sueño o fue algo real.
Nosotros.
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