Gabriel
Gabriel.
Gabriel.
Gabriel.
Gabriel.
En ese entonces no pensaba así. Por Dios...Gabriel era el sinónimo de perfección.
Esos ojos color miel, ese cabello ordenado y oscuro, esa sonrisa no me la podía quitar nadie de la cabeza.
Pero volviendo a mi yo del pasado... "Ah, Gabriel", ese día ni si quiera lo observé bien, recién estaba instalándose y el padre Leoncio me advirtió sobre el contacto visual.
"No mires a Gabriel a los ojos".
No me importaba en absoluto su presencia, de lunes a viernes limpiaba y de sábado por la noche a domingo cantaba en el coro de la iglesia.
Todo estaba fríamente calculado en mi horario, nada podía salir mal en estas vacaciones mías dadas a favor de los demás.
El padre Leoncio viajó, dejó a cargo a su mano derecha y todo iba como era establecido.
Todas las veces que veía a Gabriel estaba orando, toda esa semana no me atreví a mirarlo fijamente como para establecer mis suposiciones sobre su edad o lo que tuvo que pasarle para que termine en la etapa de apostolado del seminario.
La mano derecha del padre Leoncio no se preocupaba tanto por nosotros porque... ¿de qué habría de preocuparse? Gabriel era la persona más tranquila y pacífica del mundo, y yo por supuesto solo hacia mi labor de limpieza, además... ¿de qué manera un adolescente de diecisiete años podría corromper a un adulto de veinticinco? (En ese entonces veinticuatro).
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