Experiencias
Apenas salí de la escuela fui directamente a la iglesia, ahí debía estar Gabriel. Siempre tan sonriente, tan carismático, lleno de felicidad y simpatía. Me pregunto si siempre habrá sido así.
Llegué y por supuesto la iglesia estaba abierta, puede que no haya religiosos para que atiendan tus necesidades porque están de retiro espiritual, pero no se le puede negar la entrada a nadie.
Adentro había demasiado silencio, asomé mi cabeza por la puerta y me di cuenta de que Gabriel estaba sentado en una banca abrazando algo.
Entré sin hacer ruido y me fui acercando poco a poco a él sin que se diera cuenta para darle una sorpresa.
Mientras más me acercaba más notaba lo que hacía. Estaba... ¿oliendo? Un peluche, su rostro estaba lleno de lágrimas, jamás lo había visto así, nunca imaginé que alguien tan feliz como él tuviera esta clase de momentos.
Me senté a su lado sin que se diera cuenta y lo abracé.
—¿Estás llorando? —lo solté y agarré su rostro.
—No —inmediatamente quitó mi mano de ahí, secó sus lágrimas de forma rápida y sonrió —. Solo —levantó el peluche en forma de león y suspiró —nada —comenzó a reír.
Pero no podía mentirme a mí, tal vez podía engañar a todo el mundo con su linda sonrisa, a mí no.
Se apreciaba a la vista su tristeza, sus ojos ámbar eran tan rojos que cualquiera distinguía que había llorado, además de sus mejillas sonrojadas y la punta de su nariz por el contacto constante del papel.
—¿Quieres hablar de esto? —señalé su rostro.
—No estoy listo —evitó mirarme.
—Solo dices eso para que te deje tranquilo y así puedas evadir mis preguntas sin sentir culpa.
Gabriel suspiró apenado, lo había descubierto.
—Pues —respiró hondo —hace aproximadamente cinco o seis años, quizá más, le regalé esto a mi primer amor y me rechazó —comenzó a reír y a tapar su rostro.
Me quedé en silencio, no sabía que decir.
—Bueno, no —sobó sus ojos —, sí lo aceptó pero luego las cosas se pusieron difíciles y me lo devolvió.
—Algunas personas regalan osos pero tú regalas leones —arrebaté el peluche de sus manos y comencé a observarlo.
—Es que tiene una gran explicación —miró al horizonte —pero eso si es más personal para mí.
Asentí y comprendí que de verdad no quería hablar de eso.
—¿Quieres pasar? —preguntó tímidamente.
Moví mi cabeza en señal de afirmación.
Estuvimos en el patio en silencio observando las flores.
—Así que estamos solos —asintió —completamente solos...
—¿Quieres comer algo?
—Mi mamá hoy tiene una junta importante así que —sonreí —no cocinará, por eso vine directamente aquí.
Gabriel puso los ojos en blanco y nos dirigimos a la cocina.
Sacó algo del refrigerador y lo metió a una olla con agua hirviendo.
—Seis minutos y listo —dijo limpiándose las manos en el pantalón de tela.
—¿Qué es? —intenté mirar a la olla.
—Te vas a quemar —me empujó hacia atrás —. La curiosidad matará al niño sireno y para que eso no suceda jugaremos con mis reglas, de nuevo —se desató la corbata y poniéndose detrás de mí la ató a mis ojos. No podía ver nada, era lógico.
—¿Qué clase de juego es este? —intenté desatar el nudo de la corbata.
—Si adivinas qué es te daré un premio —dijo cerca de mis oídos.
Qué excitante.
Oía todo el ruido que hacía con las cucharas y los cuchillos, el sonido de la molesta bolsa que utiliza siempre para poner desperdicios, la tabla de madera al tener un cuchillo encima.
Gabriel metió algo a mi boca, ¿cómo no reconocer qué era?
Ese toque salado y dulce a la vez, ese sabor que hace erizar mi piel, esa textura tan singular y suave. Era de esperarse.
—Es un pedazo de tomate.
—Estaba fácil, muy fácil —tocó mis hombros y besó mi cuello.
Me estremecí, ¿hasta qué punto podía ponerme nervioso?
Sentí el sonido de un tenedor o cuchara luego de unos cuantos minutos y cuando llegó a mi boca deducía que era una cuchara.
—Salsa de tomate —la saboreé tanto que Gabriel no pudo quitar la cuchara de mi boca.
—¿Se te ocurre algo? —acarició mi cabello.
—Alguna pasta —pasé la lengua por mis labios.
—¿Qué tipo?
—Pasta, literal.
—Te equivocaste —aplaudió sarcásticamente —tendremos que hacer algo al respecto.
Tragué saliva.
Sentí su rostro muy cerca del mío y su respiración entrecortada. Me dio un beso suave, único, diferente. Hasta ese momento no parecía un castigo.
El beso se fue intensificando y sentí que absorbió mi lengua.
—Suficiente —hizo mi cabeza hacia atrás.
—Huele bien —quise pararme.
—¿Qué es? —puso el tenedor cerca de mi nariz y solo sentía carne y masa.
—Lasaña —pero me arrepentí de decir eso porque la lasaña se cocina en horno o microondas, no en olla.
—Ravioles con carne —dijo decepcionado —pensé que te gustaban las pastas.
—Me encantan, pero —el olor era intenso —no lo reconocí.
—Perdiste.
Seguí con los ojos tapados y Gabriel me daba los ravioles a la boca. No tenía ni idea de lo que tenía planeado para mí, pero no era nada bueno.
Terminamos de comer, oí el agua corriendo por el lavadero y eso significaba que Gabriel estaba limpiando los trastes.
Estaba más nervioso, ¿cuál sería mi castigo?
Al no poder caminar por estar ciego, Gabriel me levantó en sus brazos y me llevó a un lugar desconocido. Era la primera vez que me sentía tan ligero como una pluma.
Nos sentamos en su cama, su colchón tan suave hacía qué me hunda.
—¿Alguna vez has tenido relaciones? —Gabriel tocó mi muslo.
—Nunca —seguía sin ver nada de lo que pasaba —, ¿tú?
—Tampoco —río—no sé qué es más triste: tener diecisiete años y nada o tener veinticuatro y nada.
—Creo que tú situación es peor, por lo menos yo salí con Mercedes un tiempo, solo salimos es todo —levanté mis manos en señal de ser inocente.
—Ayer te dije que quería ir lento contigo pero la situación no me deja —suspiró —tenerte aquí, sin nadie, solo tú y yo me pone en condiciones horribles —tomó mi mano —y es más horrible porque eres menor de edad.
Sentí que se movió y comenzó a gritar en una almohada.
—¿Y qué planeas?
—Seguir jugando.
Estaba de acuerdo, tal vez así se calmaba el ambiente.
Puso algo en mis labios y eran sus dedos, su piel salada era increíblemente humectada.
—Tus dedos.
—Perdóname —hacía un montón de ruido.
—¿Por qué?
En ese instante metió algo más grande a mi boca: suave, salado, duro.
¿Era lo que pensaba?
Salía y entraba, una y otra vez. Agarré sus caderas y traté de moverlo más rápido, con embestidas más bruscas y profundas.
Me sentía un experto dándole pequeñas caricias en su miembro con mi lengua. Caricias que hasta a mí me complacían, sus gemidos suaves y entrecortados eran el mejor premio.
—Basta —Gabriel quiso empujarme para que parara.
Quité la corbata de mi vista dejándola como un collar y me sorprendí con la vista.
Gabriel respiraba rápido y estaba sonrojado, lleno de sudor.
—Perdón, jamás había sentido algo así —cubrió su rostro con una almohada.
—Yo tampoco —limpié la saliva de mis labios —. ¿Continuamos?
—No, por favor.
—Terminemos —me senté en el piso y separé sus piernas.
—¿A qué te refieres?
Gemía con más fuerza presionando sus puños contra su cama.
—Ariel se siente extraño —cerró sus ojos.
Paré y cubrí su vista con su propia corbata.
—A...Ariel.
Algo que vi que le gustaba era que recorra todo lo suyo con mi lengua y lo saboree.
Seguíamos con el mismo procedimiento, solo que esta vez decidí morderlo y acariciarlo con mis propias manos. Nunca había hecho algo similar pero sentía que en mi otra vida era un experto, hasta que por fin llegó la mejor recompensa.
Todo el líquido viscoso se depositó en mi boca y se derramó por mi cuello.
Gabriel se acostó en el colchón en posición fetal, subió su pantalón y se hizo bolita.
Lo dejé solo, fui al baño a limpiarme, no podía quedarme así.
—Hola —me acosté a su lado mirándolo fijamente.
—Perdón —tenía una expresión triste —siéndote honesto es mi primera vez en todo.
—¿Primera vez que te corres? —lo abracé, de verdad lo quería.
—¿De una manera consciente y gracias a otra persona? Sí.
—Pensé que tenías veinticinco —cambié de tema.
—No, recién los cumplo dentro de unos días.
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