5-4
Como el día en el trabajo estuvo atareado pospusieron mi cita en el psiquiatra y se lo dieron a otro nepente. Belchite apareció al terminar la jornada, me dio mi primera paga en un sobre de papel madera y la de Darg en otro. Le pregunté por qué no le entregaba la remuneración personalmente y me dijo que no podía visitarlo ese día ya que estaba muy ocupado, pero esperaba que se recuperara de su jaqueca.
Darg había faltado al trabajo, fingí que sabía.
Belchite me aconsejó que tendría que ir mañana al psiquiatra, el sábado seis, sin falta, con Prypiat. Le prometí que lo haría y le demostraría a la sociedad que no era una loca o un espécimen creado por extraterrestres. No le hizo gracia.
—Es lo mejor para todos —aconsejó.
Asentí. No tenía la mente puesta en él, solo en el sobre de billetes.
Sé que el dinero no trae la felicidad... a quién engaño el dinero es sensacional. Ver mi trabajo y mi tiempo materializado en papel me sentó de maravilla. Ahora era como el resto. Sabía cómo funcionaba el sistema monetario. Dabas tiempo a cambio de billetes, o sea, perdías algo para conseguir algo que también perderás eventualmente. Me encantaba, por eso sentía un nudo en la garganta. Así debería sentirse la alegría, primero uno en el cuello, luego otro en la cabeza y después varios en el corazón. La alegría son nudos que te atan a tierra. Tenía que ser alegría, debía serlo, porque era imposible que algo que esperé y ansié por tanto tiempo me trajeran melancolía.
Pripyat. Ah sí.
Con la paga compraría vino y se lo llevaría a Pripyat, digo, la señora Bhangarh como muestra de agradecimiento por alquilarme su ático y también podría conocer a mis otros vecinos a los que había visto esa mañana en el disturbio doméstico. Ellos también cabían en mi lista de personas seguras.
También quise comprarle algo a Darg para que se pusiera mejor y olvidara a su esposa borracha, pero no sabía qué. No vendían esposos sobrios en la sección de regalos.
Fui hasta el supermercado que había en la esquina de la cuadra donde vivía. Los columpios estaban en pleno apogeo, había una madre y un padre con dos bebés en el arenero, los adultos se reían de las monerías que hacían los niños. Me pregunté si toda esa gente había conservado la mayor parte de sus recuerdos o si los necesitaban para tener un hogar. O si yo había jugado con mis padres de esa forma... Ja, no iba a pensar en eso.
Entré a la tienda, fui por el vino y para Darg elegí una tarjeta de felicitaciones que tenía globos, confeti y corazones dorados.
Arrastraba mis pies descalzos por el pasillo de congelados mientras devoraba una paleta de helado, la radio hablaba de que Corea del Sur y del Norte hacían las pases porque los gobernantes habían olvidado las viejas disputas que los separaban. Estaban en los libros de historia, pero no encontraban fuerza en esas razones. Ya no existía una frontera entre países acorazada con soldados y armas. Comenzaron de cero, unificarían mercado y posiblemente, en el futuro, naciones. Había paz. Lo mismo ocurría en Israel y Gaza.
Me alegré al momento que se cortó la luz. Muchos se quejaron y un niño se echó a llorar. Era la segunda vez que pasaba en el día. Las centrales nucleares estaban colapsando porque les faltaba personal capacitado para manejarlas, algunas habían cerrado y otras tenían exceso de demanda.
Temí que nos quedáramos como Lima o Buenos Aires y acabara toda la ciudad a oscuras por semanas enteras. Agregué velas a mi compra.
El carnicero estaba montando una linterna farol en mitad de la sección de conservas cuando pagué las cosas.
Le pedí a la dependienta que me prestara un bolígrafo, ella asintió, guardando las monedas en la caja registradora. Su uniforme era una chomba roja, una gorra con visera del mismo color y pantalones de mezclilla. Me tendió un boli azul, alumbró con la luz de una vela y husmeó la tarjeta de felicitación con curiosidad. Lo pensé un poco y puse bajo la inscripción de ¡Felicidades!:
«Soportaste un día más siendo un pez en este cardumen de deseos. Gracias por vivir el mañana de tu ayer» Supuse que su humor ácido despertaría cuando leyera una cursilería como esa y burlarse de mí lo animaría. Agregué más abajo: «Te quiero, pez espada. Te quiero, de verdad»
Era verdad, él tenía una nariz puntiaguda. Y yo lo quería. Era mi primer amigo. Lo conocía hace menos de un mes y aun así era la persona más antigua de mi vida. Era como mi jardín de Edén, mi pirámide egipcia. Para mí, muestra amistad era un monumento a la humanidad.
La dependienta alejó la vista al mismo tiempo que yo, fingió roer con la uña una mancha invisible del mostrador para justificar sus ojos tan cerca de la tarjeta. Sonreí de costado. Agarré la botella de vino envuelta en periódico, me colgué la tarjeta bajo el brazo y me despedí de ella con una sonrisa alegre.
Cuando llegué a casa Darg no estaba. Pero había vuelto la luz, algo era algo.
Dejé la tarjeta sobre su parte del colchón y quise vestirme elegante, pero no tenía ropa fina así que agarré una camisa negra de mi compañero de cuarto y me la puse como un vestido. Pero yo era demasiado alta y me quedó un poco corto así que agregué unos pantaloncillos.
Me peiné más de lo que hubiera esperado y bajé las escaleras con la botella de vino en la mano y mi corazón en la garganta. Estaba nerviosa y no sabía por qué.
Golpeé la puerta con los nudillos y esperé.
Pripyat se asomó a la puerta, tenía su melena naranja recogida en un moño flojo, dos mechones se le caían sobre las orejas. Su ojo blanco era como una luna que me analizaba curiosa y el oscuro destilaba una alegría explosiva y peligrosa, como un fuego artificial. Por más que quisiera ocultarlo estaba feliz de verme. Hay diferentes alegrías en el mundo, ocurriendo en simultaneo y en distintos lados, pero yo, en ese momento, sentí que las acaparé todas.
Llevaba calcetines de franjas rojas, verdes y blancas, seguramente navideños, la misma remera negra japonesa que esa mañana, unas bragas amarillas y nada más. Se desplomó contra el marco de la puerta, cruzó sus brazos, estiró la pierna, me dio un golpecito en la rodilla y me acarició el muslo con el pie.
—¿Vino? ¿Qué estamos celebrando?
—Que te veo por primera vez en paños menores.
Arqueó una ceja y se paró de puntitas para estar a mi altura.
—Y será la última si vuelves a llamar a la ropa interior: paños menores.
Sonreí.
—El vino no es para ti, desnudista, es para la señora Bhangarh. Un agradecimiento por su hospitalidad, carisma y disposición, cosas que tú no conoces, preciosa.
Pripyat sonrió de lado y se corrió un mechón de cabello. Vi sus dedos rojos y delgados como ramitas, no tenía huellas digitales ni nudillos, eran una mancha de carne irritada, como la mitad de su cara.
—Eres una conquista corazones.
—¿Conquisté el tuyo? —arqueé una ceja y recorrí sus piernas desnudas con la mirada—. ¿Por eso me abriste la puerta así?
Sonrió desafiante.
—No soy tan fácil de ganar —respondió mordiéndose el labio, bastante seria, mirando sus calcetas y sacudiendo los dedos de los pies.
—No importa, yo sí —respondí.
Ella alzó la mirada, se le encendieron ligeramente las mejillas y me arrebató el vino.
—La ropa es porque esta casa parece un horno, si pasas una noche aquí a ti no te quedaría ni la piel —recostó la botella sobre su cuello para otorgarse frescura.
Ni todas las botellas del mundo podrían haber bajado mi temperatura.
La gente se ruboriza cuando tiene demasiada sangre circulando, tiene demasiada sangre circulando porque su ritmo cardiaco aumenta, su ritmo cardiaco aumenta porque experimentan sensaciones intensas, los humanos experimentan sensaciones intensas porque están vivos, los humanos viven para... viven para... se vive para...
La noche era fresca, el interior no.
La tierra estaba húmeda por las regaderas de los vecinos que empapaban las aceras para luchar contra el calor. Se oían los grillos que adornaban los sonidos de la calle. También llegaban a mis oídos algunas risas, música o ruidos fugitivos que se desbordaban de las casas. Todos se acostaban tarde en las noches de verano. Y la vida duraba más y los días eran dulcemente interminables.
Sentía que el mundo giraba alrededor de nosotras, como si estuviésemos en el espacio exterior y fuéramos el sol. Las estrellas resplandecían en el cielo azul y despejado y el viento arrastraba el aroma de las verbenas, damasquinos y geranios del jardín.
—Estuviste increíble esta mañana con el bate —agregué—. Por poco creí que golpearías a alguien.
—Si te quedaste con ganas de violencia, puedo darte una demostración —dijo poniéndose de puntillas, estirando lo más que pudo el brazo y dándome golpecitos en la cabeza con los dedos—. Sería como golpear una piñata.
—¿Por qué no tengo nada...?
—...nada dentro, sí —completó con sorna.
—Pero las piñatas están llenas de dulces —me burlé de lo mal que elegía comparaciones, no tenía la misma habilidad deteniendo disturbios que discutiendo.
—Tú no eres dulce —contratacó bufando.
—¿Quieres probarme y averiguarlo?
Antes de que ella contestara, acaricié sus dedos para que soltara la botella, la cacé en el aire y coloqué el vino sobre su coronilla, como si fuera una mesa.
—¡Señora Bhangarh, traje un humilde presente! —grité por encima de su cabeza, al interior de la casa.
—Muy humilde, diría yo —agregó empujando la botella lejos de su cráneo anaranjado—. Eso no califica como vino, es alcohol etílico.
—Pasa —sugirió una voz.
Gente. Mi corazón de aceleró.
Husmeé al interior y noté que estaban la mayoría de los inquilinos de la casa. La puerta de entrada desembocaba en un vestíbulo de medio metro donde solo cabía un perchero y un tapete. Más allá estaban los gemelos sentados en la sala de estar, en sillones de cuero sintético cubiertos por sábanas de flores viejas. Si los nepentes eran como peces, ellos serían anchoas porque eran idénticos, delgados y alargados.
El calor en la casa era concentrado y húmedo, razón por la que ambos estaban en calzoncillos azul oscuro. Su piel era caucásica, pero no tanto como Pripyat que ella ya parecía un fantasma, tenían un ligero matiz rosáceo y pecas en cada extremidad, su cabello era castaño y lacio.
Sobre el suelo, encima de una alfombra de mimbre de colores desgatados estaba acostada una mujer rechoncha de unos treinta y tantos años, su piel era oscura como la brea, se había peinado sus rizos erectos en una coleta y se pintaba las uñas frente al televisor.
Solo faltaba el anciano, pero tampoco estaba la señora Bhangarh.
Todos habían estado abanicándose con revistas viejas y mirando el televisor de antena que sintonizaba una serie familiar de los setenta, de aquellas que no tenían color y que a cada dialogo estallaban risas de un público imaginario.
El que me había dado la invitación había sido uno de los gemelos, pero no atiné a diferenciar cuál porque ambos me estaban viendo y sonreían amablemente. Uno sin moverse del sillón estiró los brazos y meneó los dedos hacia la botella. Se la di como si fuera un balón, un movimiento un poco arriesgado, pero la distancia era corta y él la atrapó con agilidad. Le arrancó el papel periódico y la observó admirado.
—¡Al fin, al fin, al fin! ¡Creí que iba a pasar el viernes más aburrido de mi vida! —canturreó feliz.
—Es solo vino —dijo su hermano, aburrido y poco conmovido— y del barato.
—Humilde —corregí.
La mujer me observó por encima de su hombro, soplando escrupulosamente el esmalte de sus uñas blancas. Estaba acostada de panza, apoyaba el peso de su cuerpo en los codos, alzaba las piernas y se frotaba la planta de los pies. Había velas sin encender en el piso, por el apagón.
—Tú debes ser Bodie, Pripyat habló mucho de ti —dijo ella.
Aparté a Pripyat porque no me cedía el paso al interior de la casa.
—¿De enserio? —pregunté anonadada y enternecida.
—Sí, no dejó de quejarse que hoy la obligarías a ir a una cita con el psiquiatra... pero luego se alegró cuando cancelaron —explicó.
Me hubiese gustado que hablara otras cosas de mí. Suspiré. En parte eso explicara que a la mañana fingiera no haberme notado. Por poco creí que me detestaba, pero hace unos minutos ella se había alegrado de verme. En realidad, le molestaba que fuera una especie de guardaespaldas o trabajadora de la patrulla vecinal. Me alegré de no haber usado la pañoleta purpura amarrada al brazo.
«Pero es que yo no lo planeé las citas al médico, no tenemos opción por ser nepentes» pensé. Los gemelos asintieron con convicción, uno lo hizo mientras descorchaba el vino, la mujer agregó soplando sobre sus uñas.
—Lo mismo le dije yo, la pequeña no entiende que como nepentes no tenemos opción. Nos tienen en la mira porque somos los más raros del Desvanecimiento —comentó preocupada, como una hermana mayor—. Debemos que obedecer a la patrulla de vecinos y a lo que quede del gobierno.
—Estoy cansada de los desconocidos que planean por mí —suspiró ella, pero agotada, para mi sorpresa no estaba enojada.
Mientras un gemelo regañaba serio al hermano que descorchó la botella y le recordaba que eso era de la señora Bhangarh, la mujer se presentó como Varosha. Me gustaba su pelo crespo, era llamativo y ostentoso como las aletas superiores de un pez dama.
Los gemelos eran Kolmanskop y Kadykchan. Por suerte me permitieron llamarlos por sus apodos. No tenía que conocerlos mucho más para saber que el hermano sensato, exigente y razonable era Kolman y el carismático, sensible y posiblemente borracho era Kadyc. Además, Kadyc usaba una remera estampada de rosas amarillas, así que esa prenda sería mi aliada para diferenciarlos.
—¿Te quedas a cenar? —preguntó Kadyc cuando su hermano ganó la pelea, volvió a tapar la botella y la llevó al refrigerador de la cocina, desapareciendo por el pasillo y arrastrando los pies.
—Quédate —sugirió Varosha, poniéndose de pie y siguiendo a Kolman hacia la cocina—. Bhangarh fue a por aspirinas porque tenía migraña y la acompañó el otro inquilino, un hombre de tercera edad llamado Bassam Grand, él fue a comprar hielo ¡Tienes suerte de que se haya ido! ¡Es un chismoso, aunque es nepente ya sabe todos los rumores del pueblo!
—Incluso nos dijo que viniste con una maleta y no eres de aquí —dijo Kolman de forma pausada, como si estuviera siendo interrogado por un oficial de policía.
No pude evitar sonreír.
—¿Cómo se enteró?
—El viejo Bassam ya hizo sus contactos —rio Varosha.
—De hecho... —comentó Kadyc regresando de la cocina, arrastrando los pies y agitando una revista de autos frente a su cara—. ¡Estás de suerte porque hoy le toca cocinar a Pripyat! ¿Te quedas a cenar?
—Si todos quieren —dije deslizando la mirada juguetonamente hasta Pripyat.
Ella arrugó la nariz, se cruzó de brazos y comentó con la mayor de las ironías:
—Me da igual.
—Ah, vamos, pídemelo lindo.
—¡Pídeselo! —demandó Kadyc, señalándola con la revista.
Pripyat infló el pecho de aire y lo soltó a intervalos.
—Oh, Bodie, querida, por favor, me harías el honor de acompañarnos esta noche. Juro que cambiarías mi diciembre si lo haces.
Le guiñé un ojo.
—Está bien, no es necesario, conserva un poco de dignidad para el postre.
—¿Trajiste postre? ¿Había más ofertas? —preguntó ella.
Ojalá fuera yo.
Me sostuvo su mirada blanca y negra, de luces y oscuridad, sonrió de lado y agregó:
—Paso, estoy a dieta estricta de chicas idiotas.
Oh, había dicho eso en voz alta.
—P-perdón.
Estaba avergonzada. Ella resopló y colocó las manos en la cadera.
—¿No vas a defender tu inteligencia?
—Oh, soy inteligente, pero eso no me quita lo idiota.
Asentí ante el desconcierto de Pripyat, ella no entendía por qué esa broma había terminado conmigo admitiendo uno de mis defectos. Noté que me lo había dicho con sarcasmo, en realidad no pensaba que fuera imbécil.
Eso me alegró desmedida e injustificadamente.
Kadyc se había ido luego de que Pripyat fingiera invitarme a cenar, lo escuchaba en la cocina con su hermano y Varosha. Estaban lavando platos o sacando vajilla para la cena. Esa casa se sentía agradable, casi hogareña. Era un hogar diferente al que yo había construido con Darg, pero no por eso mejor. Cada lugar era un santuario de una forma distinta y estaba ansiosa de pasar esa noche allí.
Fue extraño encontrármelos a todos en ropa interior, casi íntimo, pero me gustó que lo manejaran con naturalidad. En parte todos nos tratábamos como si nos conociéramos de toda la vida porque ninguno conocía a nadie, ni siquiera nos conocíamos a nosotros mismos. Éramos forasteros en nuestra propia cabeza.
—O sea que también eres honesta.
Pripyat me arrancó de mis pensamientos, todavía anonadada de que me llamara idiota a mí misma. Había olvidado que estábamos conversando.
—Admites así de fácil que eres una lenta sin remedio.
Le guiñé un ojo.
—No soy lenta para todo.
Pripyat frunció el ceño como si no entendiera por qué además de idiota admitía que era precoz. Mala jugada. Qué puedo decir, me estaba quedando sin ideas.
—Bodie, no dejes que nadie te trate como basura —comentó seria.
—Si lo hago dejaría de hablarte.
—Nadie que no sea yo.
Ella me propinó un ligero codazo en las costillas, no me hubiese dolido si no habría apuntado a la herida en proceso de cicatrización. Reí y me sostuve la zona afectada como si fuera a caerse.
Pero la oleada de color casi me tumbó al suelo.
Sonreí. Desde que la conocía ella había dicho que no teníamos ningún valor, que nuestra vida era insignificante como la de una mosca, nadie lloraría nuestra muerte. Ahora entendía por qué discutía tanto conmigo, quería que yo negara sus pensamientos. Pripyat tenía suerte, yo era alguien feliz y positiva, alguien que disfrutaba la vida.
—Nuestra vida es valiosa, Pripyat, porque nadie puede tenerla, ni con dinero ni con recuerdos. Es solo tuya. Inigualable. Y acaba de comenzar.
Ella me observó con detenimiento así que agregué algo más:
—Personalmente, yo no cambiaría esta noche ni por todos los recuerdos del mundo. Es la primera vez que soy una invitada y me agrada estar en la casa de alguien más.
Balbuceó sin decir ninguna palabra y decidió guardar silencio. Me tomó de la mano, entrelazó nuestros dedos y me condujo a la cocina, explicando que era su primer huésped y que, por más insoportable que fuera, quería ser una buena anfitriona.
Sonreí.
Si tener la mente en blanco era como volver a nacer, en esta nueva vida mi pasatiempo favorito era molestar a Pripyat, una de las cuatro personas de mi universo seguro. Confirmé mis dudas, añadiría a Varosha y a los gemelos, ellos eran nepentes como yo, así que probablemente no resultaran una amenaza ni serían uno de mis perseguidores.
Me alegró saber que estaba expandiendo mi universo de personas, de alguna manera, la ciudad amigable se estaba convirtiendo en mi hogar.
Y esa noche en una victoria.
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