5-3
El tiempo corre para que podamos diferenciar presente de pasado porque la línea divisoria a veces es difusa, ayer anhelamos tener el hoy y hoy extrañamos el ayer. Belchite podía creer que los humanos tenemos un qué sé yo que nos vuelve especiales, porque somos animales hospitalarios que se empecinan en recordar y crear, pero también podemos tener un lado tan complicado que no vale la pena detenerse a pensarlo.
Y es que todo se volvía complicado cuando estaba Pripyat.
Los tres días previos al disturbio no había tenido oportunidad de hablar con Pripyat. Habíamos ido por separado a las consultas médicas para conseguir una identificación.
La vi por primera vez en mucho tiempo cuando salió de la casa con el bate en la mano. El registro delante de la biblioteca había estado atestado de trabajo y la señora Bhangarh la cuidó y vigiló por mí porque ella necesitaba alguien que la ayudara con la casa. Estaban haciendo remodelaciones o limpieza, no sabía bien, pero como estaban todo el tiempo juntas ella se encargaba de protegerla.
Luego del disturbio de los bocinazos y botellazos, Pripyat se zafó del agarre de los gemelos a empujones, recogió el bate que había soltado y regresó a la casa. Al toparse conmigo esquivó de inmediato la mirada, observó críptica sus pies y apretó el paso.
Me resultó extraña su reacción sobre todo porque ambas teníamos cita con un psiquiatra y se suponía que tocaba llevármela. Tal vez estaba avergonzada o no quería ir conmigo a que doctores la monitorearan como si ella fuera la escena de un crimen que querían resolver.
Pero esas eran las órdenes del nuevo mundo y los nepentes estaban bajo supervisión contantemente.
Luego de que Noomie se fuera me quedé largo rato parada en la calle. Atontada.
Era viernes, último día de la semana. Me prometí terminar mi jornada de trabajo y visitar a Pripyat, digo, a los inquilinos del piso de abajo. Aparecería con la excusa de que quería ver si todos estaban bien después del disturbio. Tal vez podría llevar algo que fuera una ofrenda de paz como una sidra o galletas, después de todo, eran mis vecinos.
Meneé la cabeza, atontada. No me había percatado de que el disturbio terminó, todos regresaron a sus casas y yo continuaba plantada en mitad de la calle, pensando en regalos.
Subí las escaleras, abrí la puerta y me encontré con las ventanas cerradas. La oscuridad del departamento era absoluta el único rectángulo de luz provenía de la puerta y mi sombra recortaba la iluminación como si fuera una fotografía de siluetas.
Fui hasta el baño y toqué la puerta con los nudillos.
—Darg, ya se fue Wittenoom ¿Estás bien?
—¿Cómo está ella?
—Ebria —resumí.
—¿Soy una mierda por no haber salido?
Me recosté sobre la puerta.
«Sí»
—No...
—Lo soy, Bodie, el problema es que no me conoces. La única persona que me conoce vino, borracha, a recordarme que soy una mierda.
—Es cierto, no nos conocemos. Pero, con los borrachos no hay que tratar, ya sabes lo que dicen.
En realidad, ninguno de los dos sabía con exactitud qué se dice de los ebrios, pero algo se debería decir. Siempre hay algo que decir de alguien más. Todos, les guste o no, tienen lo suyo. Solo que Darg y yo lo habíamos perdido y errábamos hasta que alguien nos lo recordara.
—Estoy cansado de soportar tantos días así.
Silencio. No supe qué decir, de hecho, no había nada para decir, solo fue una confesión. Por eso usó la palabra soportar. Porque él sabía que algún día acabarían. En diciembre. No esperaba que le contestara algo esperanzador, solo quería saber que había alguien del otro lado escuchándolo.
—Lo entiendo.
Esperé unos segundos a que agregara algo más, pero no lo hizo. Acaricié la superficie de la puerta.
—¿Dargavs? ¿Quieres salir? ¡Ya sé, preparo el desayuno!
La palabra preparar estaba de más, no teníamos cocina, solo un horno y una planchuela eléctrica, en realidad pondría cereales en el mismo tazón que cenábamos y almorzábamos y le tiraría leche vegetal. Solo teníamos un plato y dos cucharas.
—Prometo que no me comeré todas las hojuelas de chocolate —insistí, royendo con mi uña la puerta—. Además, es la última vez que compartiremos plato, hoy termina nuestra primera semana laboral y nos dan la paga. Podemos comprar otros platos ¿Ya ves? Estamos mejorando. Creando una nueva vida.
—Mmmm. Ya salgo —prometió—. Dame un minuto.
—Los que quieras, amigo.
—...
—Puedes ausentarte por dos minutos, por veinte o hasta finales diciembre, incluso esta puede ser la última conversación que tengamos y estará bien. Yo te esperaré y te perdonaré cualquier ofensa —recosté la frente en la puerta y apoyé mi palma extendida—. No somos perfectos, Dargs, nos equivocamos y habrá gente que no quiere perdonarnos y está bien, ellos también tienen sus propios baños donde llorar. Pero no creas que eres una mala persona por cada perdón que te nieguen. Sé que no volverás a cometer el mismo error ¿Sabes por qué lo sé? Porque las malas personas no piden estar solos.
Al final Darg quiso muchos minutos, demasiados, le dejé el desayuno en la puerta de la entrada y le regalé el espacio que necesitaba.
Camino al trabajo me crucé con mi compañera Kayakoy. Ella pedaleaba en la acera y llevaba un hiyab amarillo sobre la cabeza. Su banda vecinal púrpura y su piel tostada le otorgaba tantos matices que creí toparme con un arcoíris. Me dijo que llevaba las gamas del verano.
Reímos. No sé por qué. Las mejores risas surgen sin saber por qué. Tal vez lo necesitaba, tal vez me sentía más sola de lo que era capaz de admitir. Tal vez no merecía compañía humana y por eso la buscaba desesperada, porque era una mala persona que no aprendía de sus errores.
—Tengo que usar bicicleta para moverme, aunque no me gusta —Kayakoy me arrancó de mis pensamientos—. Tengo automóvil, pero no puedo sacarlo de garaje. Alguien estacionó su carro en la entrada de mi casa y no lo ha reclamado. Probablemente el dueño olvidó que tenía un auto o dónde lo aparcó.
Luego del Desvanecimiento había muchos vehículos cubiertos de polvo y hojas, abandonados por sus antiguos dueños. Las grúas no lograban atender todos los reclamos.
—Oh... —dije.
—Bodie ¿estás bien?
Escuché traquetear la cadena de mi bicicleta. El viento bailó con mi cabello. Me sorprendí de lo mucho que me costó responder esa pregunta.
—Sí —dije sonriendo—. ¿Por qué preguntas?
—Porque era psicóloga antes del desvanecimiento. Y puedo notar cuando alguien está triste.
—Estoy feliz de estar aquí contigo, Kayakoy.
Un rayo de luz amarillo la encandiló. Ella asintió y me retó a una carrera.
Cumplí un reducido turno en mi puesto frente a la biblioteca y a diferencia del resto de los días encontramos a un desaparecido.
Era un anciano octogenario que estaba siendo buscado por su hijo, un hombre rubio de cuarenta y tantos. Lo encontró por los registros. El anciano era nepente, la Vecindad Cooperativa lo obligó a presentarse a principio de la semana, le tomamos una foto, pedimos datos de su nueva residencia y luego se marchó. Su hijo de cuarenta y tantos apareció esa mañana en la biblioteca con un álbum de fotografías familiares. Me señaló una imagen en particular, de un cumpleaños. Estaba seguro de que el anciano de la esquina con camisa azul que lo abrazaba a él y sostenía a su hija, era su padre. Lo invité a escudriñar las fotos de desaparecidos que colgábamos en la entrada del edificio. Minutos después, arrancó la fotografía de la placa de polietileno y corrió hacia mí para pedirme una copia de los datos del anciano.
Le dimos su número de teléfono y nuestros mejores deseos.
A pedido de la gente en la fila para registrarse y de Kayakoy, él llamó a su padre frente a nosotros. Pálido como la nieve que nadie recordaba, tembloroso, llevó el mólvi a su oreja y relamió sus labios. Del otro lado atendieron de inmediato.
—Hola... sí, este... eh... tal vez sea raro lo que voy a decirte. Por favor, no cuelgues. Yo soy tu hijo. Estoy seguro. Te encontré por los registros de la biblioteca ¡Sí, sí, sé que fuiste ahí... porque ahí te encontré! Ja, ja, ja. No te preocupes yo también soy un poco lento. Este... Lamento por tardar tanto en darme cuenta... este... ¿Puedo ir a verte? —No supe que sus hombros estaban rigidos hasta que se relajó—. ¿De verdad? Qué bueno —Se pasó una mano por la frente empapada de sudor—. ¡Sí, sí, tengo la dirección, me la pasaron las hermosas jovencitas de aquí!
Nos dedicó una mirada a Kayakoy y a mí, yo alcé mis pulgares y ella le indicó con la mano que se fuera. No podíamos parar de sonreír. Él nos dio un abrazo breve y recibió cientos de palmadas y aplausos de la gente que hacía fila para registrarse en las listas. Sentí nostalgia cuando lo vi marcharse con el móvil contra la oreja, sacando consternado las llaves y cruzando la calle mientras nos veía por encima de su hombro como si ni él pudiera creerlo.
Desconocía cómo él pasaría el fin del mundo, pero esperaba que no lo hiciera solo. Me asaltó la certeza de que todos merecían un hogar, al menos una vez en la vida. Tener un hogar no debería ser un privilegio o una recompensa.
—¡Suerte, mucha suerte! ¡Suerte! —despidió Kayakoy haciendo bocina con sus manos y me observó radiante—. Ah, por esto me ofrecí como voluntaria para ayudar nepentes, mira lo que acabamos de hacer, Bodie. Reconstruimos una familia.
Me picó la nariz con aire maternal.
—Regresar a casa siempre es una victoria —concluyó.
Me pregunté si esa noche, luego del trabajo, yo triunfaría.
Dargs quería estar solo y Pripyat me odiaba. No tenía a nadie más que me quisiera, digo, qué podrían querer de mí. Qué podría interesarles. Mi personalidad era irritante, no tenía nada bueno para decir ni contaba con dinero para ofrecer o tiempo o risas.
Yo apestaba. Ni siquiera sabía por qué estaba viva. Si muriera o desapareciera nadie iría a buscar mi fotografía en una biblioteca como esa. Era insignificante. La único que tenía era a mí misma y era yo era mi propia desconocida. Kayakoy me estaba diciendo algo mientras se sentaba en nuestro puesto, creo que tenía que ver con la sombra del árbol porque señalaba por encima de su cabeza, pero no podía oírla, mis pensamientos eran demasiado ruidosos. Quise pedirle ayuda, deseé arrancarme esas ideas, pero lo único que logré fue esconderlas para que sugieran después, cuando ellas quisieran, sin avisar.
Arrastré los pies hasta mi escritorio al aire libre. Toqué la herida que tenía en el abdomen, por más que cicatrizara y por más que se estuviera cerrando, en ese momento sentí que estaba más abierta que nunca.
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