5-2

 Estaba durmiendo, era cinco de diciembre a las ocho de la mañana cuando ocurrió.

 Estaba vulnerable, con mi única remera, en bragas, sobre el colchón que compartía con Darg. Habíamos abierto las ventanas y alquilado un ventilador de pie para lidiar con el intenso calor y ni aun así lo logramos. Por su estratégica ubicación sobre la casa, el sol calentaba ese departamento y lo convertía en un horno infernal.

Me desperté de un salto cuando escuché los bocinazos.

—¡No quiero irme! ¿Por qué cada vez que me acerco te vas? —preguntó alguien.

Antes de notarlo tenía en mi mano el cenicero de Darg.

Sin pensarlo si quiera se lo arrojé a los ojos, aproveché el desconcierto de mi víctima, agarré una sábana, se la amarré al cuello con la velocidad de un soldado y jalé hacia abajo para estrangularlo o romperle el cuello. Lo solté al momento que recuperé la conciencia y vi que el acompañante con el que dormía era mi amigo Darg, manoteando el aire.

—Lo-lo siento, Darg —balbuceé—. Creí que había alguien malo en la habitación... lo lamento tanto.

Aún se oían bocinazos desde la calle. El estridente sonido alteraba a los perros del barrio que no eran poco. Unían sus aullidos o ladridos al atronador sonido. Él se quitó la sábana del cuello, tragando hondas bocanadas de aire.

—¿Qué mierda te pasa, perra loca? —me preguntó quitándose el hollín de los ojos con el antebrazo y clavándome su enrojecida mirada en la cara.

Alcé las manos, sin saber cómo explicar «Creí que me atacaban otra vez» Ambos estábamos sentados sobre el colchón, yo con las piernas flexionadas y abiertas, mis talones estaban escondidos tras mis muslos. Me incliné a Darg, lo tomé de la cara y le soplé en la ceniza de los ojos con delicadeza mientras él parpadeaba constantemente. Lloraba lágrimas negras.

—Lo siento.

—Gran manera de decirme que no deje colillas tiradas por la casa —lloriqueó.

Sonreí apenada y agradecida de que alguien tan temperamental como él no se airara y me tuviera más paciencia de la merecida. Le di palmaditas en la mejilla barbuda al momento que ambos deslizábamos nuestra curiosa mirada a las ventanas que daban al parque. La bocina continuaba sonando intermitente. Si era otro predicador loco para recordarnos que estábamos a menos de un mes del fin del mundo, iba a bajar yo misma a enseñarle el amor ciudadano.

Escuché que la señora Bhangarh, salía de su casa y daba un portazo.

—Espero que te gusten los disturbios domésticos —aportó Darg—. Porque es lo que verás.

—No me gustan —decidí antes de presenciar uno.

—A mí sí —comentó Darg poniéndose de pie, le caían lágrimas cenicientas de los ojos enrojecidos, se fregó los párpados con los nudillos y fue por sus pantalones—. Siempre hay dos personas que se gritan. Es de lo más divertido recordar que el resto de las personas es igual de miserable que tú.

Me levanté del colchón, ya traía puesta una remera así que me puse un pantalón, mis zapatillas deportivas y mi mirada más cotilla para asomarme a la ventana.

Bajo la calle había un descapotable rojo aparcado en ambos carriles. Me sorprendió que conservara la licencia de conducir. No sabía qué vehículo era, pero cuando vi a la mujer sentada tras el volante, accionando la bocina supe que era un Audi R8 Spyder.

—¡Sal de una puta vez! —gritó ella—. ¡Sé que te escondes por aquí!

La mujer era muy guapa, tendría unos cuarenta cinco años, pero parecía de menos. Su piel estaba bronceada de un tono terracota, su cabello era sedoso y rubio platinado mientras que su figura se parecía a la de una espiga. Lucía pantalones de chándal y una remera del mismo material sintético. Aunque parecían prendas que alguien se pondría para barrer la entrada de su casa o ver películas en el sillón, ella las lucía como si estuviera en alguna entrega de premios. Su actitud regia y soberbia era admirable porque estaba ebria y casi no podía mantenerse de pie. Además, a todas luces había vomitado hace poco.

Eso lo supe cuando bajó del automóvil con campaña que aferraba del cuello de la botella ¿Quién demonios se embriaga con eso? Que haya llegado hasta allí manejando era todo un milagro. Bebió las últimas gotas que quedaban con la avidez y desesperación de un sediento o de alguien con el corazón roto. Colérica aventó la botella al suelo, la cual estalló en cientos de pedazos en la entrada de la señora Bhangarh. Usó su mano derecha durante todo el proceso, porque la izquierda la tenía recargada contra la bocina, que no dejaba de tronar como una trompeta.

Apoyé un brazo en el alfeizar, mi barbilla en la mano plegada y me tumbé contra la ventana, para mirar mejor el escenario.

Más gente había salido de la casa, eran los otros residentes que le alquilaban habitación a la señora Bhangarh: una mujer afrodescendiente, un par de gemelos de veinte tantos años con más pecas que estrellas en la galaxia y un anciano de ochenta años o más. También se plantaron, a curiosear el escándalo, los empleados del supermercado.

—¡Deje de hacer tanto alboroto! —exigió una voz familiar.

La señora Bhangarh estaba que echaba chispas por los ojos, como si viera cáncer de mama contra el que luchar. Vestía un camisón que la cubría de pies a cabeza, de color pajizo y holgado... ¡Era el vestido que había usado hace unos días Pripyat! Solo que nunca había sido un vestido, era un jodido pijama.

Por décima vez me pregunté a dónde demonios había ido Pripyat ese día.

—A ver, a ver, a ver el espectáculo —comentó Darg, ya vestido, planchándose las arrugas de su camisa.

Asomó su cabeza por encima de mi hombro, masculló una maldición, se arrojó al suelo y se escondió tras de mí, apoyando sus manos en mi cadera y espiando de reojo, como una marmota saliendo de su cueva.

—Es mi esposa. Wittenoom ¡Noomie!

—¿Esa? —pregunté agudizando la voz y señalándola, él agarró mi mano y la escondió tras el alfeizar para que nadie me notara señalando desde el piso de arriba.

—¡Sí, sí, sí, sí!

—Pues parece que en lugar de ver un disturbio domestico lo vas a protagonizar.

—No eres graciosa —cerró los párpados horrorizado y enterró su cabeza en mi cintura baja.

—Dijiste que eran divertidos.

—¡Verlos, imbécil! ¡Verlos!

—Ya.

—Dile que no estoy.

—¿Qué?

—Está cabreadísima, ni de mierda la encaro ahora.

—Ten un poco de responsabilidad y dile la verdad.

—¿Cómo le digo que nunca la amé?

—Creo que ella ya lo sabe, Darg. Esas cosas siempre se saben. Me parece que solo está exigiendo que se lo digas de frente...

Eso pareció desesperarlo más, su voz sonó profundamente triste.

—Si ella lo sabía por qué me permitió fingir que la amaba ¿Acaso tampoco me quiso? ¿Por qué me dejó ser infeliz durante tantos años? ¿Es que no vio lo solo que estaba?

—Tal vez los dos nunca se amaron como debieron.

Oh. Entendía su punto. Si Wittenoom sabía lo desesperado y solo que estaba debió haberlo ayudado, al menos eso haces con alguien que amas. Desconocía cómo se había originado la inseguridad que tenía Darg sobre su sexualidad, tal vez tuvo padres conservadores, compañeros de instituto crueles... la lista era interminable y un misterio. El antiguo él prefirió fingir ser heterosexual y casarse con esa chica. Pero el Desvanecimiento borró los miedos y solo dejó el deseo.

Darg sentía que los dos habían vivido una mentira, así que ninguno se debía nada.

Pensaba una buena excusa para conversarlo de que fuera gentil con Wittenoom cuando un grito se hizo oír por encima del estruendoso y disonante bocinazo.

—¡Deja el alboroto! ¡Apaga eso de una vez! —ordenó Bhangarh.

Noomie sin despegar su mano de la bocina, se tumbó sobre la puerta del descapotable, buscó con su izquierda algo en el suelo y sacó otra botella de champaña vacía que alzó por encima de su cabeza para calcular la distancia entre la señora Bhangarh y su proyectil.

Como si respondiera a mis pensamientos Pripyat bajó los escalones de porche de dos en dos. Vestía una falda escosa roja, corta, a la altura del muslo, medias altas, zapatillas y una remera negra que decía «Vive hasta donde puedas» solo que en kanji japonés y bajo la inscripción alguien, seguro ella, había pintado con acrílico a Astroboy surcando el cielo. No tenía sentido.

Pero lo que más me sorprendió era que salía de la casa con un bate en la mano. Ignoraba dónde lo había conseguido, pero por la determinación en su mirada supe que no dudaba en usarlo.

Me empujé lejos de la ventana, corrí hasta la puerta, resbalé en el suelo, recuperé el equilibrio impulsándome con las manos, abrí la puerta, bajé los escalones en carrera, rodeé la cochera, atravesé el jardín y vi el momento justo en donde la mujer arrojaba la botella vacía hacia la cara de la señora Bhangarh.

La señora no se movió ni un centímetro, infló el pecho, apretó los puños, frunció aún más el entrecejo y esperó el golpe con los brazos abiertos. Supongo que, después de haber superado el cáncer, creía que podría resistir cualquier cosa. Pero un botellazo en plena cara no era una de esas.

De un momento a otro, Pripyat se había plantado en frente, blandió el bate que tenía posicionado tras su espalda, por encima de su nuca y golpeó la botella. El vidrio reventó en cientos, no, miles de fragmentos pequeños de color verde esmeralda, eran como polvo satinado. Al ser iluminados por el sol brillaron al igual que destellos siderales en el cielo antártico, revoloteando alrededor de la cara adusta de Pripyat, coronando su cabello naranja que se sacudía al vuelo como la capa de un caballero.

Quedé boquiabierta, jamás había visto algo tan magnífico.

Su movimiento fue tan rápido que me dio la impresión de que la botella ni siquiera tocó el bate, simplemente explotó. Como por arte de magia. Y es que Pripyat se veía como una hechicera guerrera, ella siempre lograba arrancar un pedacito de cielo y traerlo a la sucia tierra.

Me petrifiqué en mi posición, boquiabierta. Los dos gemelos pecosos corrieron a sujetarla de los brazos porque ella soltó el bate y como una fiera trató de embestir a Noomie.

Noté en los ojos de Noomie que estaba arrepentida, triste y sobre todo asustada. Casi todos los presentes éramos nepentes u olvidadizos, desorientados, gente que había despertado en un mundo tan desordenado como su cabeza. Crecíamos. Aprendíamos a convivir con desconocidos, pero ese camino tenía sus tropiezos.

Si los nepentes teníamos memoria de pez y éramos como esos animalillos que nadan en un estanque de anhelos sin saber a dónde ir, entonces, la esposa de Darg hubiera sido un pez huauchinango. Sí, en eso pensé mientras todos gritaban y forcejeaban. Porque tenía los mismos ojos negros, redondos y resplandecientes de pavor, esos peces siempre me parecieron que tenían una mirada compungida y atormentada.

Retrocedió, tambaleando, confundida, se subió al auto, lo arrancó y se marchó a una velocidad poco prudente.

Se marchó, pero no se fue del todo porque olvidó algo. Había dejado sus ojos tristes en ese lugar y en todos nosotros. 

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