5
Pasé el miércoles diez en la celda de la comisaría.
Y el jueves once de diciembre también.
Y el viernes doce.
Sentada sobre una banca dura, tras barrotes de metal y paredes de hormigón. Esos muebles me acobijaron. Fueron mi consuelo y compañía, se convirtieron en todo lo que tenía y todo lo que era. Sé que parecerá exagerado porque solo transcurrieron tres días, pero para alguien que ha existido por menos de un mes, cada hora cuenta.
Al menos traía conmigo la libreta de Pripyat. Documentaba con letra minúscula todas nuestras vivencias. Iba a inmortalizar a una chica fuerte en ese frágil papel. Para que supieran en enero, cuando todos volviéramos a perder la memoria, que alguien en diciembre la quiso.
Había mucha gente en las celdas, para mi sorpresa todos eran Nepentes. Las personas sin recuerdos solían perder rápido los estribos.
Era como tratar de vivir en otra época, simplemente no estaban inmersos en el contexto. Por más que recordaran cómo funcionaban los objetos o algunas cosas, les era difícil vivir en sociedad. Tenían solo la teoría. De eso se quejaban. La joven frente a mi celda decía: Sería como que yo viajara a la edad media y me dijeran que no podía aprender a leer por ser campesina o mujer, me molestaría, seguro lo haría en secreto hasta ser descubierta. O tratar de vivir en la época de las cavernas y enterarme que el fuego estaba prohibido porque asustaba a los demás, lo encendería igual. Pero incluso su argumento no era de ella, lo repetía como si lo hubiera escuchado de alguien más. Alguien que la defendió. Una amiga, por ejemplo. Alguien que sí conservaba recuerdos sobre la edad media y las cavernas.
Uno allí estaba encerrado por fumar marihuana. Había una jovencita de veintitantos que le había pegado a su vecino porque taló un árbol y eso la llenó de una rabia que no podía explicar... ni controlar. Sus padres la visitaron en la comisaría y le dijeron que ella había sido activista ecológica y por más que no lo recordara todavía quedaba, rebotando en el interior de su pecho, aquel amor protector hacia la naturaleza. Probablemente, si no fuera Nepente pensaría en su vecino como un amigo, tendría recuerdos gratos de él y le dedicaría un poco de respeto y más paciencia. Ella afirma que no, le hubiera pegado supiera o no quien es. Aunque era temperamental, me dio la impresión de que se sentía sola sin sus recuerdos.
El crimen de la mayoría había sido liarse a puños con los vecinos controladores, los Idiotas de Purpura, le decían entre las rejas. De más está decir que llegar a la comisaría con la pañoleta morada atada a mi brazo no me proporcionó la mejor de las reputaciones.
Mi crimen había sido más grabe, supongo que no es lo mismo golpear a un vecino que un vecino en uniforme de policía, no sabía por qué un arrebato de rabia era más importante que el otro. Pero así funcionaban las cosas.
Yo compartía celda con el adicto a la marihuana y la del fetiche con las plantas. Ella se llamaba Riolita y él no recordaba siquiera su nombre. Lo único que sabía es que probablemente era enfermero porque había estado con ese uniforme bajo una camisa de franela cuando ocurrió el Desvanecimiento.
Pero me contó que había preguntado por todos los hospitales, acilos, laboratorios y centros de salud de la zona limítrofe, alrededores y alrededor de los alrededores. Pero no había ningún hospital que lo tuviera como empleado. Era un enfermero fantasma. Riolita se burlaba de él diciendo que había huido de un laboratorio secreto. Él se enfadaba y siempre respondía que sentía que buscaba a una paciente. Esa intuición le latía en la cien.
Yo lo bauticé como Aquel. Porque era todo aquello que no es.
—No aguanto más estar encerrada —se quejó Riolita, frotó sus brazos morrudos y oscuros como la brea, caminó hasta la reja y se desplomó—. ¿Acaso no te pone mal, Bodie?
—No, de hecho, no —respondí indiferente, saqué la mirada de mi cuaderno y la puse en ella—. Siempre tengo la mente en otro lado, eso ayuda. Podría estar meses así y no me molestaría.
En ese momento estaba pensando en la tarde que pinté la cocina de la señora Bhangarh, Kolman y Kadyc me habían intentado manchar a propósito. Y Ebro nos había mirado desde lejos porque odiaba los trabajos manuales. Recordaba a Varosha que se pasó la mitad del tiempo parloteando de música o buscando una buena estación de radio que no hablara de la inminente guerra entre Canadá y Estados Unidos, por Alaska. Y a Pripyat a mi lado.
Tenía la mente en otro día, lugar y con otra gente.
Riolita tuvo un escalofrío.
—Parece que hablas como si te hubieras criado en una celda ¿No te parece terrorífico?
—Neh —comentó Aquel, acostado en el banco, era su turno, tenía los ojos cerrados y el brazo colocado sobre ellos, como una funda.
Ya no lucía el uniforme de enfermero, traía puesto pantalones ajustados y una remera de Disneylandia, aunque dudaba que haya ido alguna vez a ese lugar.
—¿Cómo que neh? —preguntó estirando su brazo, agarrándolo del tobillo y sacudiéndole el pie.
—Neh —insistió él, irritado y tironeó de su pierna para que lo soltara.
—Oye, ya terminó tu turno del banco, maldito antipático.
—Yo opino que es escalofriante —comentó de repente Aquel para que no lo sacaran del banco—. ¿Ya tuviste cita con el psiquiatra, Bodie?
—Sí. Fui una vez. Me hicieron una ficha de análisis, se suponía que debería regresar muchas más veces para que pudieran estudiarme bien. No me compartieron los pocos resultados que tenían. Sólo la secretaria me dijo que había sacado un destacado en capacidad intelectual.
—Yo sí pedí los resultados —dijo Aquel—. Uno de los tantos exámenes que me hicieron fue el Test de Rorschach. Me dijeron que estaba cargado de arrepentimientos, que tenía poco amor por mí mismo y que era un tanto infantil.
—Neh —respondió Riolita y él descubrió sus ojos para lanzarle una mirada irritada.
—¿Saben... yo creo que antes del Desvanecimiento era psiquiatra? —confesó Aquel.
—¿Ah, sí? —contesté distraída, escribiendo en mi libreta.
—Sí.
—¿Y por qué lo piensas? —cuestionó Riolita.
—Porque siempre pienso en la salud mental de las personas. Está estresado. Qué pensará él. Creo que ese de allá tiene abandono por su madre. Así es mi línea de pensamiento.
—Oh —dije por decir algo.
—Tú parece que tienes depresión, Bodie.
—¿Qué yo qué? ¿Por qué lo dices?
—No dejas de hablar de cosas positivas, pero frunces el ceño y te oyes tan, tan cansada. Murmuras por lo bajo cosas negativas y no eres consciente de eso, tal como una loca. Pero sobre todo en tus ojos. Lo noto en tus ojos. Lloran sin lágrimas.
—Sí, te ves miserable —concuerda Riolita.
Escuché sus confesiones en silencio.
—Lo mismo me dijo una amiga. Ella era psicóloga —recuerdo a Kayakoy, con su turbante amarillo, decir que me veía triste—. Pero es imposible, yo soy una persona feliz. Lo mismo le dije a ella. Estoy contenta, de verdad.
—En uno de los hospitales que visité para buscar mi anterior vida —comenta Aquel con calma—, había una mujer que me leyó un libro raro. Trataba de dos amigos, uno se llamaba Jesús y el otro Pedro. No sé por qué estaban matando al primero, era una turba enojada con él que lo torturaba. Esa misma gente le preguntó a Pedro si conocía a la víctima y él, del miedo que tenía, lo negó tres veces. Tres veces dijo: no sé quién es ese tipo, no me mates por favor, solo mátalo a él.
—¿Y eso que tiene que ver conmigo? —pregunté rodando los ojos.
—Que la tercera es la vencida. No admites que eres miserable porque tienes miedo de serlo.
—No creo cruzarme con otro nepente con delirios de terapeuta.
Un oficial barrigón y bigotudo apareció ante nuestra reja cargando llaves que tintineaban y fulguraban en la penumbra, abrió la celda y decretó desganado:
—¿Quién de ustedes es Bodie? —preguntó.
Alcé la mano.
—Te vas. Tu hermana ya nos explicó todo.
—¿Pagaron fianza? —pregunté, poniéndome de pie alerta, con la enorme duda de si era Pripyat quién venía por mí o una verdadera hermana.
—No.
Me resultó raro, pero me puse de pie y fui hasta la salida. Rolita y Aquel me miraron partir. Les deseé suerte, pero todos sabíamos que estarían ahí hasta que llegara el Desvanecimiento, no tenían lugar al que ir, ni hermanas falsas. La policía estaba tan repleta de casos de Nepentes, por lo tanto, preferían encerrar a los más revoltosos u olvidados por el mundo ya que el índice de vagabundos se había disparado por las nubes.
Había leído en las noticias que, en las grandes ciudades, a diferencia de pueblos rurales como esos, se habían librado guerras civiles. Mucha gente vivía en las calles y algunas de las avenidas más concurridas ahora estaban atestadas de campamentos, tiendas de campaña o catres. Millones de guetos habían sido construidos. Los ciudadanos que no habían perdido su vida querían restablecer el orden en la comunidad y echarlos a otro lugar, pero los puentes estaban atestados y los edificios abandonados eran un hervidero de gente sin hogar.
Como los Nepentes no tenían mucha paciencia para regalar se generaban batallas.
Agradecía no haber acabado en ciudades tan belicosas como esas.
Era viernes a la noche y me sentía avergonzadísima.
Caminé azorada hasta la entrada de doble hoja de la comisaría, donde me esperaba Pripyat de brazos cruzados, bajo la oscuridad de la noche. Junto con Belchite...
Llovía a raudales, ambos estaban apretujados, aferrando con fuerzas un paraguas azul. El mundo estaba teñido de una tonalidad plomiza y desoladora.
Mi bochorno incrementó al darme cuenta de que era ella. No quería que fuera ella. Me daba timidez pensar en el circo que había montado frente a sus ojos, para tratar de que Ebro escapara. Era una ridiculez. La había asustado en vano. Recordaba verla petrificada, pisando los cristales de los faroles que reventaron por los relámpagos de la tormenta. Seguramente pensaba que era una cabeza hueca, un simio que reparte puñetazos a todo el que le cae mal.
No la clase de simio que teclea letras al azar en una máquina de escribir infinita.
Me rehusé sostenerle la mirada. Metí las manos en mi pantalón y miré las gotas de lluvia perturbando el charco donde estaba parada. Todo muy patético.
Creí que me abofetearía o algo, pero en lugar de eso corrió hacia mí, se puso en puntas de pie, rodeó mi cuello con sus brazos y me estrechó con fuerza. No supe qué hacer, dejé mis manos caídas a los costados, desconcertada. Hubiera sido más fácil para mi vergüenza que ella estuviera enojada conmigo.
—Lo siento —musité a ambos.
—Ya, no te disculpes —tranquilizó Belchite—. Es natural... Pripyat me lo contó todo y moví mis influencias. Me sorprende que te comportaras tan bien teniendo en cuenta... tu condición.
—¿Eh? —pregunté, colocando una mano en la espalda baja de Pripyat y mirándolo por encima de su cabeza.
Pripyat, colgando de mi cuello, con el mentón sobre mi hombro murmuró:
—Síguele el juego.
Tragué saliva.
—Gra-gracias, Belchite.
Asintió conforme, miró su reloj y dijo que se iría porque tenía trabajo y que me ausentara dos días del mío no implicaba que estaba despedida. Debía ir mañana y cumplir doble turno, es decir, llegar a alba y marcharme al anochecer. Me pareció explotador y justo, le dije que cumpliría.
Corrió con los hombros rígidos bajo la gélida lluvia. Un relámpago tronó en el horizonte, convirtiendo a los árboles, las casas y la cuadra en plata. Incluso a él, ese vecino abnegado que tenía tiempo para todos menos para él.
Belchite se volteó más de una vez para ver atrás.
Me dio la impresión de que estaba profunda y llanamente triste. Como si se arrepintiera de algo.
Yo sostenía el paraguas porque era la más alta, Pripyat unió nuestros brazos, pegó su cadera a la mía y comenzó a caminar lento. Se ensamblaba a mí como una pieza de rompecabezas, para no empaparse porque el espacio bajo la sombrilla era muy pequeño y yo acaparaba gran parte.
Dios bendito, mis padres tuvieron que haber sido basquetbolistas o gigantes porque por más que fuera delgada y un tanto fibrosa, todo en mi era enorme, incluso era tan alta como Belchite o Darg ¿Y aun así todos decían que parecía de quince? ¡Por favor!
Únicamente se escuchaba el chasquido de la lluvia. Sentí que debería ser la primera en romper el hielo, pero no se me ocurría nada útil que decir.
—Lo siento...
—No volvamos a hablar de lo que ocurrió —atajó—. ¡Estaba tan...!
«Preocupada» completó para sus adentros.
—¿Y Ebro?
—No sé, lejos... —comentó entristecida, perdiendo los nervios con los que había comenzado a hablar—. Ojalá se divierta en el campamento. Es de hacer amigos rápido ¿O no? Se hizo amiga de nosotras, los gemelos y de todos... en menos de una semana. Espero que no tenga problemas.
Se estaba consolando y no iba a llevarle la contraria.
—Si hubiera sabido cómo acabaría me habría despedido de ella —lamenté.
—Lo sé.
—Me caía bien.
—Lo sé. A mí también.
—¿Crees que la volveremos a ver?
—Sí, después.
—¿Cuándo?
—No sé, después.
—¿De veras lo crees? —preguntó anhelante.
—Es lo único en lo que me gustaría creer.
¿En qué más creía entonces?
Por ella, quería creer que habría un después, incluso cuando no nos quedaran más que ahoras.
La lluvia volvió a acaparar gran parte de la conversación. Dudaba que Ebro pudiera hacer amigos en el campamento, era muy orgullosa, detestaría ese lugar hasta que cumpliera dieciocho y se fuera. Cuando cumpliera dieciocho sería una donnadie, sin casa ni amigos o familia, habría pasado de ser una hija de plata, una niña modelo y una estudiante dedicada a una gran nadie.
A no ser que sus padres la retiraran y la apoyaran, pero Noomie no lo haría y mi amigo Darg... cuando lo viera...
—No sé cómo regresar a la casa de la señora Bhangarh —musité—. Después de todo, yo traje a Ebro y ese... infortunio —Gran manera de resumir la lucha libre que había tenido con los oficiales en plena calle, como una borracha—. Decir perdón no es suficiente... temo que me odie.
—Créeme, no te odia. Desde que trajiste el vino, la semana pasada, a Bhangarh le caíste de maravilla —Pripyat tragó saliva y respondió tranquila—. Además, Bhangarh ya no está en la casa. Le dio un infarto —respondió con naturalidad.
Ella tenía experiencia dando malas noticias. Yo las tenía recibiéndolas, por eso solo me detuve en seco, un cosquilleo glacial serpenteó por mi espalda.
—¿Ella... está...?
—¡Está bien! ¡Viva! ¡En el hospital! —anticipó alzando las cejas—. Pasó ayer a la mañana. Le dolió mucho que se llevaran a Ebro y a ti... ahora los gemelos la acompañan mientras los profesionales la revisan. Mañana a primera hora iré yo y a la tarde Varosha —Tiró de la manga de mi chaqueta para que siguiera caminando—. Tú puedes ir hoy a la noche, luego de tu turno en la biblioteca... ¿Bodie?
—Es mi culpa —dije con voz gutural.
Pero no me sentía culpable, no del todo. Fruncí el ceño. Me había sentido culpable por hacer que Pripyat tuviera que buscarme en la comisaría, pero no me sentía responsable del infarto. La muerte era algo natural para mí, no era algo de lo que temer o lamentar ¿Dónde había generado toda esa antipatía por la vida? Si al ver a los pájaros supe que nunca había estado en un funeral
¿Por qué la vida me daba tan igual? Si yo sabía que se vive para... se vive para...
Tal vez mi familia era propietaria de una funeraria o mi papá era sepulturero y yo lo había ayudado a cavar tantas tumbas hasta perderle miedo a la muerte y entenderla como liberación. O posiblemente en mi anterior vida, sin identidad, habría trabajado de forma clandestina y matado a tanta gente que pocas cosas me alteraban el pulso. Por qué mi corazón no bombeaba más que antipatía.
Tal vez no era una persona, era inercia, un resultado, como una pelota girando por el suelo porque alguien la pateó.
¿De dónde venía? ¿Quién era? Nunca me importó, ni ahora ¿Pero por qué no podía sacármelo de la cabeza?
—¡No es tu culpa, Bodie!
—Pero ella está así desde que...
—¡No quiero que cargues con la culpa!
—Pero...
¡PAF!
—¡¿Por qué demonios me pegas?! —pregunté y me sostuve la mejilla, ni siquiera me había dejado explicar que no cargaba con la culpa, por más que pensara que el infarto lo había causado mi impertinencia.
Ella había retrocedido hasta la lluvia. El cabello naranja se le empapó rápido y adhirió al rostro. La remera que traía se le fijó a la silueta, al igual que la falda. Las gotas de lluvia se derramaron por su piel lechosa como estelas de estrellas fugaces.
—Pe-perdón. Me puse nerviosa —respondió y escondió en su pecho la mano en cuestión, acorralada y temerosa—. No quiero escucharte decir esas cosas —ordenó con su temperamento autoritario y cascarrabias de siempre, pero con los ojos húmedos de desesperación—. Es horrible, Bodie. Tú no eres una asesina.
Supe porque estaba tan alterada. La última oración que había formulado no era afinación era pregunta. Lo que quiso decir fue: ¿Tú no eres una asesina? Porque con mi equipaje y por la forma en que peleé con los oficiales tal vez ella estaba comenzando a dudar de mí.
—¡No es tu culpa porque la señora Bhangarh estará bien!
Sentí culpa. Bueno, tardó en llegar, pero llegó.
La tomé de las manos y la arrastré bajo la sombrilla. Ella se dejó guiar, parpadeando como si quisiera despertar de un horrible sueño. Escondió al cabeza en mi pecho, esperando recobrar la compostura.
Era paciente, sobre todo si se trataba de Pripyat.
Nos quedamos abrazadas un rato, bajo la lluvia. No dijimos nada, a esas alturas no hacía falta.
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