4-4
El tren estaba despejado cuando regresamos, no había ni un alma. Escuchábamos música con el reproductor. Era una canción vieja, del setenta, tenía más de cincuenta años, así que la voz que oíamos era de un fantasma. El muerto nos cantó sobre una noche lluviosa en Georgia, decía que él sentía que esa lluvia se desplomaba sobre todo el mundo y no solo en esa ciudad.
Rainy Night In Georgia.
Me pregunté cómo había sido la noche de Brook en Georgia, qué lo había inspirado para componer esa canción. Él había partido de ese mundo hace años, ya no podría decirlo y los recuerdos de él tampoco podían hablar para siempre.
¿A dónde iba a parar todo lo que él había vivido? Solo estaba la consecuencia... su canción. Las consecuencias sin causas eran la peor maldición de la humanidad.
Ebro escuchó también, puse el auricular entra ambas. Rato después se durmió y se dedicó de lleno a babearme el hombro.
Alguien golpeó fuerte una ventana, al punto de que casi la quiebra y gritó:
—¡Me rompiste la cabeza!
Me puse de pie al instante y salté al pasillo del vagón, girando la mirada en todas direcciones. Tenía los puños apretados, lista para una riña, tal vez demasiado lista. Al no apoyarse más en mí, las chicas se desplomaron en el asiento que ocupábamos. Aturdidas buscaron la razón de mi respiración agitada y mirada fiera, pero al igual que yo no encontraron nada.
—Bodie, qué pasó —preguntó Pripyat con sus ojos abiertos y alertas.
—Alguien golpeó el vidrio.
—¿Quién?
Alguien... allá.
—Sonaba enojado. Creí que...
—¡Aquí no hay nadie! —se quejó Ebro, frotó sus parpados y se puso los auriculares, secándose la boca babeada y se recostó enfurruñada en los sillones dobles que ocupábamos—. Si vas a soñar al menos date cuenta cuando despiertas.
Sin mover los pies, le dediqué una última inspección al vagón. Pripyat no me sacaba los ojos de encima, temerosa, como si acabara de despertar en una jaula con un puma. Ella suspiró, recobró el templé, dejó a Ebro en los asientos, se puso de pie y caminó hasta mí.
—¿Todo en orden... Bodie?
—Ajá —me desplomé en los asientos que enfrentaban a Ebro.
Pripyat se acurrucó a mi izquierda, depositó la mano sobre el cuero sintético del asiento y con su meñique me acarició los nudillos. Pero no me miraba a los ojos, giraba su cabeza al interior del vagón. Me desviaba la mirada para que no notara que se compadecía de mí o buscaba a la persona que yo escuché o...
O es que seguía pensando en la Gran Respuesta.
—De verdad creí que ahbía alguien...
—Tranquila —respondió ausente.
La Gran Respuesta.
¿Por qué ahora más que nunca ella quería encontrar un significado? ¿Seguía dándole vueltas a que estábamos el fin del mundo? ¿Pensaba que yo era una loca? ¿Quién era Pripyat? ¿Por qué la habíamos acompañado hasta esa ciudad? ¿Dónde querían todos los recuerdos de nuestra vida? ¿Qué sería de nosotras?
De alguna manera mis pensamientos rondaban sobre los suyos.
Queremos saber lo que el otro piensa porque nos importa, nos importa porque lo amamos, amamos porque evolucionamos para hacerlo, evolucionamos para sobrevivir, sobrevivimos para... sobrevivimos para... vivimos para...
—Sí, sigo pensando en la Gran Respuesta —contestó Pripyat.
Oh, había pensado en voz alta otra vez.
Me aclaré la garganta.
—Teorema del mono infinito.
Ahora era yo la que deseaba cambiar de tema.
Ella detuvo las caricias que su meñique me provocaba, alzó una ceja rubia.
—¿Eh?
Mierda. Para qué había hablado. Hubiera preferido quedarme callada por cientos de años con tal de que ella me tocara otra vez.
—Si pones a un mono inmortal con una máquina de escribir y teclea para la eternidad teclas al azar, eventualmente, podrá escribir una obra de Shakespeare sin equivocarse en ninguna coma, podrá escribir tu nombre o incluso esta conversación que tenemos ahora o tal vez todas las palabras que has dicho en tu vida —asiento—. Es una metáfora de la aleatoriedad. Existe la probabilidad de que ocurra eso, es bastante baja, pero la probabilidad no es igual a cero...
Su mano continuaba quieta, había dejado de acariciarme los nudillos y cuánto quería que lo hiciera otra vez.
—Olvídalo, es una tontería —me arrepentí.
—A mí me gustan las chicas que hablan de monos.
—¡Entonces la probabilidad de que escriba bien las dos primeras letras es una entre seiscientos sesenta y seis! ¡¡O sea veintiséis veces veintiséis!!
Ella curvó ligeramente la comisura de su labio. Era tan hermosa que iba a desfallecer.
—No deberías tener esos conocimientos. Eres la única Nepente que tiene recuerdos aleatorios.
—Lo sé.
Era como el hombre, solo en la tierra, la única especie capaz de crear, preguntándose por qué.
—Sigue.
—Pero la probabilidad de que escriba bien las primeras veinte letras de un libro de Shakespeare, se reduce a uno entre veintiséis elevado a la veintava potencia —recité de memoria datos que no deberían estar en mi cabeza—. Esto sería equivalente a la misma probabilidad de que una sola persona se gane cuatro loterías ¡Y solo para veinte letras! Imagina todas las letras que tiene una obra de Shakespeare. Pero este mono tiene tiempo infinito así que en algún momento llegará a escribirlo.
Sonrió, miró el pañuelo purpura que tenía amarrado en el brazo y me lo ajustó cariñosamente. Solo yo congeniaba con chicas guapas y terminaban vistiéndome en vez de hacer lo opuesto, era de no creer.
—¿Y cuánto le tomaría llegar al mono escribir la novela de pura casualidad? —inquirió alisando los pliegues de mi chaqueta.
—Ah, se dice que, si escribe rápido, demasiado, si teclea cada letra en un nanosegundo le tomaría más tiempo que la existencia del universo.
—Oh, eso es demasiado tiempo.
—Sí.
—Sin embargo, uno dijo que, si pusieras a muchos monos con máquinas eternas, tal vez uno llega antes que el otro. Tal vez uno escribe ese libro antes, porque ninguna secuencia es igual a la otra.
Eso significa que las posibilidades de que haya algo más allá de diciembre no son cero. Puede que haya algo más de tiempo después del final. Aunque sea, un segundo. Eso significa que, si todos buscamos la Gran Respuesta, tal vez, uno la encuentre antes.
—Me gusta que hablemos de monos, Bodie. Es tan romántico.
Ella arrastró los muslos hasta mi rincón del asiento, se pegó a mí de modo que nuestras rodillas tuvieron un breve y glorioso rose. Sentía que era el mismo contacto que hacía un pincel al empapar su brochar cargada contra un lienzo, cada caricia de Pripyat creaba obras de arte en mi corazón.
—Sigue —susurró, recostando su cabeza en mi hombro.
—¿Hablando?
—Sí.
—¿Tan interesada estás en los primates? Voy a ponerme celosa.
—¿Por qué? Si son casi lo mismo.
—Ja, ¿de qué quieres que hable?
—De lo que sea, solo quiero escucharte.
—¿Estás segura? —reí.
—Creo que podré soportarlo por hoy.
—El... el teorema demuestra que, si tienes tiempo, el tiempo suficiente, entonces nada sería imposible. Las probabilidades son pocas, pero ninguna igual a cero.
—Tal vez un mono de esos podría escribir la Gran Respuesta —bisbiseó, mirando las ventanas de la fila de enfrente.
—¿Y dejarías que un mono te humille así? ¡Deberías buscarla tú!
—Todos estamos buscando la Gran Respuesta —me recordó.
Asentí. Cierto. Lo sepas o no, buscas un significado en tu vida. Eso dijo ella.
—Ya, ya, pero deberías buscarla más concienzudamente. Como el hombre del cuento de Borges.
—¿El qué?
—Oh, otra historia ñoña —agité la mano.
—¿Y qué estás esperando para contármela?
—Borges escribió La biblioteca de babel. Trata de una biblioteca que en realidad es un universo infinito de galerías con libros, es una biblioteca eterna que existió antes que todo y permanecerá siempre. En ella, bueno, hay libros. Y los bibliotecarios son como dioses o algo así. La biblioteca es una metáfora del mundo, porque es caótico y solitario y el narrador pasa buscando la vida entera un libro con todas las respuestas. Algo que le dé sentido a cada cosa que existe. Busca un sentido para estar presente en el momento y el lugar equivocado, un sentido para ser bueno o un sentido para dejar de serlo. El narrador del cuento siempre está buscando ese significado en un universo sin sentido, en donde se puede perder fácil.
—Oh.
—Claro: Oh. Prip...yat —me corregí—. ¡Pripyat! Dije Pripyat.
—¿Ya estás poniéndome apodos melosos?
—No-n-no, yo, te respeto así que jamás haría eso...
—Qué pena, me gustó.
—Te respeto, Prip —corregí, oh, no tenía dignidad, literal haría cualquier cosa que ella me dijera.
—Puedes llamarme como quieras.
—¿De verdad?
—No veo por qué no.
—Gracias, Cuchicuchi.
Enterró su cabeza en mi brazo y rio.
No le dije que, en realidad, el narrador del cuento nunca pudo encontrar el significado de la vida, solo saldría de la biblioteca cuando muriera. Tampoco le dije que el teorema del mono fue planteado para demostrar un acontecimiento extremadamente improbable, porque no existen los animales infinitos ni las máquinas eternas en un mundo tan pasajero.
Así que hay cosas que son llanamente imposibles.
Pero prefería guardarme todos esos secretos y ver a Pripyat abrazando mi brazo y recostando su cabeza manchada en mi hombro. Sentía la temperatura cálida de su cuerpo contra mis costillas y sus pechos clavados en mi codo. Y no necesitaba ninguna Gran Respuesta, no quería libros aleatorios ni significados.
No cuando una chica tan... tan real estaba abrazándome.
Podía declararme una tonta sin remedio, una demente, pero al borde del fin del mundo, mientras la sociedad colapsaba y las personas reventaban en una supernova de caos y desesperación, yo colocaba mi mentón en su coronilla y era feliz.
Sin explicaciones, causas, ni raíces. En ese momento, fui plena y desmesuradamente feliz.
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