4-2

El martes nueve, Pripyat me despertó con su típico beso en la mejilla. Abrí los ojos, adormilada, arrugué la nariz, abracé la almohada y escondí mi morro en las sábanas.

—Aléjate, lujuriosa —dije con la voz amortiguada.

Ella se rio y comenzó a besarme repetitivamente y con mucho ruido en la cabeza y los hombros hasta que ganó. Giré y la miré con una sonrisa boba. Estaba acostada de espaldas y ella incorporada, apoyando el peso de su cuerpo en los brazos extendidos, flanqueando mi abdomen donde se veía la herida casi cicatrizada.

—Hoy voy a cobrarme el favor que me debes por ayudarte con Ebro el día que vino aquí.

Enarqué una ceja, provocativa.

—No es nada sexual —aclaró con cansancio.

—Entonces no sé si podré cumplirlo.

—Iré otra vez a ese lugar... —No detalló más—. Y sin que sepan los vecinos entrometidos, cuento con tu silencio y con que tu compañía se quede en la estación de trenes.

A veces me olvidaba que Pripyat no tenía permiso de andar sola y que yo debía vigilarla en todo momento porque Belchite me lo ordenó. Porque ella era una bomba de tiempo suicida. En parte me hubiera gustado pensar que nuestra compañía no era impuesta.

—¿A dónde irás?

—A un portal que me llevará a Saturno, ahí le cocinaré a un marciano —respondió sarcástica, levantándose de la cama.

—Para, me pongo celosa —supliqué restregándome la cara.

—Tú no tienes cinco ojos como él. Perdiste, cielo.

—Sé que es mentira solo porque los marcianos son de Marte, no de Saturno —la corregí.

Me cambié organizando mi itinerario mentalmente para cumplir mi promesa con Pripyat.

Pediría medio día en mi trabajo como registradora y al día siguiente cumpliría una jornada más larga. La idea me pareció deslumbrante, corrí por mi libreta y anoté un punto en la columna de: Responsable.

Mientras Pripyat se adueñaba de la cocina por millonésima vez yo saqué la basura. Le hice un nudo a la bolsa y la cargué silbando hasta la calle. En la entrada de la casa de la señora Bhangarh, junto a la verja, encontré dos pájaros muertos.

Era la segunda mañana que amanecía con muertos.

Las aves estaban muy junta, casi ensambladas. Alcé la mirada para ver el techo de la casa o el cielo, desde allí atisbaba a Pripyat, parada frente a la ventana, junto a la mesa, batiendo masa de panqueques. Denoté que ella también me estaba mirando.

—¿Qué pasó? —preguntó alzando la voz, pero no lo suficiente, porque era muy de mañana.

Señalé los pájaros muertos.

—¿Alguien los mató? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—¿Están vivos?

Me encogí de hombros.

—¡Fíjate, imbécil!

Me acerqué a ellos. Quietos como el invierno.

—Muertos.

—Tíralos.

—Y el premio a la más empática es para...

—¡Obstruyen la acera! ¡Si los tiras que sea en el tacho de basura!

—Gran idea, jamás se me hubiese ocurrido —me burlé.

—Acabas de acortar tu esperanza de vida a treinta años —me amenazó señalándome con firmeza.

La broma era que teníamos vida, pero no esperanza.

Dejé la bolsa de basura en el canastro sobre la verja y regresé hacia las aves. Me incliné de cuclillas a su lado y los escudriñé otra vez. Yacían en la hierba.

Eran gorriones moteados. Si un animal los hubiera matado estaría descuartizados y no era el caso, no tenían sangre y el más pequeño tenía los ojos abiertos, yertos y oscuros como el carbón. Una ventisca le agitó las plumas tiesas. Si una persona monstruosa les hubiera dado final y los hubiera arrojado en la entrada entonces tendrías las alas laxas, cayendo a los lados, como los faldones de una novia.

Al contrario, las aves estaban tensas, encogidas, contraídas de una forma grotesca, como si las hubiera pillado una helada desprevenida. Su pico estaba encogido en el pecho y las patas plegadas contra la cola. Parecía que alguien los había electrocutado o que un dolor indescriptible acudió a su cuerpo.

Extrañamente a los dos la parca los visitó al mismo tiempo. Atípico.

Sentí pena por ellos y los recogí. Estaban tibios, seguramente habían muerto al amanecer o hace unos minutos. Los dejé sobre la bolsa de basura. Sabía que la gente solía enterrar a los muertos, pero no tenía ánimos de remover la tierra, me daba la impresión de que nunca había ido a funeral y quería mantener intacta la racha.

Desayuné con Pripyat mientras le contaba lo de las aves.

Ella se extrañó y dijo que también había encontrado pájaros muertos la primera mañana que ella pasó en la casa de la señora Bhangarh, cuando yo estaba lejos, durmiendo en la parte trasera de una camioneta, recuperándome de una herida mortal.

Dijo que habían sido cuatro. Y que luego un ave muerta cayó a su lado la noche en que encontró la chapa de Astroboy.

Supusimos que sería la temporada o tal vez habían fumigado los campos de cultivo de trigo alrededor del pueblo. Pripyat bromeó con que habían sido los extraterrestres que provocaron el Desvanecimiento. Otros se lo atribuían a terroristas, un grupo selecto de presidentes e incluso a Dios.

Yo le respondí que los extraterrestres nos habían impuesto el Desvanecimiento para castigar a todos los que creían que los marcianos eran de Saturno, como ella.

En el trabajo el día fue igual al anterior.

En un momento me paré para tomar agua en el dispensador de la biblioteca, estaba junto a los baños, a final del pasillo de mármol. Me gustaba mirar la calle desde una ventana tan larga que iba desde el suelo al techo, alargada como una puerta al cielo.

Sosteniendo un vaso desechable fue cuando me encontré a Belchite. Traía una camisa amarilla. Él pasó para felicitarme por mi gran desempeño en la prueba de capacidad intelectual, dijo que mi IQ era como ningún otro. En mi mente se encendió una alerta. Él no había estado en las pruebas ¡Los vecinos se contaban todo entre ellos!

Belchite también llenó un vaso con el agua del bidón del dispensador.

Los humanos beben porque están sedientos, están sedientos porque se mueven mucho, se mueven para ir a diferentes sitios, no viven encerrados para estar sanos, buscan estar sanos porque quieren detener cuánto puedan el envejecimiento, quieren detenerlo para no morir, mueren porque envejecen... envejecen porque viven. Los humanos viven porque... viven porque... viven...

Al no encontrar una respuesta para esa causa, regresé a la variable envejecer. Envejecer, me repetí. Los castigos divinos son para seres divinos.

Algún día todos seríamos menos porque antes fuimos mucho.

Era la justa tregua que recibían todos los magníficos seres vivientes, que pertenecían a un ciclo sin fin. Todo terminaba cuando empezaba. El día en que acabara mi vida habría otras iniciando. Así como yo había surgido entre decesos...

—¿Estuviste viendo los folletos de escuelas o universidades? —preguntó arrancándome de mis pensamientos, agitando su camisa para darse aire.

Había caminado hasta allí, en pleno verano, se le notaba por el sudor que perlaba su piel, aun así, llevaba corbata de rayas. Era más fácil arrancarle el tridente al diablo que ver a Belchite sin corbatas de moño o pañoletas purpuras.

—¿Cómo?

—Que si viste los folletos de escuelas y universidades que te sugirieron en los médicos.

¿Los que había tirado en el armario para no volver a abrir?

—¡Sí! Sí...

—No trabajarás aquí para siempre.

Asentí. Tenía sentido.

—Había pensado trabajar en una cafetería o en un supermercado... cuando ya no haya gente que se pierda.

—¿Tú? —preguntó—. ¿Con la mente que tienes? ¿No te gustaría un empleo en donde puedas destacar todas tus habilidades?

Me encogí de hombros.

Qué sentido tenía.

No existía más vida para mí que ese verano.

Qué sentido tenía destacar habilidades que no tendré para siempre.

Qué sentido...

—Podrías ser traductora, me dijeron que hablas muchos idiomas ¿Cuántos conoces?

Me encogí de hombros. Cada vez que me topaba con un idioma nuevo lo entendía.

—¿Y las matemáticas qué tal? Me dijeron que arrasas.

Me encogí de hombros. La verdad me daba igual tener más memoria o ser... ¿Cómo había dicho la asistente? ¿Perceptiva? Yo no era así. Ni siquiera sabía deducir misterios simples ¡Si jamás podía llegar a las deducciones de Pripyat! No me sentía más lista que el resto, ni tenía actitud intelectual.

¿Si no era lista cómo había sacado sobresaliente en el examen? Fácil, habían aparecido las respuestas en mi cabeza, como si todo lo que sucediera ya lo hubiera vivido o como si el psicólogo me las dijera a través de sus ojos.

Me daba igual tener más coeficiente intelectual.

Cualquiera se emocionaría y buscaría la forma de destacar, Ebro había dicho que sus padres siempre querían tener lo mejor, la medalla dorada, el primer puesto. Yo estaba feliz con una vida mediocre. No quería ningún podio, ni ser vistosa.

Quería camuflarme entre la multitud. Desaparecer... cuánto había deseado desaparecer, ser uno de miles, millones. El mimetismo es una habilidad que ciertos seres vivos poseen para asemejarse a su propio entorno, como los insectos que se ven idénticos a palos o las mariposas de alas marrones que se desvanecen al aletear sobre una corteza.

Mimetizarme. Eso era lo que más anhelaba y lo había conseguido... en parte. Pero no sabía si lo podría retener para siempre o si era lo más seguro.

Ni genio, ni prófuga, solo quería desaparecer, ser Bodie y nadie más.

¿Desde cuándo tenía ese deseo descontrolado? ¿Qué estaba dispuesta a hacer para mantenerlo?

—Ya estuve averiguando —presionó Belchite—, varias universidades o los mejores colegios te becarían si escribes un ensayo sobre tus experiencias. Es más, podrías ser la primera Nepente en graduarse.

—Es que, suena tentador, de verdad. Pero no sé si podré irme a otra ciudad.

—Te haremos un permiso.

Ya tenía uno falso.

—No es por el permiso. No sé si quiero, si podré.

—El mundo es enorme ¿Sabes? Despertaste en esta ciudad y quieres quedarte aquí. Pero podrías estudiar donde quisieras. Encontrar tu grupo de pertenencia, tu razón en el mundo, alguien que te valide. Entiendo que no deseas irte porque aquí hiciste amigos y son lo único que tienes. Pero podrías tener más, a eso voy. Verás, muchos de los vecinos están comenzado a notar que los Nepentes se encierran en casas o ciudades y no quieren salir, crean un mundo más pequeño para ellos, uno que puedan entender y que los entienda.

Sonreí a mi pesar.

—Tal vez ayudaría que los dejaran moverse sin permisos o supervisión.

Asintió.

—Estoy de acuerdo contigo, pero ni siquiera podemos ponernos de acuerdo con un nombre... ¡Imagínate las decisiones importantes! —ambos reímos y él no dejó dilatar el momento para continuar insistiendo—. En fin, piensa en las escuelas también. No descartemos esa opción. A mediado de semana tienes una cita con doctores. Puede ser que seas más pequeña de lo que sientas. Es posible que seas adoptada por una familia...

—Tengo veinticinco —tajeé.

Asintió.

Vaya, él tampoco me creía. Juntó sus manos y sonrió, para aligerar el ambiente.

Ni borracha iba a un orfanato para que me adoptaran como a una niña.

No iba a enojarme con Belchite, se lo veía cansado, agotado por su gentileza. Quería ayudar a cuántas personas pudiera y había dejado de lado los respiros o los tiempos para él. Me lo imaginaba abriendo los ojos a la mañana, poniéndose su corbata amarilla con franjas negras, como las abejas y atendiendo su radio o teléfono celular para resolver disturbios domésticos o darle un sitio a las personas que no tenían lugar en el mundo.

Porque todos habían olvidado su vida, pero él aún conservaba su propósito en el mundo y era auxiliar a los más necesitados. Tal vez yo también debería pensar en el futuro.

Actuaba como si estuviera huyendo, con la única compañía de un bolso que no me animaba a abrir. Tragué saliva.

«¿Qué iba a hacer?» pensé. Todos pensaban en diciembre ¿Por qué yo no?

¿Y si descubrían que era menor de edad? ¿Y si jamás lo averiguaban? Había gente de veintitantos que parecían menor edad, todos ellos, si no tenían documentación serían tratados como niños otra vez. Yo incluida. También podría ocurrir que críos adolescentes pasaran por adultos y perdieran años de su juventud.

Fuera así o no, todavía tenía un futuro por delante, uno en el que no pensaba. Ignorar el mañana no haría que desapareciera. Como no sabía de qué estaba escapando tampoco sabía si alguien vendría por mí. Algún cazador, padre o... pareja y me arrastraría de regreso al lugar del que tanto me esforcé en huir.

Tragué saliva.

—Todavía... no lo pensé —dije—. No planeé nada en realidad. No soy de pensar con estrategias.

Mentirosa. No solo tenía un coeficiente intelectual que mostraba lo meticulosa que podía llegar a ser, sino que también el bolso con el que había huido demostraba que era de planificar bien las cosas. Pensar en cada minúsculo detalle.

Belchite asintió.

—Eres alguien poco común, excepcional, eso lo supe desde el día que te vi en la calle, tan perdida y feliz ¿Lo recuerdas?

Sonreí. Por el momento nadie me quitaría ese recuerdo. Lo había identificado en la cuadra de enfrente, analizándome, bajo la marquesina de un cine.

—Sí. Gracias por rescatarme ese día, Belchite. Creo que... todo lo que tengo te lo debo a ti.

Belchite sonrió deslumbrantemente, sus ojos chisporrotearon como centellas, incluso se le hicieron pliegues en las mejillas y hoyuelos.

—Sé que el mañana todavía no llegó, pero hay un lugar en ese mundo, esperando por ti. Espero que esperes por él. 

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