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A la mañana siguiente el lunes ocho de diciembre me desperté con otro beso de Pripyat en la mejilla. No pude evitar sonreír.

Camino al trabajo vi que una familia entera se había colgado en la secuoya de su patio.

El incidente fue por la madrugada. Era un matrimonio con su hija de diecisiete y su hijo de quince. Los vecinos los lloraban en mitad de la calle, una señora oraba de rodillas.

La familia se había vestido con sus mejores ropas, sus cuerpos tiesos se balanceaban con ligereza y tenían puestos los ojos yertos en los bomberos que erizaban una escalera. Noté que una patrulla cortaba la calle para que no pasaran mirones. Pedían intimidad, rogaban perdón, lloraban rencor. Escuché a unas mujeres murmurar que habría más familias rotas como esas que estaban cayendo en la desesperación, muchos pensaban que no tenía sentido vivir diciembre hasta el final si el mundo acabaría en cuestión de días.

La luz del verano era la misma que antes, pero ya no la sentía dorada, se volcaba sobre nosotros de un blanco cegador y helado, como el filo de una navaja. Había mariposas en el jardín y posadas en los cuerpos.

Sentí mi pañoleta violeta amarrada al antebrazo como un ancla que me hundía en el océano. Un soldado raso apareció corriendo en mitad de la calle, evadió a los vecinos que oraban por las víctimas, sorteó a los policías y sus vallas, agarró del hombro al bombero que estaba por subirse a la escalera, lo apartó y la montó él. Ignoró las protestas de los paramédicos de la ambulancia que esperaban con bolsas llevarse los cadáveres y escudriñó con atención los rostros de los fallecidos.

Estaba buscando algo en particular, porque ni siquiera se detuvo en los adultos, únicamente escudriñó a los hermanos.

—Eh, ¿Qué estás haciendo? ¡Más respeto con los Ramírez!

—¿Los Ramírez siempre fueron cuatro? —preguntó al oficial, aferrándose de la escalera y girando hacia todos.

—¡Sí, baja de una condenada vez!

—Debemos estar alerta. No sabemos si hay invasores entre nosotros —musitó el soldado.

Era un conspiranoico, así les decían a los que creaban teorías infundadas sobre el Desvanecimiento, porque conspiraban y eran paranoicos. Si justificó sus palabras no lo oí porque la multitud estalló en vítores de protesta; algunos les gritaron que bajara de la escalera de bomberos, otros le dieron la razón, algunos profirieron a viva voz que alguien con tanta autoridad como un soldado no podía creer cuentos suburbanos.

No importaba lo que bramaran, todos los gritos se oían iguales al compás y perturbaban la tumba de los Ramírez. Despidiéndolos de este mundo con el caos que los agotó y los obligó a colgarse en su jardín. Solo las mariposas los invadían en silencio.

No había paz para las almas caídas, solo caos.

Con los ánimos por el piso registré desaparecidos. Encontraron a otras dos personas por el sistema que había creado la Guarnición Samaritana. Belchite se pasó por el puesto y dijo que de seguro el Desvanecimiento volvería a ocurrir y los vecinos todavía no tendrían un nombre.

Desde que había pasado una semana del mes de diciembre la gente no dejaba de hablar del veintinueve. Estaban temerosos, expectantes, resignados... sobre todo después de que la noticia del suicidio familiar se esparciera como pólvora.

Y aunque había muchas cosas terribles en las que pensar mi mente, por alguna razón, siempre regresaba a Pripyat. Era como si estuviera en un carrusel, en cada giro ella volvía a aparecer y me sonreía con los labios sonrosados.

Belchite me preguntó dónde estaba Pripyat y le dije que terminando las remodelaciones de la cocina con la señora Bhangarh, yo solo la vigilaba por la noche. Le pareció perfecto y se alegró de que ella tuviera algo a lo que aferrarse. Aunque fuera pintura. Como estaba atareado no se quedó mucho tiempo, solo trató de averiguar por qué Dargavs había faltado ese día también. No supe qué contestar y me encogí de hombros.

Belchite no solo era una persona dadivosa, con un increíble espíritu comunitario, también sabía evitar situaciones incómodas por eso me sonrió, asintió y se marchó.

De regreso a casa, mientras caminaba y vadeaba a los niños que patinaban en la calle, jugaban o saltaban la cuerda, hice una lista de las cosas que necesitaba y lo que tenía. Compré dos platos cóncavos y más cubiertos.

Después de todo era lo único que había en el supermercado. Eso y comida para gatos que también compré. Algo me decía que más tarde la necesitaría.

La dependienta ya no estaba tras la caja registradora, se plantó en la puerta para dar las explicaciones necesarias.

—Hola, Bodie.

Se arrancó un cigarrillo de la boca, lo pisó al suelo y se rascó una ceja.

—¿Otra vez hay problemas?

—Sí.

Dio un pequeño discurso a los clientes de turno. Dijo que el fin de semana renovaría stock. También informó que los vecinos estaban haciendo una colecta solidaria de víveres para las familias más necesitadas. Algunos irían a otros pueblos a comprar comida. Los que podían, porque los Nepentes, sin permisos o documentación, lo tenían prohibido.

Cuando llegué al de apartamento Pripyat estaba en la mesa junto a la ventana, aposta frente al horno eléctrico y la planchuela, como un soldado vigía. Terminando de preparar remen. Había hecho todo un lío así que mientras ella se bañaba yo limpié y lavé los trastos.

Me gustaba, no, me encantaba tener una vida ordinaria. Era más dulce que la miel.

Cenamos sentadas en la ventana, hablando de lo triste que había sido la noticia de la familia Ramírez. Pripyat se preguntó si ellos estarían en cielo.

—Obvio que sí —dije mientras intentaba agarrar los fideos con mis palillos.

—Al cielo no van los suicidas.

—Al cielo va cualquiera que esté en paz, Pripyat, tanto vivos como muertos.

A los minutos se nos unió Ebro para ofrecernos una vieja walkman con cintas de música setentona. Dijo que Kadyc lo había recogido de la basura con Bassam y que ambos, cuando se ponían los auriculares, cantaban tan alto como sordos. Así que ella y Kolman creía que era buena idea hacer desaparecer ese aparato.

No esperé que terminara la explicación, dejé el plato sobre la mesa, salté hasta ella, atenacé el reproductor de casete personal y lo giré para verlo en todas direcciones. Las ansias que latían en mi interior me hicieron deducir que siempre había querido tener uno de esos o que antes había reproducido viejas cintas en un aparato similar y me había hecho exorbitantemente feliz.

—Dudo que hayas tenido uno de esos. Son reproductores de música muy viejos. Mi padre los habrá usado —explicó Ebro.

Luego se quejó, se cruzó de brazos y alzó los hombros, rígida farfulló que no entendía por qué la gente hacía tanto lío por ese aparato.

—¡Tiene una cinta dentro! —dije desenredando los auriculares— ¡Qué canción será!

—Por lo que cantaba Bassam podría reproducir el sonido de una sierra eléctrica —aseguró Ebro.

Regresé a mi puesto con Pripyat y se lo enseñé. No se veía impresionada. Ella sonrió exageradamente, lo más falso posible. Le puse un auricular a ella y otro a mí y le accioné el botón de reproducción.

Sonó una canción, no tenía que ser muy listilla para adivinar que se llamaba Peggy Sue, era lo único que repetía el cantante, decía que era bonita, que la amaba y... nada más. Seguro ni siquiera la conocía. Solo le gustaba cómo se veía. Su amor era superficial.

Amar sin causas era como saltar sin tener suelo donde aterrizar o plantar joyas valiosas y esperar que germinen en algo más grande.

No tardarnos en aprendernos la letra y con Pripyat cantamos sobre Peggy, tan estridentemente como hubieran hecho Bassam y Kadyc. Eso espantó a Ebro y se marchó.

El lunes lo acabé bailando con Pripyat, bastante cerca, porque necesitábamos los auriculares. Ja. Ya entendía por qué me gustaban tanto esos reproductores de música. Al principio ella no quiso, decía que no le gustaba bailar, pero terminó siguiéndome la corriente en las canciones lentas. Danzaba demasiado bien, tal vez era chef y bailarina profesional.

Escuchamos voces de muertos y nos reímos de lo vivas que estábamos.

Pero lo hice sin dejar de pensar que Pripyat era mi Peggy Sue.  

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