3-4

El primero de diciembre me desperté con la voz de un locutor. Me levanté alterada y a tumbos corrí con Darg hacia la ventana. Aferré el marco y arrimé el cuerpo con dirección a la calle. Él miró sobre mi hombro. Una caravana de quince autos con banderas negras y parlantes entonaba:

—¡ES PRIMERO DE DICIEMBRE! ¡FALTA MENOS DE UN MES PARA EL FIN DEL MUNDO! ¡LOS INVASORES ESTÁN ENTRE NOSOTROS! ¡VEAN CON CUIDADO A SUS VECINOS! ¡NO CONFÍEN EN NADIE! ¡SE VEN COMO GENTE, PERO NO LO SON! ¡VAN A DOMINARNOS!

Darg agarró su zapato y lo arrojó al parabrisas de una camioneta.

—¡Son las seis y cuarto de la mañana, animal, apaga esa verga! ¡Tarado, hazte coger!

Otros vecinos salieron a protestar. Era un nuevo grupo sectario que creía que habíamos sido invadidos por... no sabía bien por qué, pero estaba acostumbrada a escuchar a predicadores. Mis favoritos eran los que creían que los gatos habían provocado el Desvanecimiento para gobernarnos a todos.

Regresé a la cama y dormité hasta que nos llegaron las indicaciones de nuestro nuevo trabajo. Darg sabía cómo llegar a la biblioteca comunitaria así que Belchite nos orientó por texto qué deberíamos hacer una vez que llegáramos.

Fue la capacitación laboral más rápida del mundo.

O confiaban mucho en nosotros o estaban desesperados por nepentes con ganas de vivir.

Estaba vistiéndome indecisa, preguntándome cómo sería Pripyat, la mujer que debería vigiar para que no se matara.

Me puse mis medias de lunares, las únicas zapatillas que tenía, unos pantaloncillos cortos oscuros, una camisa negra y una sonrisa tímida. Se suponía que Dargavs estaría en la parte informática de la biblioteca, volcando datos de desaparecidos en la nube mientras yo registraba nepentes que acudían como voluntarios. A mano.

Pero lo que más desconcierto me generaba era Pripyat, porque en todo momento de mi trabajo, tendría que vigilarla. Supuse que sería una mujer malhumorada, no recordaba haber tenido una madre, pero podía lidiar con ella.

Dargavs ya se había ido, mi guía hasta la biblioteca sería Pripyat.

Si ella había atravesado por un intento de suicidio era porque no tenía nada que la atara a ese mundo, ni material ni sentimentalmente. Incluso yo, en mi peor momento, había estado atada al televisor y la comida. Pero ella no tenía consuelo. Quería darle algo, así que agarré una caja de cartón que usábamos en la entrada como tapete, corté un pedazo y le di forma de gruya.

En tradiciones japonesas, las grullas de papel se asociaron con el hecho de querer desear salud, bienestar, felicidad y prosperidad, por eso pensé en regalarle una. Quería mostrarle que el mundo daba tanto como quitaba.

Ansiaba que fuera mi amiga. Solo tenía a Darg... y a Belchite, pero él era más como el padrino de un adicto. Deseaba una amiga... alguien a quien también aferrarme, alguien que me obligara a salir del refugio de mantas o que, en todo caso, me hiciera creer que me querían fuera del departamento.

Quería una amiga con la que reír, a la que poner feliz cuando ella no tuviera ni electricidad ni velas.

Cuando tocó el timbre estaba sentada en el montón de almohadones que había apelotonado para simular un área de sillones, ajustándome el pañuelo violeta que había atado a mi muñeca. Me levanté con la velocidad de una pelota que bota, agarré la grulla, me peiné a toda máquina y abrí la puerta con el corazón en la boca, hablando como metralleta:

—¡Soy Bodie, un gusto en conocerte! ¡Hice esto para ti...!

Del otro lado me encontré a la chica de la cicatriz.

¡La guapa del parque!

Su piel, a la luz solar, se veía más roja y arrugada, me recordó a la carne fresca que venden en las carnecerías y se me revolvió el estómago involuntariamente. Me pregunté si le dolía. Sobre todo, me pregunté por qué me daban tanta impresión las heridas ajenas, pero no las mías, ni siquiera me había importado tener un tajo en el abdomen, pero si veía una chica con la cara manchada perdía la cordura.

¿Había infringido daño alguna vez a alguien como para que las cicatrices ajenas me turbaran tanto?

Su ojo blanco destellaba como una perla de mar. Tenía el cabello naranja recogido en un moño despeinado, llevaba una falda escocesa corta que dejaba al descubierto sus muslos carnosos, una remera sin mangas, botas de verano y una chaqueta de poliéster marrón, pesada y holgada, se veía como una prenda echa para alguien mucho más alto, tal vez un hombre.

Ella estaba cruzando sus piernas, escondiendo las manos en la chaqueta y apoyando la cadera en la baranda de la escalera metálica que descendía al patio ¡Se podría caer! ¿Tan poco valor por su vida tenía? Si así se cuidaba ya no era un misterio cómo se había hecho la cicatriz.

Arqueó una ceja al ver el origami.

—¿Para mí?

Escondí de inmediato la gruya y la comprimí en mi bolcillo trasero, sintiendo el calor del verano, del sol y del centro de la vía láctea en mis mejillas.

Boqueé como un pez fuera del agua. Ella sonrió sádica, se alejó de la baranda, caminó hacia mí y colocó el dedo de su mano izquierda en mi barbilla, la mano que casi no podía mover, aquella que estaba arrugada, enrojecida, rígida como una garra y que era delgada al extremo.

Sentí su dedo hirviendo contra mi piel, su temperatura corporal estaba muy alta, aunque era blanca como la nieve, quemaba. Era como un malvadisco, quería estrecharla en mis brazos para comprobar si su carne era igual de suave. Empujó mi barbilla y me cerró la boca.

Me tocaba a propósito, porque sabía que me alteraba y su mera presencia era como un subidón de azúcar, esa chica era tan rara como cruel ¡Me encantaba!

—Dicen que el pez muere por la boca, Bodie.

Titubeé y solté sonidos inarticulados.

—¿Qué ocurrió? ¿Te olvidaste de mí? —pasó su dedo índice por mis labios cerrados y me dio un golpecito en la mejilla.

Le agarré su mano juguetona y la cacé como los osos atrapaban carpas en el río. Ella arqueó una ceja. Noté mi propio ceño arrugado.

No me había olvidado de ella, ni en un millón de años, ni luego de mil desvanecimientos. Es que, tenía un aspecto memorable, además de que, ella me había dado la peor noche de mi vida y era mucho teniendo en cuenta que solo recordaba los últimos diez días. Después de una conversación con esa chica había caído en un pozo de desesperanza donde me replanteaba qué persona era o quería ser.

La muchacha tenía una capacidad para revolver el pasado, si mi antigua yo estaba enterrada ella tenía una pala. Averiguaba mucho de mí cuando le hablaba y no quería saber ni siquiera mi apellido, ni mis gustos, nada, nada.

«Por favor, no la traigan de vuelta» supliqué.

Quería pedirle perdón por entrometerme aquella noche e invadir su privacidad, quería exigirle disculpas por ser grosera conmigo, quería enojarme, sonreírle, quería huir y abrazarla. Todas mis emociones eran una explosión cuando estaba con ella. Me sentía en un torbellino de pensamientos, mi mente estaba en blanco como si viera el interior de un huracán.

—¿Cómo me encontraste? —logré formular.

Sonrió con malicia y tiró con firmeza su brazo hacia abajo para liberarse de mi agarre.

—Vaya, qué lenta eres —se burló—. ¿No estabas esperando a nadie?

—A Pripyat, así que vete antes de que venga la señora.

Ella apretó los labios.

—Prefiero que me digan señorita, pero tú puedes llamarme Koi, la Jodida Suicida o Dos Caras. Todos me calzan a la perfección ¿No te parece, Bodie? O al menos sí te parecía la noche en que hablamos.

Estaba alzando la jodida cabeza para verme, ni siquiera tenía mi misma estatura y me provocaba como si fuéramos iguales, o era muy valiente o muy tonta. O las dos. Noté que tenía los puños apretados cuando me pinché las palmas con las uñas.

La gente oprime los puños cuando no puede oprimir sus emociones violentas y no puede oprimir sus emociones porque están llenos de oscuridad ¿Cómo era que en todo el mundo yo siempre acababa cruzándome con la única persona que sacaba mi lado oscuro? No quería ser así, prefería ser alguien amigable como era con Belchite o paciente como actuaba con Darg o respetuosa como yo era con la señora Bhangarh.

Pero sin duda alguna no quería ser como era cuando estaba con ella.

«¿Acaso Pripyat se había querido suicidar luego de hablar conmigo?»

—Tengo sed —agregó antes de que yo pudiera decir algo, esquivándome, tratando de entrar al departamento.

—Qué pena, querida, esto no es un bar —le dije obstaculizándole la entrada, apoyando ambos brazos sobre el marco de la puerta.

La noche en que nos conocimos la había invitado a pasar, pero ese día había quedado muy atrás. Sí, era hermosa. Sí, me gustaba. Pero interactuar con ella me ponía los pelos en punta y a la defensiva. Ella miró mis brazos obstaculizando la entrada, se paró de puntillas para analizar el interior del departamento. No sabía a qué venía su curiosidad.

—Caminé mucho para llegar aquí, me dio sed.

—Vives en el piso de abajo —negué.

Ella era tan enana, o yo tan alta, que pasó caminando bajo mis brazos, la coronilla de su cabeza chocó con mi codo, pero eso no le impidió colarse al departamento.

—Ah, mira, mira, estaba abierto, qué bien —se burló.

Sentí mis mejillas arder de la vergüenza, revoloteé los ojos, cerré la puerta.

Podía sacar una ventaja de eso. Yo había buscado una amiga y si bien no era lo que había imaginado, no estaba tan mal. Era necesario que practicara cómo controlar mis emociones y qué mejor oportunidad que vigilar a la persona que más me alteraba en todo el pueblo.

—Bienve...nida.

Los humanos hospedan a otros humanos en sus casas, ningún animal hace eso, los osos no invitan a otros osos a sus cuevas y los conejos no llevan a sus amigos a las madrigueras. La gente hospeda para tener compañía, tiene compañía para sentirse mejor, se sienten mejor para vivir, viven para... viven para... viven para...

Apoyé mi cabeza sobre la madera, suspiré, giré sobre mis talones y la enceré preguntándome qué estaba tramando esa muchacha. 

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