3
Desperté porque alguien me corrió un mechón de cabello azabache de la cara. Estaba tendida de costado, abrazando una almohada chata y poco mullida, siendo refrescada por la brisa matutina del domingo y alumbrada por un rayo de luz oblicuo en el que flotaban motas de polvo.
El día anterior había abierto los ojos fatigada, alejada de todos, hasta de mi cuerpo. Pero esa mañana estival lo hice sintiéndome como en casa, tan adentro mío que ni con mil excavaciones podrían encontrarme.
Parpadeé y mis ojos verdes se toparon con un par blanco y negro. La mano de Pripyat se veía blanca como el azúcar en mi piel bronceada. Su tacto era igual de dulce. Ella apartó rapidamente los dedos y reculó con prudencia al momento que se enderezaba.
—Ya está el desayuno —dijo con su tono riguroso—. No puedes pasarte todo el día durmiendo —se quejó—. Es que es de no creer.
Me restregué los ojos al momento que me estiraba. Entristeció saber que Dargavs no había vuelto a casa, ni siquiera ebrio. Rogué para que regresara ese día, no volverlo a ver me descorazonaría. Saldría a buscarlo por toda la ciudad si era necesario. La gente busca para encontrar, encuentra para poseer y poseen para tener la vida llena, los humanos quieren sentir la vida plena para vivirla hasta el final. Los humanos viven para... viven para... viven para...
Miré mis manos. La interrogante afloró en mi cabeza. Cuántas cosas había poseído yo en mi anterior vida. Sentí que les faltaba algo encima ¿Unos dedos amigos? ¿Un anillo? ¿Un par de guantes porque me había criado en un clima frío?
Atisbé a Pripyat de soslayo, no sabía en qué momento había traído pan, era como una maga con la comida. De un momento a otro conseguía sandías, pastas caseras y panes. Lo estaba tostando con mantequilla en la planchuela eléctrica que teníamos colocada sobre la mesa ya que no contábamos con fregadera, encimera ni horno ¡Estaba cocinándome! ¡A mí! ¡Otra vez!
El estómago no me rugió porque lo sentía lleno de pétalos o cosas livianas que se agitaban suavemente como el aire que aplasta la espuma de mar.
También había conseguido un delantal purpura. Le quedaba sensacional, tanto que perdí el sueño de inmediato. Lo llevaba ajustado a la cintura, como un vestido, me recordó a las amas de casa en la época donde las mujeres no podían votar. Los datos acudieron a mi mente como bombas. Nueva Zelanda fue el primer país en dar el voto femenino en 1893, y Australia el segundo, en 1902. A las mujeres de América Latina se les reconoció el derecho a elegir sus representantes políticos en 1927, precisamente en Uruguay. Resultaba irónico que todos los hombres y mujeres libres se esforzaran tanto por votar candidatos que luego olvidarían con el Desvanecimiento.
—Acabo de recordar cuándo fue el voto femenino.
—¿Eh?
—No olvidé ningún dato histórico —dije golpeando mi cabeza con los nudillos—. Cada vez que pienso en peces, en filosofía o en cosas... datos acuden a mi mente.
Pripyat bufó escéptica.
—Los nepentes no recordamos nada de nada —contestó distraída, no me creía.
—Pues yo sí lo hago —corregí—. Tal vez todos lo recuerdan, pero no saben.
—¿Cómo no puedes ser consciente de que recuerdas cosas? —se río ella.
—Creo que un filósofo una vez dijo que quien no conoce su historia está condenado a repetirla ¿Acaso no es eso toda la historia de la humanidad? Es repetición. Guerra tras guerra, abandono tras abandono, vida tras vida, padres tras hijos, cena tras hambre, todo se repite, incluso la misma lluvia que cae es el vapor que sube —musité.
Pripyat bufó:
—Bodie, yo no sé de historia universal. Ni si quiera sé cuántas guerras hubo.
—¿No?
—No ¿Cuántas hubo? ¿Diez? ¿Veinte?
—¿Estás jugando? Más, cientos, miles, no todas fueron documentadas. Pero todas dolieron igual.
En las guerras siempre había gente más desfavorecida, personas que fallecían por enfermedades o de hambre porque las fronteras estaban cerradas y no pasaba ni siquiera un gramo de arroz o porque quemaban cosechas. Incluso yo tenía prohibido salir de la ciudad.
No tenía ningún recuerdo de una Bodie del pasado estudiando esa información. Simplemente la sabía. Por más que tuviera la mente sobrecargada de datos, no podía concentrarme en ninguno, estaba viendo la curvatura en la cintura de Pripyat.
Era como una carretera o un gancho de carnicería donde perforan los cueros y cuelgan los cadáveres. Extrañamente me costaba imaginar una carretera, pero no tenía problemas con la segunda imagen.
Me pregunté cómo se vería ella si no llevara nada más que esa prenda. Me daba la impresión de que sus nalgas eran perfectamente redondas, como manzanas, incluso imaginaba la piel sonrojada. Tenía ganas de acariciarla, tanto como para limpiar toda su tristeza. Descubrí que tenía un fetiche raro con los delantales, esperaba que nadie lo supiera nunca. Jamás ¡Nunca!
Prypiat se volteó irritada.
—¿Qué clase de fetiche es ese?
—¿Cómo-có...? ¡Yo...! ¡Yo no dije nada! —me cubrí la cara y la oculté en mis rodillas, avergonzada y asqueada de mí misma. Odiaba pensar en voz alta.
—Por dios, Bodie, estás enferma —dijo mientras con una espátula colocaba en un palto, el único que teníamos, las dos tostadas.
—Lo sé, lo siento —me disculpé con la voz amortiguada desde mi escondite.
—Calientas más rápido que una pava.
—Lo sé, lo siento.
—Ya, te perdono por pensar con la entrepierna.
Me dio un golpecito con el plato cóncavo en la cabeza.
Toc.
—Jajaja —me reí. Quería más.
Alcé la mirada. Me encontré con que había añadido unas rodajas de tomate. Un tenedor ensartaba todo, como el pilar de un edificio. Comeríamos del mismo recipiente, con los mismos cubiertos. Se sentó a mi lado y entrelazó las piernas al igual que un monje. Nuestras rodillas se tocaron. Tragué saliva.
—Hablaste en sueños —me dijo con naturalidad.
—¿Yo?
Rodó los ojos, solía ponerlos en blanco cuando estaba conmigo... bueno, en todo caso lo hacía solo con uno.
—¿Quién más sino, listilla?
—¿Y qué dije?
Mordió un trozó de pan con tomate y me tendió el tenedor. Nuestra saliva se mezclaría, podría contar como un beso ¡Un beso indirecto! Dioses del verano, la pobreza y las mentes vacías, gracias por este momento.
—Cosas raras —dijo y agarré el cubierto.
—Juro que los delantales son mi única rareza...
—No, eso no. Hablabas de una sala blanca.
—¿Qué es eso?
Alzó un hombro airada.
—Y yo cómo mierdas voy a saber —me quitó el tenedor, aunque todavía no lo había usado—. Pero querías sacar a gente de ahí. Precisamente chicas.
—¿Debería averiguar quiénes son? —No. Por mí que se quedan encerradas en la sala blanca.
Ella hizo la misma expresión que la noche en que hablamos de la chapa de Astroboy. Pripyat creía que todos los misterios que nos acongojaban quedarían como perpetuas incógnitas, no había manera de conectar con nuestro pasado, por más que lo tuviéramos ahí cerca. Que nades en el océano no quiere decir que lo puedas contener con las manos.
Yo creía lo opuesto, era una soñadora optimista, pensaba que se podían develar todos los secretos del mundo y encontrar el sentido máximo de la vida.
—Posiblemente sea un sueño sin sentido —dije para tranquilizarla—. O un recuerdo de mi antigua vida.
—¿Y por qué querías sacar a chicas de una sala blanca? —cortó un trozó de tostada, lo engulló y arrugó el entrecejo.
—Quién sabe, tal vez tenía un harén de esposas.
—Ajá —arqueó una ceja incrédula, masticando.
Le di un golpecito con el pie y recuperé el tenedor.
—Tranquila, tengo un espacio especial para ti —dije cortando un trocito de pan, pinchando y dirigiéndolo a mis labios.
—Ah ¿sí? En ese caso acudo a mi derecho de cónyuge y te exijo que pintes la cocina de la señora Bhangarh conmigo —regañó, me arrebató el cubierto otra vez y se comió mi bocado.
Cerré la boca.
Antes me había dicho que mi ayuda no sería más que una molestia. Pero ahora había cambiado de opinión y me lo estaba pidiendo de la forma más amable que conocía. Fallecería en unas semanas y yo también, tal vez nuestras vidas parecían insignificantes comparadas a todo el tiempo que tenían el resto de las cosas. Los árboles estuvieron antes que nosotras y estarían después, pero yo no me sentía reemplazable, cuando estaba con Pripyat me sentía valiosa. El universo por más magnifico que fuera llevaba millones de años existiendo, tenía toneladas de rocas iguales y había trillones de estrellas parecidas. Pero había solo una Pripyat, única e irrepetible, que tenía su valioso tiempo limitado y ella me lo estaba regalando solo a mí.
—Haría cualquier cosa contigo —respondí sonriendo de lado, socarronamente.
—¿Cualquier cosa? ¿Incluso un divorcio? —respondió desenlazando sus muslos y empujándome con los pies.
Reí, crucé mis piernas, agarré un cojín y se lo aventé a la cara, ella se tumbó sobre el suelo alfombrado con mantas revueltas, yaciendo de espaldas. Nos miramos por unos segundos mientras nuestras sonrisas se desvanecían. Pripyat apoyó su mano sin cicatrices en mi rodilla y ascendió con la yema de los dedos hasta el muslo. El contacto con su piel era como el paso del verano, calentaba cada rincón que visitaba. Recogí su cabello tras una oreja y me incliné hacia sus labios con ligereza, ella los humedeció.
Alguien abrió la puerta del departamento.
Ambas nos separamos a la velocidad de la luz y fuimos a rincones opuestos de mi cama; como si nos hubieran encontrado en algo más comprometedor.
Esperé con el corazón en la boca que Darg cruzara el umbral, pero no apareció nadie. Pripyat estaba tendida, apoyando el peso de su cuerpo en los codos. Soltó una exclamación incrédula. Me puse de pie, avancé para investigar y me encontré con que la puerta se había abierto sola. No había nadie, ni siquiera en la escalera o el patio.
Si no estuviera tan alterada me habría puesto triste no encontrarme a Darg.
—Fue el viento —dijo ella, recogiendo el desayuno, asumiendo que ya no tenía hambre.
—Eh... sí —respondí, indecisa, cerrándola nuevamente.
No quise decirle que yo había visto al picaporte girar.
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