2-6
Mientras Darg tomaba una ducha me sequé el cabello junto a la ventana, espiando por la calle. Habían pasado tres días desde el Desvanecimiento, todavía había muchas personas caminando sin rumbo por la acera, niños jugando con sus padres, adolescentes vagabundeando sin supervisión y gente esforzándose por hacer actividades juntos.
Sin embargo, eran las once de la noche y ya no quedaba nadie en la acera. Solo una chica sentada en las hamacas del parque. La toalla se me deslizó de las manos. Quedé anonadada. Era muy hermosa. Estaba vestida con botas militares, una falda escocesa bastante corta y una blusa gris, su cabello era naranja y su tez blanca, bastante, casi de forma exagerada. Tan blanca como la luna.
Noté que no se balanceaba, estaba sentada en el columpio, sosteniendo algo entre las manos. Agucé la vista. Era la chapa de Astroboy que había tirado esa mañana. La giraba con lentitud, triste y la miraba como si fuera un espejo que hablara. De inmediato supe que era la chica a la que la señora Bhangarh había hospedado antes que al resto, de otro modo no estaría sola de noche, en mitad del parque, tras días del Desvanecimiento.
Pero más que nada supe que ella era la distracción que mi mente necesitaba. No quería pensar en la persona que había sido y mis pensamientos, como un boomerang, regresaban siempre al origen.
Miré la caja de pizza que Darg había dejado a un lado del colchón. Tenía tiempo de hacer una nueva amiga y reclamar que dejara en el suelo la chapa de Astroboy, la había tirado para que la lluvia y el sol la destruyeran no para que ella la observara admirada.
—Eh, Darg ¿Cuánto te falta en la ducha?
Su voz llegó ahogada desde el otro lado del baño, trataba de gritar para que se oyera por encima del chasquido del agua.
—Quince minutos.
—¿Tanto? —fingí que me molestaba—. Bueno, voy a tomar aire.
—Cuando...
—Ahora —respondí.
—Cuando me importe me dices.
Rumié, me puse las zapatillas, empujé la puerta de madera inflada y añeja que no cedía, bajé las escaleras, bordeé la cochera y caminé en dirección al parque, dirigida con la determinación de una lanza.
La chica me notó llegar, levantó sus ojos de la chapa de Astroboy, noté que tenía la yema de los dedos manchadas con tinte naranja, se había teñido el cabello ese mismo día. Sus cejas eran rubias así que ella también. Su cabello era prácticamente amarillo. No amarrillo como los tulipanes ni amarillo como las abejas, más bien era ese amarillo pálido y resplandeciente como el sol a medio día. Deseé, algún día, atestiguar el verdadero color de su cabellera.
Debería tener dieciocho años o veintitantos. Solo veía la mitad de su cara, estaba de perfil y ni siquiera se volteó a mirarme, únicamente me observó de reojo como si fuera lo contrario a ella: algo poco interesante.
Me sudaban las palmas de las manos. Planté mis pies en el suelo.
—Veo que encontraste la chapa —dije yo.
—¿Es tuya?
—La tiré esta mañana —asentí con suficiencia—. Sí.
Ella golpeó la tarjeta de metal contra la palma abierta de la mano, como si fuera una fusta con la que me azotaría. La mera idea me ruborizó.
—Así que pasas el tiempo ensuciando parques comunitarios —Alzó las cejas y dijo mordaz—, qué lindo.
—No más lindo que tú —Me mordí el labio, sabía que me gustaba pensar en causas y consecuencias, que mi color favorito era el naranja y que era vegetariana, pero no sabía que también era una coqueta.
Desconocía de dónde había acudido esa seguridad para ligar. Pero qué va, la chica estaba buenísima. Y sí, solamente había visto su perfil, pero me valía de la imaginación.
—¿Qué? —preguntó la chica, evidentemente anonadada.
—Que sería mejor que la tires —dije y señalé la chapa, fingiendo inocencia.
—No dijiste eso —negó molesta.
—Ah ¿No? ¿Y qué dije?
—No, sé, no alcancé a escuchar.
—Entonces cómo sabes que no dije eso.
—¡La cantidad de palabras no fueron las mismas! —discutió irritada.
Me sentí fatal... y un poco intimidada y ofendida. Tenía la impresión de que si la tocaba me destruiría.
—Solo quería saber por qué agarraste la chapa —susurré apenada.
Ella suspiró.
—No sé —Soltó a modo de cantito triste y volvió a hablar con su voz monótona y agotada—, parecía importante. Creo que mi cuerpo actuó antes que mi mente, cuando me di cuenta que la estaba recogiendo del suelo ya la tenía en la mano.
—Sugiero que la dejes donde estaba para que sea destruida y olvidada por el clima —ordené.
—No.
—Por favor —pedí.
—No.
—¿Po-por qué?
—¡Por qué debería hacerte caso, no es tu chapa!
—Sí, que lo es. Yo la tiré.
—Si la tiraste ya no es tuya.
—Quiero que se rompa en la calle. Que sea basura.
—Pues no la hubieras botado.
—¡Pues cómo iba a convertirse en basura si no la botaba!
—La hubieses tirado en un cesto, como corresponde.
—¡Pero... por-por qué quieres esa porquería!
Su determinación hacía que el corazón me latiera a mil, estaba nerviosa pero no sabía si eso era algo bueno o malo. Me intimidaba, pero no de la misma forma que el anciano de boina y chomba de polo de la cafetería. Ella tardó en responder y cuando lo hizo habló con disgusto.
—Tengo recuerdos de esta caricatura... parece familiar, así que tal vez la vi. Creo que era un robot con sentimientos humanos.
—Así es, él se conmueve en las batallas —aporté mi conocimiento ilimitado de caricaturas viejas—, eso lo hace tan especial. Que tiene la fuerza de un robot y la determinación de un humano.
La chica gruñó, como si no compartiera mis ideas y cada palabra que saliera de mi boca le molestara.
—Sí, pero Astroboy es un jodido engendro.
Desencajé la mandíbula, atónita. En mi pecho ardió una ofensa que había decidido tomar personal, no sabía que un robot con un patético copete y ojos saltones importaba tanto para mí.
—Retráctate —demandé autoritaria, apretando los puños.
—Jamás —bufó.
Finalmente suspiró de forma prolongada y se bajó de un saltó del columpio. Medía metro cincuenta a lo mucho, era una enana blanca y malvada. Sin embargo, continuaba de costado, ofreciéndome solo su perfil. Me dio la espalda y mostró por encima de su hombro que todavía tenía la placa, la sostenía con su dedo medio.
Caminó hacia la fuente en el centro del parque, era de mármol blanco, había ángeles y nubes tallados en la base. Un querubín risueño con un jarrón coronaba los arcos de agua que se vertían. En la oscuridad los chorros armoniosos se veían como cometas y las gotas centelleaban al igual que estrellas. Ella se sentó en ese bordecito de cielo y me observó de reojo, contemplándome siempre de perfil, como una luna creciente.
—Él no es una persona —continuó blasfemando contra el pobre niño ficticio—, es una jodida máquina, igual a una tostadora. Puede sentirse como un humano, pero no lo es ni lo será. Ni siquiera está vivo ¿Cómo puedes darle sentimientos tan complejos a algo que no está vivo? Hasta una célula está viva, hasta un gusano, pero el jodido Astroboy no. Así de bajo se halla en la cadena de valor.
—No necesitas estar vivo para tener valor.
Sonrió con malicia porque no concordaba conmigo.
—Sí, necesitas. Incluso, para tener valor, necesitas un pasado.
—Yo no.
—Qué mentirosa.
—Digo la verdad.
—¿Cómo podría ser feliz alguien no sabe para qué vive? ¿Quién nos trajo aquí? ¿Por qué alguien allá lejos quiso que existiéramos?
Habla de sus padres, familia... o de algo más.
—La gente con recuerdos tampoco sabe eso.
—Estar vivo tampoco implica que importes o que valgas algo. Puede que tu vida sea tan relevante como basura —ella solo quería discutir.
—¿O cómo una chapa tirada en un parque? —pregunté, porque por más irrelevante que pudiera parecer esa chapa estábamos discutiendo por ella, la chica no quería soltarla.
Me pregunté si la importancia la da la posesión, si eres importante solo cuando le perteneces a alguien o a algo. Eres importante porque eres alguien. Porque tienes respuestas.
—Astroboy está en un limbo —prosiguió ella desde su rincón de cielo, mirándome con rencor—, es un robot, pero no se comporta como uno, actúa como un humano, pero carece de carne y huesos. No es nadie. Da asco.
—Vaya.
—Y los olvidadizos ahora somos como esta imbécil caricatura, unos tontos que dan tumbos entre la humanidad y los adefesios.
—A mí no me pareces tonta —mucho menos adefesio.
—No me conoces —negó, un mechón de cabello naranja se le vertió al entrecejo, era como el destello de un atardecer.
—Tú tampoco te conoces —deduje.
Eso la hizo sonreír, continuó observándome de refilón.
—¿Y tú quién eres? —inquirió.
—El amor de tu vida —bromeé.
Puso los ojos en blanco. Me sentí una tonta, pero acababa de descubrir algo nuevo de mi personalidad: si estaba con una chica linda perdía la capacidad de pensar antes de hablar. Saber algo de mí, de alguna manera inexplicable, me llenó de tranquilidad. Me aclaré la garganta como si tuviera algo atorado.
—Bodie —rectifiqué— ¿Y tú?
—Si tanto te gusta Astroboy por qué botaste esto —inquirió con su voz rigurosa, ignorando mi pregunta.
—¿Cómo te llamas? —insistí, ignorando la suya.
—¿Por qué botaste eso? —no se rindió. Vaya temperamento.
Dejé caer los brazos, miré hacia el cielo y suspiré de forma prolongada. Esa chica era bastante grosera. Yo tenía la suerte de estar feliz y tranquila por perder la memoria, pero, en su caso, olvidar la tenía enojada y triste. Se le notaba. Como si su miseria fuera un corazón que latiera. Lo oía, como una frecuencia.
—Boté la chapa porque no quiero nada de mi antigua vida.
—¿Por qué?
Esa chica era una desconocida para mí, no tenía por qué contarle mis secretos. Me sonrió como si mi silencio la enterneciera.
—Porque estaba huyendo cuando todo ocurrió —dije antes de poder contenerme.
Me mordí el labio, no quería soltar información mía, menos a ella, que ni siquiera era cortés, pero era tan hermosa...
—¿Cómo sabes que estabas huyendo? —interrogó.
—Tenía equipaje y viajaba en carretera.
—Eso no significa nada, tal vez ibas a visitar a alguien.
—Los objetos que había empacado indican que no quería dejar rastros.
—Tal vez perseguías a alguien. Perseguías a alguien que de verdad huía.
Su suposición me arrebató el aliento. Era cruel porque ya creía ser escoria, pero ella me dijo que podía ser peor que eso.
—¿Quieres comer pizza conmigo y mi amigo Darg?
Meneó la cabeza, un mechón de cabello naranja se le vertió por la mejilla, como si fuera el cauce de un río al atardecer. Su cara descansaba bajo el velo de esa ligera sombra.
—No quiero ser tu amiga —aclaró.
—Por mi mejor, si quieres podemos ser mucho más —propuse.
Estaba siendo una tonta. Ya era tarde para retractarme. Peiné mi corta cabellera hacia atrás.
Ella titubeó.
—Este... no... —Estaba anonadada de mi propuesta y de que reaccionara con buen humor, yo también— ¿Podrías dejar de estar tan alegre? No tiene caso, nos olvidaremos una de la otra en menos de un mes.
—¿Eres nepente?
No contestó, miró hacia otro lado, dándome casi la espalda.
—¿Cierto? —insistí.
—Jum.
—¿Le atiné? —presioné ante su silencio.
Apretó los puños.
—Acerté ¿no?
Rechinó los dientes.
—Se me hace que eres nepente —dije.
Estalló.
—¡Obvio que sí!
Suspiró, si nuestros temperamentos estuvieran en una batalla, el mío iba ganando. Estaba desvaneciendo la tristeza con la que la había encontrado, pero su furia era otra cosa. Notaba una rabia latente en sus ojos. Estaba enojada con la vida. Conmigo.
—Sí, soy como un pez —admitió, pusilánime.
Había venido a ese pueblo sin un destino, como no tenía destino tampoco expectativas, como no tenía exceptivas no tenía futuro. Y no me importaba. Yo no quería tanta vida. Pero, por primera vez desde que había despertado en la camioneta, tuve un incentivo, un objetivo. Quise quedarme, un ratito más. Quise. Quise algo. Deseé conocerla, por más irritable y arisca que fuera. Me gustaba, la primera persona que me parecía atractiva. Esa chica era como ver el sol, lastimaba y conmovía a la vez. Era deleite y agonía.
Yo podía compararla con cientos, no, millones de cosas hermosas, pero ella se percibía como un insulso pez por su memoria rota.
—Eres un pez koi —solté sin pensar.
—¿Eh?
Continuaba mirándome con el perfil izquierdo, de reojo, como si me vigilara. Su ojo era negro, tan oscuro como la noche que nos rodeaba. Me intranquilicé ante su mirada, el corazón me iba a mil. Era demasiado tarde para retroceder.
—Que si dices que eres un pez al menos catalógate bien —expliqué imperiosa.
—¿Y dices que soy un koi? —preguntó incrédula.
—Sí, una carpa, el pez koi, es el más hermoso de todos.
—¿Hermoso según quién? —frunció el ceño.
—Según yo —admití encogiéndome de hombros—. Tiene manchas naranjas y negras. Pocos peces tienen escamas tan manchadas.
—Jum. Manchas.
—Y bigotes.
Sus mejillas enrojecieron a una rapidez deslumbrante, estaba avergonzada.
—¿Me acabas de comparar con un pez de bigotes?
—Sí, dos veces —reí y me rasqué la nuca.
Eso la hizo reír a ella también. Su risa era ligera, aguda y corta, como la de un pájaro que canturrea después de una tormenta. Era la risa más hermosa que había escuchado en toda mi vida y lamenté dos cosas: Que terminara tan pronto y que viniera de una persona tan distante y antipática como ella.
—Piérdete —soltó sonriendo con amargura.
—En tu mirada —respondí para cabrearla porque ya tenía ganas de irme, no iba a conseguir ni que fuera mi amiga ni que soltara la chapa.
Lo logré, mi entusiasmo y optimismo no era lo que necesitaba en el momento. Se guardó la chapa en un bolcillo oculto en su falda y me miró de refilón. Finalmente suspiró de forma prolongada, se deslizó del borde de la fuente, giró y me enseñó su rostro completo.
Retrocedí un paso y di un salto de horror.
Traté de que no se me notara en la cara lo sorprendida que estaba, pero no pude, eso la irritó más.
Su rostro era redondo, como el de una muñeca, pero la mitad de la cara la tenía sumida por la sombra de una aterradora cicatriz. Tal vez se había quemado. Se veía como una mancha color terracota, estaba un poco arrugada alrededor del parpado. La mancha le recorría la mitad de la frente, toda su mejilla y gran parte del cuello. El ojo derecho era completamente blanco, casi no podía ver su iris o pupila, era igual a un estanque de aguas fantasmales.
Era probable que estuviera ciega de ese ojo.
Jamás había visto una mirada tan potente y aterradora, un ojo tenía una pupila negra carbón que llameaba veneno y el otro se veía como un vidrio espejado en el que me reflejaba. Me pregunté cómo se había hecho esa lamentable cicatriz, con certeza ni siquiera ella lo sabía. Retrocedí un paso, anonadada. Solo se oía el ruido del agua chapotear.
—¿Qué pasó, Bodie? —preguntó mordaz, por más lechoso que fuera su ojo estaba cargado de remordimiento, me odiaba por mi reacción—. ¿Te comió la lengua el gato? ¿Eh?
—Este yo...
—¿Acaso no era bonita? —preguntó tocándose el lado arrugado y deformado de la cara.
Noté que su mano izquierda los dedos casi no tenían forma, eran como palillos rígidos, huesos con poca piel, que no podía mover. Esa cicatriz que se desbordaba de su cuello reptaba por sus pechos hasta su brazo y mano, debería ocupar la mitad de su cuerpo.
Antes, cuando había golpeado la chapa contra la palma de su mano izquierda, como si fuera una fusta no lo había notado porque estaba sumida en la oscuridad.
—Eh... este...
«Tonta, tonta, tonta» Solo yo compararía a una chica de cara manchada con un jodido pez manchado ¡Y con bigotes! Tal vez había creído que me burlaba de ella. No me imaginaba lo traumático que sería despertarse del Desvanecimiento en mitad de la calle, sin saber quién eres o cómo te ves y encontrarte con que tu reflejo está deformado por cicatrices. Deformaciones que harían llorar a los niños de la calle.
Estaba en blanco, no sabía cómo rectificarme. Y por la conversación que había tenido con ella imaginaba que no era una chica que perdonaba fácil. Imaginaba lo peor.
«Qué horrible cicatriz» pensé.
—¿Te parezco horrible?
«¿Pensé eso en voz alta? ¡Imposible, imposible, imposible!»
Ella resopló al ver mi expresión de desconcierto, puso los ojos en blanco o al menos el único que tenía un iris.
—Ya no veo la hora de que venga diciembre para olvidarme tu horrible cara.
—Somos dos —me cubrí los labios al instante con ambas manos.
¿Cómo era posible que haya dicho eso? ¿Acaba de llamar fea a una chica con una cicatriz? ¿Después de compararla con un pez? Me sentí arrepentida al instante. No me gustaba conocer esa parte de mi persona: impulsiva y sádica.
—Lo siento, yo no quise, no debí...
La chica no escuchó mi disculpa, caminó con la barbilla en alto hacia el final del parque, no se dirigió a la casa, tal vez no tenía intuición de hospedarse en un lugar atestado de gente. Cuando transcurrió a mi lado me chocó con el brazo. Ni siquiera me molesté en eludir la embestida, me lo merecía.
Me había ganado su odio porque yo era asquerosa, no supe por qué le había dicho eso ¿Era así de insensible? ¿Siempre lo había sido, con o sin recuerdos? ¿Me gustaba torturar a la gente? ¿Por eso me agradaba que Darg fuera tan maleducado? ¿Yo era igual? ¿Mi felicidad era alegría por ser alguien nuevo o solo indiferencia al sufrimiento ajeno?
Me quedé en el parque por unos minutos, sintiéndome como una persona de chapa con sentimientos de chapa.
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