2-4

 Estaba viendo mis nuevos calcetines mientras esperábamos que el café se enfriara, sentados torno a la barra de un bar. Decidimos desayunar antes de ocuparnos en el departamento.

 Había comprado unos calcetines blancos con lunares grises porque me gustaban que se parecieran a los cráteres de la luna. Calzaba mis pies con un satélite. El 20 de julio de 1969 el hombre pisó la luna por primera vez, luego, pasadas alrededor de veinte horas se produjo el despegue de regreso a la tierra.

Me parecía un viaje demasiado largo para quedarse tan poco tiempo.

Bebí el café, que por cierto me encantaba, preguntándome cómo fueron capaces de regresar. Si yo estuviera en la Luna me quedaría allí para siempre, en tierras blancas, desoladas y tranquilas. Era como un paraíso.

Sabía mucho de la luna, incluso sabía que una estrella tiene una temperatura alrededor de 2000 grados Celsius hasta los 50000. Eso es mucho calor, tanto como el que hacía en la ciudad a las nueve de la mañana.

Los ventiladores del techo batían sus astas y daban la impresión de frescura. El suelo del bar era de linóleo y las paredes de paneles de madera oscura, con fotografías de antiguos clientes enmarcadas, logotipos de marcas o patentes de autos que no tenían sentido ya para nadie. Había cubículos con sillones de cuero rojos, mesas de café y la barra con taburetes donde me encontraba yo devorando un croissant de chocolate, junto a Darg.

—Estoy disfrutando tanto esto que me hace dudar si soy francés —me informó con la boca llena, inclinado sobre el plato de su croissant.

Sonreí, me chupé los dedos y dije:

—La vie est appréciée avec de la nourriture.

Él alzó un hombro, sin interés en entenderme.

No debería saber francés. Ni cosas de la luna, mucho menos de las estrellas.

Me limpié las manos en una servilleta y tragué mientras miraba a mi alrededor con curiosidad. La cafetería estaba bastante llena, había un matrimonio que estaban teniendo su primera cita en mucho tiempo y se los veía nerviosos, ella se había puesto un vestido de tulipanes y él una camisa con mangas cortas. Asumí que se desconocían. También vi muchos amigos o hermanos con álbumes de fotos o tabletas electrónicas en donde leían mensajes y se reían entre ellos de cosas que habían hablado antes del Desvanecimiento.

Pero la mayoría eran gente como Darg y yo: Nepentes.

La gente como Darg y yo no estaba feliz, ni nerviosa ni triste, simplemente estábamos. Ocupábamos un asiento y respirábamos, estábamos vacíos y aturdidos. Todos los solitarios se encontraban atentos al televisor y a su desayuno.

Éramos como niños que miran asombrados a su alrededor. Esponjas ávidas que conocimiento que absorben cualquier estimulo. No teníamos problemas en sociabilizar si se nos presentaba un extraño, pero tampoco iniciativa, como un chiquillo.

El canal de noticias hablaba del presidente desaparecido.

Vi el título de la nota, noté que entrevistaban a un especialista en programación e informática, porque la mitad de los datos de Internet habían sido borrados, entre ellos noticias sobre candidaturas o historiales de navegación. El chico hablaba de terrorismo, inteligencias artificiales y ataques de hackers masivos, pero eran simples teorías, cada uno tenía su versión. Incluso el propio Papa se hallaba ausente, desvanecido. Grupos religiosos atestiguaban que se trataba del rapto del fin del mundo y oradores en masa iban a rezar en las calles de Brasil a pedir misericordia por los pecadores.

Me parecieron ambas teorías bastante exageradas, la realidad era que el presidente, el Papa y muchos otros eran nepentes como Darg y yo, gente que había olvidado hasta su nombre y se extravió en las calles.

Pero lo de Internet... eso sí estaba raro.

—¿Acaso nadie tiene fotos impresas de ese tipo, nadie participó en su campaña de candidatura? —preguntó una mesera con delantal blanco—. Pueden borrar datos de televisión o de internet, pero no viejos periódicos impresos ¿Acaso nadie tiene un periódico en casa que hable del presidente? —argumentó sosteniendo una bandeja contra la cadera, en su camisa bordó llevaba una chapa con su nombre: Lalibela.

La reconocí, no solo me había atendido, ella había estado la última hora repitiéndole a los clientes que no sabía cuál era la clave de wifi y que ya habían llamado al técnico, pero había escasez de profesionales.

—Desapareció toda la información de él —dijo Darg, hablándole por encima de su hombro, sin mirarla—. De él y mucha gente más, tanto importante como no.

—De ella —rectificó un anciano de boina verde oliva, sentado en un taburete al final de la barra, llevaba un bigote espeso sobre los labios—. Muchos dicen que el presidente era una mujer joven, superdotada, egresada de Oxford en leyes, economía y ciencias ciudadanas.

Lalibela arqueó una ceja, yo hice lo mismo.

—Te lo estás inventado, no enseñan ciencias ciudadanas en Oxford, no existe tal cosa —dije yo.

—¿Cómo lo sabes? ¿Fuiste a Oxford? —contratacó el anciano.

Giré mi taza sobre el plato de café, indecisa.

—No que sepa ¿y tú?

El hombre alzó un hombro con desinterés, tenía la piel de color canela, repleta de manchas de sol y vestía una chomba de polo, se veía adinerado. Cuando hablaba su bigotillo blanco se sacudía, como si fuera un teléfono vibrando en silencio. Su aspecto me puso nerviosa sin saber por qué. No me agradaban los hombres como él y no tenía una razón o al menos no una que recordara.

—No —respondió él.

Sentí sudor frío recorrer mi nuca, me aclaré la garganta, bebí café que bajó por mi garganta como si fuera barro y traté de relajarme.

Solo es un tipo más, pensé, tranquila.

Darg soltó un resoplido.

—Yo oí lo mismo, que nuestro presidente era una mujer joven y que estuvo involucrada en la creación de este caos con fuerzas poderosas de otras naciones. Por eso ella y varios más se marcharon antes de que el Desvanecimiento ocurriera, de ese modo nadie la encontró en la casa de Gobierno, sentada tras un escritorio, sin tener idea de quién es. Se fue para que no la linchen.

—¿Y por qué haría esto el gobierno? —preguntó Lalibela.

—Experimentos —respondí sin dudar, para mí era lo más coherente—. Tal vez estaban investigando un avance científico que no pudieron controlar, no sería la primera vez, Albert Einstein se arrepintió de la bomba atómica, dijo: La humanidad inventó la bomba atómica, pero ningún ratón, jamás, construiría una trampa para ratones.

Darg hizo una mueca a modo de cómo mierda sabes eso.

—Tal vez esas personas como los presidentes y el Papa desaparecieron por vergüenza —aventuró Darg, mirando a Lalibela y luego al señor de bigote—. No sé, si me lo preguntas es extraño que todos sepamos que existió, pero no haya registros. Es decir, el presidente de Grecia y el de... el de Colombia se olvidaron de quienes eran, ni siquiera saben leer, pero siguen aquí, los vi el otro día en la tele, siendo entrevistados. Tal vez en realidad nunca existieron personas como el Papa o nuestra presidenta joven graduada de Oxford.

El cantinero, un hombre de sesenta y barba, había estado atento a la conversación, guardó los últimos billetes que contaba en la caja registradora, meneó la cabeza, se acercó a nosotros, cruzó los brazos y dijo:

—Yo escuché que era un jovencito. El presidente más joven de la historia del país. Pero que lo mató uno de sus guardaespaldas porque lo desconoció.

—Yo creí que era un señor mayor, de setenta, no podría ser un jovencito —dijo Lalibela, reposando la bandeja de aluminio redonda en la barra.

—Emmanuel Macron, el ex presidente francés asumió antes de los cuarenta —observé yo y me mordí la lengua.

Lalibela chasqueó la lengua.

—Antes de los treinta es imposible acceder a un cargo presidencial, nadie le haría caso por la edad, no representa una figura de autoridad una persona de veinticinco años o veintiocho. No pudimos tener un presidente joven, ni chico o chica.

—Tal vez habíamos evolucionado como sociedad —aportó el cantinero, sosteniendo su idea de que era un chico joven—. Y dejamos de limitarnos por sexo o edad.

—¿Y a qué edad empezó a hacer política esa niña? ¿A los catorce? ¿Eh? ¿En lugar de mis dulce dieciséis hizo la dulce enmienda? —se quejó el anciano de boina—. Las mujeres deberían casarse y criar hijos, nada más.

Darg me miró, revoloteó los ojos y sacó la lengua, haciéndome reír. Agarró su taza de café, la meció con suavidad para que el líquido que quedaba creara un pequeño remolino y rumió.

—Gracias señor, si habíamos evolucionado como sociedad con ese comentario volvimos al inicio.

Lalibela meneó la cabeza, ignorando el aporte del viejo, cruzándose de brazos, reacia a abandonar su hipótesis dijo:

—Tiene más sentido que sea alguien viejo, tal vez fue encerrado en un acilo.

—Sea quien sea, seguro es un nepente ahora —refunfuñó el cantinero.

Darg agarró su taza blanca de café, la alzó como si brindara por eso y apuró la bebida caliente.

—Soy la única de mi familia que luego del Desvanecimiento se convirtió en nepente, por suerte ellos me contaron quien soy y donde trabajo —suspiró y repiqueteó los dedos sobre la barra de madera—. Además, no me gusta cómo nos llaman, el nombre no tiene mucho sentido—se quejó Lalibela.

—De hecho, sí —dije yo—, nepente es la bebida que los dioses griegos usaban para curarse las heridas y los dolores y, además, si la tomabas en exceso producía olvido. Es como si todos hubiésemos bebido bastante de ese líquido sagrado y purificador.

Suspiré otra vez, me froté la frente y me pregunté cómo sabía eso, los conocimientos acudían a mi mente como relámpagos bombardeando mis ojos, pero no tenía memoria de cuándo, cómo, dónde o con quién los había aprendido.

Tal vez iban a desaparecer con el tiempo, como un mal sueño. Iba a olvidarme de la pesadilla.

—Yo escuché que también nos llaman peces —aportó el anciano de boina.

Traté de mirarlo para ver si ya no me causaba miedo, pero atisbar su brazo arrugado, apoyado y doblado sobre la barra, cerca de la taza de café, su bigote, sus canas, su cara chomba de polo y sus manchas de sol y vejez, me erizaron los vellos de la piel.

Sentía que me estrangularía con sus manos arrugadas.

—Un pez no retiene nada por más de unos minutos —continuó hablando él—, con suerte recuerda cosas que ocurrieron hace un día, pero después de eso su mente está en blanco. Por eso a veces se golpea contra la pecera, porque olvida que está encerrado en una.

—Así que, de un día a otro, todos despertamos en un gran estanque —musité, esforzándome en conversar con él para normalizar su presencia.

—Somos peces sin marea —aportó Lalibela—. Espero no terminar este mes chocando con una pecera en la que no sabía que estaba encerrada.

—¿Primero nos llaman Nepentes y ahora Peces? ¿Podrían dejar de inventar nuevos términos cada cinco minutos? —suplicó Darg, malhumorado, frotándole la frente—. Suficiente tengo con la Patrulla Vecinal.

—¿Te refieres a la Comunidad Honorable? —preguntó el anciano—. Así se llaman ahora.

Dargavs cruzó los brazos sobre la barra y enterró la cabeza allí. Sonreí. Los periodistas de la tele continuaron hablando de teorías absurdas que dieran una explicación a todo el caos, pero la verdad era que estaban tan perdidos como nosotros. 

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