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Regresábamos de nuestra cita con un psicólogo, psiquiatra y con un analista. Nos entrevistaron tanto como para aparecer en una revista.
Habíamos estado horas respondiendo diferentes preguntas con la misma respuesta: «No sé».
Me preguntaron cómo me sentía cuando pensaba en padres, amigos, hogar, entre otras cosas. Qué hacía antes, si sabía mi edad, mi nacionalidad, apellido, disciplinas o si podía describirme, en una palabra. A todo respondía no sé. Era obvio que la mayoría de los Nepentes querría recuperar todo eso, pero no yo. Yo estaba feliz con lo que tenía. Y eso sí lo sabía.
Mi alegría era tan grande que me pesaba en el corazón.
El cielo estaba dorado otra vez, aunque oscurecía para darle paso a la luna creciente, me sentía en el medio del sol. Rodeada de mariposas y su silencioso aleteo. El cabello naranja de Pripyat brillaba como si ella tuviera su propia constelación. De alguna manera, siempre que estaba con Pripyat, yo viajaba a los paraísos siderales.
—Mira un Nosé —se mofó Pripyat y señaló una mariposa que revoloteaba sobre nuestra coronilla mientras regresábamos.
Habíamos iniciado ese juego cuando terminamos las entrevistas y comparamos resultados. Fue divertido que ambas, en salas separadas, llegáramos a la misma respuesta. Cuando salí vi a un niño montado en bicicleta con sus abuelos y le respondí: «Mira qué tierno Nosé» No fue gracioso, pero lo repetimos todo el viaje, caminando de regreso a casa.
Había sido incómodo al principio porque el psicólogo tenía una planilla con información mía, que había creado la Vecindad Protectora. Sentado en su silla giratoria, con respaldo orejero, analizó la planilla y me preguntó si había ido al pediatra.
Cuando le contesté que era mayor de edad y tenía veinticinco se molestó bastante y me aclaró que eso no era posible. Anotó en los registros órdenes para que dentistas y doctores calcularan mi edad porque debería estar en un orfanato, no en un hostal con adultos. Quise molestarme con él, pero no pude, la ira no acudía a mis venas así de fácil, lo único que pensé fue que Ebro no era la única que acabaría en un campamento en mitad de la nada.
Además de pedirme que encontrara sentido a manchas negras en una pantalla blanca, me habían hecho un examen de inteligencia. Tuve que buscar similitudes entre figuras geométricas y hacer algunos juegos de palabras. Fue para deducir mi IQ. No sabía qué tan importante era eso, dudaba que antes de ser nepente supiera mi capacidad intelectual.
Cada profesional de la salud daba su aporte para estudiar la mayor anomalía del Desvanecimiento: los nepentes. Creían que así podrían hallar la clave para detener el segundo Desvanecimiento.
Aquel cuestionario fue la parte más incómoda, porque a mí me hicieron más pruebas que a los demás. Nos quedamos unas dos horas esperando los resultados. Una mujer vestida de traje, sentada al lado mío, me había dicho con complicidad:
—Un Nepente fue el que causó el Desvanecimiento.
—¿Eh? —había preguntado desviando mis ojos del suelo.
—Shhh —había chitado recelosa—. Es obvio. El gobierno y los pocos países que quedaron son conscientes de que un nepente fue el que les borró la memoria a todos, no controló sus poderes y se la borró incluso a él mismo. Por qué otra razón, habiendo tantos problemas de abastecimiento, políticos y de salud, se preocuparían en usar a los pocos médicos que hay en nepentes.
—Tal vez para dar ayuda humanitaria —traté.
Ella chasqueó contrariada la lengua. Estaba en la sala de espera porque era la siguiente en ser inspeccionada, se había vestido como si fuera a tener una entrevista laboral, incluso llevaba el cabello planchado y la cara maquillada.
—No me lo creo nada. Saben que fue uno de nosotros y quieren encontrarlo.
—¿Por qué?
—Por qué crees. Todos sabemos que volverá a ocurrir. Quieren matarlo antes de que acabe diciembre y nos borre la memoria otra vez. Lo de darnos documentos de identidad solo es una mentira. En toda la historia de la humanidad la gente murió de hambre, fue esclavizada y a nadie le movió un pelo ¿Por qué se preocuparían en unos amnésicos ahora?
—Me gusta pensar que hay algo bueno en el ser humano.
Hizo una mueca triste.
—Qué bueno que no vivirás los suficiente para cambiar de opinión...
Se había callado porque vio circular a uno de los doctores. Yo me había encogido de hombros como respuesta. De todas las conspiraciones que había escuchado mi favorita seguía siendo extraterrestres: una raza alienígena nos mataría quemándonos la cabeza con ondas y había hecho un ataque el último y definitivo era en diciembre.
Pripyat tenía una inteligencia promedio de 90 IQ. Pero yo tenía de 190 IQ. El más alto de la historia se lo había llevado William Sidis con un IQ de 250.
—Tu capacidad intelectual es muy por arriba del promedio —me había dicho la secretaría cuando me entregó los resultados en la sala rosa de recepción—. Albert Einstein tenía 160. Guardaremos esto en el sistema, de seguro podrás acceder a una buena universidad cuando todo se normalice, después del Desvanecimiento nos faltan profesionales ¿Qué te gustaría estudiar?
Digerí en un segundo que la secretaría era de los que ignoraba que todo acabaría en unas semanas y vivía como si fuera eterna.
—¿Estudiar? —pregunté.
Ella me había dado folletos de carreras universitarias y escuelas secundarias de élite, porque tampoco se tragaba que era mayor de edad. Mencionó que ahora las inscripciones estaban algo frenadas, pero cuando todo volviera a la normalidad podría inscribirme. Ni siquiera quise cogerlos, Pripyat lo hizo por mí y los llevaba en sus manos mientras jugábamos al Nosé de regreso a casa.
Nos quedamos en silencio y miró los folletos de estudios y posibles becas.
—No sabía que eras tan lista.
—Ni yo —le aclaré, embutiendo mis manos en los bolsillos de mi chaqueta.
—O sea hablas más de cinco idiomas... ¿Qué mierda? What a Shit?
«No se dice así» pensé, pero no dije nada.
—Podríamos buscar niña prodigio en Internet —dedujo—. De seguro hay alguna noticia tuya o un reportaje...
—¡Por favor no lo hagas! —supliqué, con el corazón comprimido en el tamaño de una bola de arroz.
—No lo haré —musitó, asustada de mi reacción.
—Perdón.
—Está bien. Oye, regresemos a casa y tratemos de que Ebro se sienta cómoda —sugirió.
Asentí, aquella era mi primera noche compartiendo habitación con Pripyat.
—Regresemos... a casa.
Kayakoy había dicho que regresar a casa siempre es una...
«Victoria»
Esa mañana, antes de marcharlos le explicamos a la señora Bhangarh y al resto de los inquilinos que Ebro se quedaría con nosotros. Nadie puso objeciones, se compadecieron de ella al instante. Kolman y Kadyc tuvieron la idea de hacer una cena de bienvenida para Ebro, me habían invitado y les prometí asistir. Todos querían ayudar a la niña a reordenar su vida porque era la única que tenía una en esa casa.
Mientras Pripyat preparaba pastas caseras con los gemelos yo empaqué sus cosas con Varosha. Me sentí alagada de que Pripyat me confiara todas sus posiciones materiales, supongo que era su disculpa por haber hurgado en las mías el día que nos conocimos oficialmente.
No tenía muchas pertenencias que llevar al piso de arriba, solo unas cuatro mudas de ropa y chucherías en una maleta que no tuve el valor de fisgonear.
Ebro estaba desempacando en silencio, un poco intranquila y culpable por desplazar a Pripyat. A partir de ese día la niña compartiría habitación con Varosha y había traído muchas pertenencias consigo, como una computadora blanca, varios pares de zapatos pálidos, dos bolsos con ropa incolora y una jodida tele que transportó hasta allí en una carretilla que arrastró con su bicicleta. Dijo que la tenía en su antigua habitación, así que prefirió traerla. El único televisor que había en la casa estaba en la sala de estar y no era plana como esa, era cuadrada y tenía antenas.
—La gané en un canje.
—¿Un qué? —pregunté.
—Soy influencer —respondió orgullosa y meció el teléfono roto que había aventado esa mañana—. Un millón de seguidores. Soy muy famosa... o lo era antes.
Nunca había escuchado de eso.
—¿Qué influencias?
Ebro no pudo contener la risa, estaba hondeando una colcha amarilla para desempolvarla cuando mi comentario la sorprendió. Escondió la risotada en la tela y Varosha tras la mano. Me generó vergüenza estar perdiéndome de algo y callé. Me lo merecía. Yo era una tonta, si me costaba incorporarme a una conversación cotidiana, cómo haría para socializar horas con ellas o volverlas mis amigas. Jamás podría formaría parte del mundo normal, ellas acabarían abandonándome cuando se dieran cuenta de lo rara que era, no sé por qué me molestaba en detener lo inevitable; podría huir y ahorrarme todo el dolor de su rechazo. A ellas les haría un favor si desapareciera.
Varosha me estaba hablando, pero ya no podía oírla. Su voz sonaba distante, como si ya quisiera apartarse de mí.
—Eh, Bodie —Ebro me sacudió el hombro y señaló el dispositivo que estaba junto a las cajas—, vamos, ayuda con la tele.
Como señal de paz Ebro sugirió que podríamos poner su tele en la sala de estar, para que la disfrutaran todos de una pantalla a color; así que la señora Bhangarh y Bassam Grand se hallaron enfrascados en la compleja tarea de instalarla.
La niña también trajo a su cobaya en una jaula con aserrín, aclaró que no recordaba nada de ese animalito, ni su nombre, pero era su mascota y no iba a dejarlo. Kolman, entró a la habitación para hacernos probar la salsa que habían preparado cuando estaba con la cobaya en mis manos, acariciándole su rosada naricita. Él le dedicó un examen rápido y dijo que era macho; si su hermano era talentoso en la música me parecía justo que él tuviera dones ocultos como diferenciar los genitales de los conejillos.
—Deberíamos ponerle un nombre —sugerí acariciando el suave pelaje moteado y negro—. ¡Bautizarla!
—¿Bautizarla? Los cobayos no tienen religión —se mofó Ebro.
—Así se dice cuando le das un nombre a alguien —explicó Kolman quitándole a Varosha la cuchara chupada—. No significa solamente administrar a una persona el sacramento del bautismo.
—Tiene el cabello parecido a Bodie —observó Pripyat para fastidiarme, ella ni siquiera estaba en la habitación, lo gritó desde la cocina.
—Eh, no...
—Podrías ponerle Bobie —sugirió Kolman, agitando la cuchara por encima de su hombro mientras se marchaba.
Meneé la cabeza al momento que rodaba los ojos e iba a comprobar que no me olvidaba nada de Pripyat. Ella me había encomendado una tarea y la cumpliría a la perfección ¡Sería la mejor empacadora que podría ver en su vida! Cuando me paré de rodillas y me incliné bajo la cama para buscar calcetines o zapatos, encontré un chelo. Era de Varosha. Lo arrastré al centro de la habitación para admirarlo mejor, Ebro se me unió, soltando su raqueta de tenis.
—¡Es hermoso! ¡Tócalo!
Varosha estaba plegando ropa recién lavada sobre una silla. Sonrió, dejó todo y se arrodilló a mi lado. Tocó la funda negra de pana y me hizo reír.
—Quise decir que hagas música.
—Sería buena idea —concedió acariciando la funda—. ¡En la cena!
—Sugoi —me mordí la lengua para no volver a soltar palabras en otro idioma y me pregunté cuál de todos era mi lengua natal.
Varosha me contó que era una artista callejera, había estado tocando en una plaza, a tres pueblos de distancia, cuando ocurrió el Desvanecimiento. No traía documentos, solo el instrumento así que no tenía ninguna pista de quién había sido. Se quedó un día esperando allí, a que alguien viniera por ella, a recogerla, porque no tenía idea de a dónde ir. Nadie acudió, durmió en un banco, abrazada a su chelo, aterrada hasta la médula. Esperó otro día, bajo la lluvia, parada en el mismo punto que despertó. Tal vez un novio, una amiga, algún padre sabía que ella tocaba en esa plaza e iría a su rescate a decirle quién era. Pero nadie fue a buscarla. A la mañana siguiente escuchó que a una hora y media había un pueblo en donde los vecinos ya se habían organizado para ayudar a las personas en blanco... a nepentes, como ella, que estaban tan perdidos al igual que un barco errante en un vasto océano.
Fue así cómo acabó en la casa de la señora Bhangarh, esperando a que los vecinos amistosos la ayudaran a encontrar su hogar, su familia o lo que tuviera.
—Solo tengo este chelo —dijo acariciando la madera lacada.
—Ya encontrarás a tu familia —aseguré.
Ella alzó un hombro en actitud desinteresada.
—No lo creo. Ya pasaron casi dos semanas. Dudo que haya tenido algo, a decir verdad. Y si lo tengo se habrán olvidado de mí también —aseguró—. Lo único que me angustia es que en mi ropa tenía pelo de gato —apretó la mandíbula—. Espero que esté bien... hasta... ya sabes, diciembre.
Comprendía su confusión, tal vez ella tenía pareja con gato o había acariciado a un gato callejero antes de ir a tocar el chelo en la vía pública o... ella tenía un gato al que había abandonado o que se estaba muriendo de hambre.
Recordé a la mujer de la clínica psiquiátrica: Un nepente, alguien que no pudo controlar sus poderes mentales nos hizo esto y sin saberlo lo volvería a hacer. Esa persona era la responsable por miles de muertes, debería de sentirse muy culpable, su tristeza sería inmensa.
—¿Te desespera no encontrar lo que perdiste?
Varosha sonrió, deslizando la cremallera de su chelo y revelando en su totalidad el lustrado instrumento, enarboló el arco con pelos cubiertos de cera.
—No precisamente ¿Sabes? Creo que los nepentes tenemos intuiciones, recordamos instintivamente nuestro pasado —Alzó un hombro desinteresada, los ojos de Ebro se le clavaban como flechas, los míos también—. Tengo la intuición de que ahora estoy acompañada y eso es un alivio. Así que supongo que mi anterior vida era solitaria. Pero... no dejo de pensar en el gato. Probablemente él era mi único amigo. Y lo abandoné.
Pensé en lo que dijo. Cuando yo meditaba en mi anterior vida sentía que había escapado de un gran problema, que tener la mente en blanco era un verdadero paraíso ¿Qué pensaría Pripyat? ¿Ella sentía que había perdido algo importante? ¿Por eso había estado tan cascarrabias la noche en que la conocí? ¿Por eso juntó la chapa de Astroboy, porque parecía algo importante botado y olvidado?
Ebro abrazó a su cobayo y lo besó en el morro, como si fuera el gato que Varosha olvidó.
—No sé qué haría si no pudiera salvar a un amigo —musité.
Varosha lo pensó un poco.
—Estas semanas en la tele vi muchas películas y noté que siempre están llenas de héroes o de personas que logran su objetivo, de forma triunfante o de manera agridulce y parcial, lo logran. Me gustan los finales felices, pero no son tan reales, la vida está llena de finales y no todos son felices.
«No sé para qué vivimos» pensé.
—Vivimos para el siguiente final —dijo Varosha, acariciando las cuerdas metálicas del chelo.
La voz de Kadyc, Kolman y Pripyat llegaba desde la cocina, todos chillaban, supe al instante que habían comenzado una guerra de agua y azotes con trapos mojados. Irrumpieron rápido en la habitación.
Kadyc, que lucía otra vez una remera de flores, cargaba una olla con agua. La apretaba contra su pecho mientras hundía su mano izquierda y la sacudía para mojar a sus contrincantes. Los otros dos tenían trapos húmedos enrollados en sus dedos. Varosha protegió al chelo con su cuerpo y lo deslizó bajo la cama, refunfuñando y riendo como una hermana mayor cansada. Ebro corrió diciendo que no la mojarían ni la tocarían con trapos sucios porque desfallecería del asco. Oí que la señora Bhangarh festejaba con Bassam por conectar la televisión.
Identifiqué a Pripyat entre el caos, estaba plantada en la habitación, observándome y riéndose. Su piel pálida como el invierno al que no llegaríamos estaba sonrojada de la alegría. Agarré su cara empapada y le corrí el cabello naranja radioactivo que tenía pegado en las mejillas y la frente mientras ella me rodeaba el cuello con su trapo enrollado y empapado, como si me abrigara para una tormenta.
Nos reímos y pasamos el peso de un cuerpo a otro.
Me pregunté a dónde habían ido a parar todos los momentos que vivimos o todas las personas que conocimos y nos hicieron igual de felices que en ese momento. Eran barcos errantes también, como nosotros, pero sentía que eran de papel, no podrían viajar para siempre en el vasto mar, se desintegrarían.
De algo estaba segura y lo supe ese sábado a la noche. Cuando diciembre finalizara quería recordarlos a todos ellos. No quería olvidar, no quería que ellos se convirtieran en un Nosé que jugara con otra persona.
Amaba mi nueva vida, por más rápida o breve que fuera.
Si mi cerebro los perdía... los extrañaría tanto que me desgarraría como una tela podrida. Porque para echar de menos hay que querer y yo ya los amaba. Estaba convencida de que, si los olvidaba, cuando pensara en mi pasado, sentiría una arrolladora y desbastadora perdida.
Tal vez yo era una desconocida para mí misma y para ellos. Una persona que ni siquiera llegaba a sujeto. A duras penas era un alguien.
Pero ese alguien, en aquella habitación abarrotada de personas y ruidos, frente a sus ojos, cerca, muy cerca, los extrañó.
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