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El sábado seis de diciembre me desperté con una frase rebotando en mi mente.

 «No podrás salvarlos a todos» Era la voz de un chico, de mi edad, me lo susurraba entristecido, con la garganta comprimida por la pena. Era la voz de un... amigo. Me dio la sensación que me lo dijo a escondidas, encogido como una moneda bajo las sábanas blancas, en una habitación resplandeciente, sin ventanas ni puertas, solo paredes. Como un corazón.

 Su voz arribó en mi cabeza al mismo tiempo que sentía mis ojos hinchados de llanto que no pude liberar.

El sábado seis de diciembre me desperté con ganas de llorar. Pero no había lágrimas que acudieran a ahogar mi miseria. No sabía por qué, tenía la consecuencia y no la causa de este dolor. Pero ahí estaba, latente y agudo. Chillando. Reclamando atención. Arrancándome la paz.

Entonces pensé que mis recuerdos y los recuerdos de todo el mundo en realidad no habían desaparecido, simplemente estaban escondidos y por un instante, entre la frontera del sueño y la realidad había recuperado un fragmento. Me erguí a medias, incorporándome con los codos, casi buscando a la voz.

Pero a mi lado no estaba el chico triste. Estaba Darg. Triste también. Soñando pesadamente. Olía a alcohol de una forma penosa. Por sus ojeras, lo alborotado de su cabello, la oleosidad de su piel y el barro de sus zapatos supe que había estado bebiendo y vagabundeando toda la noche.

Se había desplomado sobre mi tarjeta de regalo, ni siquiera la había visto, mucho menos leído. La aplastaba contra la mejilla y la arrugaba. Se la quité y la dejé cuidadosamente en el suelo. Lo tomé del hombro y lo sacudí. Su peste era peor cuando me acercaba a él.

El olor del alcohol me mordía la nariz, me hacía sentir abrumada.

—Darg, eh, amigo.

—Mmmmfff.

—Estás pésimo. Te ves fatal. Sudaste como una langosta. Es verano. No debes deshidratarte.

Ni siquiera respondió, solo gimoteó y balbuceó algo sin sentido, estaba tan ebrio o con una resaca tan monumental que no podía controlar la lengua. Lo tomé de las axilas y lo arrastré dificultosamente a la ducha. Lo senté allí, le quité la ropa a su cuerpo flácido, abrí la regadera y dejé que se refrescara bajo el agua helada.

Tenía la impresión de que había hecho esa rutina más de una vez, tratar con gente inconsciente y cuidarlos, lo sentí tan natural como caminar o bostezar.

Me pregunté a quién había amado tanto como para protegerlo mientras estaba inconsciente.

El agua lo despertó un poco, parpadeó y se quedó mirando el suelo, abatido. Regresé a la sala por las sábanas sucias, las recogí y fui hasta el baño para enjabonarlas en el lavado. Tenían demasiada tierra, sudor y alcohol, como la fregadera era más pequeña que las colchas tuve que limpiarla por partes. El suelo estaba empapado pero mis ojos no.

Tragué saliva.

—¿A dónde fuiste anoche? —pregunté cuando lo vi abrir la boca y beber agua como si estuviera bajo una copiosa lluvia.

Su cabellera naranja la tenía apelmazada contra el cráneo, de manera que realzaba sus rasgos filosos y puntiagudos, se veía como un duende o elfo y eso hubiera sido gracioso si no estuviera tan preocupada.

—A caminar por ahí.

—¿Qué buscabas?

—Tregua.

—¿Con quién?

—Con la culpa que cargo.

—Culpa —musité.

—Culpa por joderle la vida a esa mujer que ni siquiera recuerdo.

Iba a decirle que también debería compadecerse de él porque su vida estaba jodida antes de convertirse en nepente. Alguien que comete fraude como si no tuviera nada que perder es porque en realidad no lo tiene. No era feliz con su antigua vida y destruirla le daba igual, le ponía precio a su felicidad porque su alegría y sentido de vivir no tenían valor.

—Puedes quitarte la culpa solucionando las cosas que Wittenoom y...

Alguien tocó la puerta. Cerré el grifo, dejé las sábanas en el lavado, me sequé las manos en la camisa y abrí.

Había una niña de quince años o catorce, parada frente a mí, arrugando tanto el entrecejo que creaba tres pliegues en su frente. Era rubia, su cabello caía sedosamente sobre los hombros y sus ojos eran verdes. Su cara fue lo que más me impactó. No es que tuviera cicatrices como Pripyat ni que ostentara una mirada fantasmagórica como la niebla. Lo que me dejó anonadada era que tenía la misma cara afilada que Dargavs...

Esa chica era su hija.

Y no solo compartían rostro también pesar, porque estaba escandalosamente furiosa.  

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