1

 Abrí los ojos.

Se abre los ojos para despertar. Se despierta para vivir. Se vive para...

Mi cuerpo se sacudía como si fuera recorrido por cientos de manos que hacían cosquillas. Zumbaba. Me encontraba acostada de espaldas, escuchaba el ronroneo del motor de un automóvil. El cielo estaba azul, pero no azul oscuro, solitario y profundo como el océano, más bien era ese azul claro que tienen las tizas en los jardines de infantes. Aquel firmamento de medio día estaba colmado de nubes juguetonas. Acumuladas, juntas. Estaba colmado de nubes que me hicieron sentir sola.

Me incorporé con la velocidad de un resorte sobre el metal con terrones de tierra donde estaba recostada. El viento agitó mi cabellera. Reparé que era la cajuela de una camioneta color roja. No rojo como la sangre, rojo como los labios de una chica que espera sentada en un café la cita que jamás vendrá.

El viento me silbaba en los oídos, me quedé encogida de cuclillas sin atreverme a enderezarme por miedo a caer. Surcábamos campos de cultivo. La camioneta y yo. Maíz. El aire estaba cargado de variopintas fragancias: tierra húmeda, polen y hierbas. Era el olor de la libertad, era el olor que nunca había olido.

Lo supe en mis entrañas.

La camioneta era conducida por un anciano moreno, flaco hasta el hueso, con la piel arrugada, apergaminada y fofa cayéndose sobre sus articulaciones hinchadas. Vestía una camisa de cuadros rosa, un sombrero de paja y masticaba una cerilla. Su nariz era aguileña y su quijada estaba bastante marcada. Miré sus ojos por el espejo retrovisor, eran vidriosos, no de tristeza, no estaba a punto de llorar, simplemente resplandecían con misterio como si tuvieran algo que contar. Yo también quise contarle algo, pero no tenía nada para decir.

Golpeé con los nudillos la ventanilla que nos separaba, él me miró por encima del hombro, alzó sus cejas blancas, deslizó en horizontal la ventana y me sonrió. Se filtró hasta mis oídos música country.

—¿Cómo llegué aquí? —pregunté, alzando la voz sobre el azote del viento.

El anciano se rio.

—No sé —Abrió las manos sin soltar el volante— ¿Tú sabes?

Fruncí el ceño.

—No.

Él se encogió de hombros y volvió a reír. Tenía buen humor. Eso me irritó, el asunto había terminado para él y tal vez para mí. No es que me importara mucho cómo había llegado a esa camioneta, la verdad estaba satisfecha de no tener idea, casi feliz, como si estuviera en mi lugar en el mundo, como si perteneciera al vehículo y fuera una rueda de auxilio o una antena.

—Dijiste que siempre piensas en causas y consecuencias —acotó, más colaborativo—. Lo dijiste antes de desmayarte.

—Siempre pienso en causas y consecuencias —admití, adoraba pensar de esa forma, era lo que más amaba en mí, después de mis manos.

—Por ejemplo, radio —acotó, girando la perilla de la radio, bajándole el volumen y prestándome atención.

Estaba pidiéndome una demostración y no iba a negarme, por más desorientada que estuviera.

—Se escucha para pasar el rato, se para el rato para no pensar, se piensa para arreglar problemas, se arregla problemas para vivir, se vive para... —no supe cómo terminar la frase, me mordí el labio.

Él sonrió, meneó la cabeza y le dio una silenciosa palmada al volante.

—Eres muy graciosa.

Asumí que estaba drogado.

—Detenga el auto, quiero bajar —decreté.

—Falta para el pueblo.

—¿Qué pueblo?

—No sé —se encogió de hombros—. Pero sé que aparecerá más adelante. Es el Pueblo.

—Caminaré —demandé cortante.

Su sonrisa titubeó.

Aminoró la velocidad, mi cabello dejó de ser azotado por el vendaval. Detuvo la camioneta. Logré ponerme de pie y estirarme. Vi un bolso de lona negro sobre la beata de la camioneta, olvidado entre la tierra y la paja. Era mío. Lo recogí, me lo colgué al hombro y me apeé, saltando por el lado derecho. Sentí un tirón en el estómago, lo ignoré de inmediato.

El hombre se asomó sobre el asiento del copiloto, bajó la ventanilla que era a manija, se levantó el gorro de mimbre con un golpecito de dedos y me miró.

—Camina unas horas —señaló vagamente la carretera bordeada de campos— y llegarás... a ese lugar.

—Gracias —respondí escueta, estaba un poco avergonzada, no sabía por qué.

No quería bajar de la camioneta, pero algo me decía que una persona como él no podría estar con una persona como yo. Era mejor separarnos. Le hacía un favor.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Bodie —conteste quitándome paja de mi cabello negro azabache cortado a la altura de la quijada— ¿Y tú?

—No sé, no me acuerdo —contestó igual de relajado.

Se ubicó tras el volante y arrancó. 

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