Prólogo: El contexto
Margaret Corde pasaría a considerar aquel triste ocho de febrero como el "lunes negro" de su vida. Porque además de perder parte de su estabilidad económica —siempre supo que enviar un hijo a una universidad al otro lado del país causaría un pequeño desastre en sus finanzas—, ese pequeño punto en su calendario también fue el inicio de su "Gran Depresión" personal.
¿Qué se supone que tenía que hacer ahora, si no tenía a nadie a quien cuidar? ¿Retar? ¿O a pedir por la decimocuarta vez que barriera la sala? ¿Pusiera la ropa para lavar? ¿A descongelar el pollo? ¿Con quién conversaba ahora? ¿Con quién se podía poner a reclamar sobre su aburrido y estresante día? ¿A quién escuchaba de vuelta y daba consejos que, pese a ser bien intencionados, seguramente no funcionarían en lo absoluto? ¿Con quién se reía? ¿Con quién lloraba?
No había nadie.
Su casa estaba vacía.
Gabriel se había ido y ahora el silencio ocupaba su lugar.
Lo peor de todo es que ella sí debería estar enfrentando su partida junto a alguien. Un hombre con el que se había casado veinte años atrás, y que la había engañado con su mejor amiga a dos, rompiendo sus votos de la manera más jodida y retorcida posible. Y ahora, ni eso ella tenía.
¿Dinero? Adiós.
¿Hijo? Adiós.
¿Marido? Que se fuera a la mierda ese hijo de perra y la zorra con la que se había escapado.
Lo único que a Margaret le quedaba era su trabajo como vendedora senior, en una pequeña compañía que vendía papeles y bolsas reciclables. Ella había estado ocupando aquel puesto por más de diez años y disfrutaba su labor. Era predecible lo suficiente para dejarla tranquila, y lo suficientemente estresante para mantenerla interesada en lo que hacía. Además, se llevaba muy bien con su equipo. En la contemporaneidad, estos eran milagros por los que genuinamente se sentía agradecida.
Eso dicho, volver de su primera jornada laboral a una casa vacía fue una experiencia dolorosa, casi digna de llamarse una "tortura".
Con un suspiro melancólico, ella caminó hacia la habitación de su hijo y miró alrededor, como si de pronto su fantasma fuera a atravesar la pared y saludarla con uno de sus abrazos rápidos, pero cálidos como una chimenea en temporada de invierno.
Nada pasó, y claro que nada pasaría. Gabriel estaba siguiendo con su vida, como todo adulto funcional debería. Ella era la que seguía atascada en aquella vieja residencia, cubierta de polvo, rellena con hologramas felices que no podía tocar, ni sentir. Todo lo que permanecía allí eran recuerdos. Eran pedazos de un pasado que nunca volvería.
Frustrada, cabizbaja, se fue a preparar la cena. Estaba cansada y no quería hacer nada muy sofisticado, así que metió una lasaña congelada al horno y abrió una botella de vino. Con su platillo listo, se movió al sofá, tirándose en los cojines con un exhalo largo. Encendió la televisión y seleccionó su serie favorita en un servicio de streaming cuyo nombre no vale la pena mencionar. Era un drama medieval, lleno de hombres musculosos sin camisa, usando armaduras poco funcionales, cargando espadas exageradamente largas. Cada batalla más parecía la introducción de una película adulta que una escena de real importancia narrativa. Pero esto a ella no le importó. Mientras pudiera deslizar la mano más allá del borde de sus pantalones y buscar un placer fugaz por cuenta propia, que ni su lasaña medio fría, ni el inutil de su ex marido, ni su vida suburbana le podía otorgar, todo estaba bien.
Sí, el panorama de su noche era un poco patético, lo reconocía. Pero ¿qué más podría hacer? ¿Cuáles eran sus otros caminos a seguir?
Margaret nunca había sido una persona particularmente valiente. No vivió en la época de la liberación sexual y la libertad de experimentación, como su hijo. Más bien, tuvo que crecer bajo dos padres conversadores, cuya máxima demostración de amor pública era sentarse a ver televisión en las noches y tal vez, si sus ánimos coincidían, sostenerse las manos mientras lo hacían.
En resumen, el matrimonio de sus progenitores había sido una farsa lúdica. El de ella misma, otro engaño más, pero más cruel y venenoso. ¿Qué ejemplos le había dado la vida de pasión? ¿Siquiera tenía alguno?
En fin. Eso no importaba. Mejor no pensar mucho en el tema, y concentrarse en el guapo moreno que ocupaba el centro de su pantalla. Mejor imaginárselo de rodillas, al frente de su sofá, con la cabeza enterrada entre sus piernas. Al menos eso sí era agradable.
Aunque no todo fue alegrías y orgasmos. Cuando un gemido se escapó entre sus dientes y su cuerpo se sacudió al fin, ella acabó —por accidente— tirando los restos de su lasaña al suelo. Sus maldiciones, redirigidas de la satisfacción a la molestia, le dejaron un sabor amargo en la boca.
Ya no bastaba estar sola y miserable.
Ahora para colmo tenía la ropa interior arruinada, y el suelo cubierto con salsa boloñesa.
La puta madre.
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