Capítulo 3: Amor y sexo

Aquel motel barato, con su constante olor a humedad y sudor, sus infiltraciones, sus espejos viejos, sus camas rechinantes y estilo visual cuestionable se volvió su pequeño paraíso en la tierra por los próximos meses.

Cada viernes los dos se encontraban en su entrada, cargando en sus hombros una mochila con ropas nuevas, ítems de higiene personal, y comida. La hora siempre era la misma; las nueve de la noche. La dinámica casi nunca variaba; Margaret dominaba, Jack se doblegaba. Los dos encontraban maneras creativas y divertidas de aprovechar su tiempo, fuera entre risas o gemidos, y siempre terminaban sus aventuras sintiéndose satisfechos y completos, pese a todo el sudor y el cansancio. Era una rutina cómoda, agradable, y ninguno de los dos poseía quejas al respecto.

Esto dicho, al inicio, si se veían fuera de aquellas paredes era por mera intervención del destino. Ambos trabajaban en ambientes diferentes, convivían con personas diferentes, y en general, frecuentaban lugares distintos.

Y pese a considerarse amigos, no eran una pareja como tal. No deseaban tener citas ni mezclar sus sentimientos con su fantástico, fenomenal, e impecable sexo.

Esto, sin embargo, cambió luego de un año de complicidad y diversión.

Margaret llegó al motel con una mueca molesta, entristecida, y Jack lo notó de inmediato, porque se escapaba de su rutina. Al entrar a su habitación, él rompió su beso con una expresión preocupada y la hizo sentarse en la cama, diciéndole:

—Hoy no.

Y ella suspiró, al entender que había sido leída como un libro abierto. Fue entonces cuando tuvo que sincerarse con el profesor:

—Gabriel me llamó por la tarde... —Se masajeó el rostro—. Dijo que Milton se va a casar.

—¿En serio?

—Sí.

—¿Y quién es la pobre alma que le dijo que sí a él? —Jack bromeó, logrando lo que Margaret había creído sería imposible aquel miserable día, hacerla sonreír.

—La mismísima zorra con la que me engañó. Mi ex mejor amiga.

—Uff... Joder. Eso suena duro.

—Es una mierda. Y para empeorar las cosas, mi hijo me dijo que su padre me invitó al matrimonio.

—Espera, ¿qué? —Jack apoyó ambas manos en su cadera y la encaró con una expresión irritada—. ¿De verdad hizo eso?

—Es un descarado, no me sorprende. Y a ti tampoco te debería.

El profesor se acercó a la cama, con un cierto aire dominante que rara vez salía a la luz. Al instante, el interés de la vendedora creció y ella lo ojeó de arriba abajo, curiosa por su cambio de actitud. Sin embargo, no alcanzó a decir nada, porque él abrió la boca primero:

—Voy contigo.

—¿Huh?

—Vas a ir a esa boda. Pero lo harás luciendo como la puta diosa que eres, y conmigo a tu lado, sirviendo como un dedo del medio gigante para Milton.

Margaret frunció el ceño e inclinó su cabeza a un costado.

—¿Y qué ganarías tú con eso?

—¿La satisfacción de humillar a ese bastardo de vuelta? Porque créeme, eso es lo que él quería hacer contigo cuando te extendió la invitación a través de tu hijo. Humillarte —Jack se explicó, un poco exasperado y enfurecido en su nombre. Algo que definitivamente tocó el corazón de Margaret, aunque ella no quisiera admitirlo—. Además, Milton es uno de los hijos de puta que me hizo la vida un infierno en la secundaria. Y perdóname, pero ir a su matrimonio tomado del brazo contigo, su ex esposa, sería la gloria. Así que vamos a ir, los dos. Tanto porque no mereces que él te pise y te menosprecie, como porque yo quiero vengarme. Y tú también te vas a divertir, ¿ya? No voy a dejar que él arruine tu felicidad.

La vendedora no se enojó por su confesión. Más bien, encontró su plan bastante chistoso y le concedió la razón; sí sería una sorpresa hilarante si él apareciera en la boda de Milton —uno de los matones que lo habían atormentado cuando joven— como la pareja oficial de su ex esposa.

—Ya, pero ¿qué se supone que le digo a Gabriel si es que vienes conmigo? —Margaret indagó a seguir, recelosa—. Él no sabe que tú y yo, pues... estamos teniendo esto —Se señaló a sí misma, y luego al docente.

—¿Y necesitas especificar algo? Puedes simplemente decirle a tu hijo que estamos saliendo y ya —Jack se encogió de hombros—. Lo que no es una mentira, si somos técnicos. Estamos saliendo. Solo que no de la manera típica y tradicional.

—Hm... No lo sé. No quiero que él se sienta incómodo. Al final de cuentas, tú eras su profesor...

—Palabra clave, "era". Ya no lo soy, a años.

Margaret se mordió el labio inferior, aún en duda.

—Déjame plantearle la idea a Gabriel de que tú y yo estamos saliendo primero. ¿Ya?... Después decido si vamos los dos a la boda o no. Hagamos la cosa paso a paso.

—Okay, de acuerdo. Puedo esperar —Jack asintió.

—Gracias.

—Pero sé que vamos a ir.

—Hey.

—Es solo una sensación —El docente se encogió de hombros y sonrió, con su usual gracejo.

La mujer a su frente, incapaz de irritarse con él por lo mismo, sacudió la cabeza, sabiendo que probablemente Jack tendría razón. Él sí la terminaría acompañando al ridículo casorio. Porque ella no tenía las fuerzas, ni el valor, de encarar a su ex marido a solas. Y claro, porque el profesor tenía un excelente motivo para ser su aliado en aquel terrible día.

Además, decirle que no a Jack últimamente le resultaba un tanto... difícil.

No porque él era muy tóxico o exigente, sino porque ella simplemente no podía resistirse a su ternura.

Y en efecto, esto fue lo que sucedió. Ambos acudieron a la boda tomados de la mano, tal como él lo había implorado.

Luego de hacer una larga videollamada con Gabriel y compartirle la información de que ella y Jack estaban "juntos" —dejándole claro al joven que "juntos" era apenas una manera vaga de decir que aún no tenían una relación como tal, sino un "algo"—, y de recibir una reacción muy positiva de su parte, la señora Corde se convenció de que tenía que dejar su recelo a un lado y aceptar la propuesta del profesor.

Al hacerlo, vio a Jack celebrar como un adolescente enamorado, y por alguna razón los interiores de su pecho se calentaron mientras su corazón se estrujaba.

La sensación la asustó y por poco no la hizo volver atrás en su decisión final. Pero, de alguna forma, logró recobrar su serenidad y razón a tiempo de controlar su pánico.

Luego de eso, incluso lo ayudó a seleccionar un traje perfecto para la ceremonia, queriendo que ambos llegaran a la iglesia combinando colores.

Mientras lo auxiliaba con sus compras, volvió a ceder ante una nueva petición del profesor. Ella le había comentado que Gabriel trairía a su novia de la universidad consigo a la boda y Jack le sugirió que los cuatro podrían tener una cita doble al final de la misma, para conversar un poco sobre sus novedades.

Al inicio, Margaret pensó en decirle que no. Pero al ver sus ojos de perrito, resplandeciendo con su ilusión, no fue capaz de discordar.

—Claro que podemos almorzar juntos —respondió, resignada a su destino.

Y no es como si quisiera quejarse del mismo tampoco. Porque la evolución de su unión estaba siendo tan natural, tan placentera, que hacerlo se sentía erróneo.

Sí, ella reconocía que su situación era cómica. Porque, para quienes habían jurado no querer un vínculo serio por un año completo, este tipo de intimidad ya se estaba volviendo irónico.

Pero no se sintió raro, el caminar tomados de la mano por infinitas tiendas de retail, buscando las mejores prendas a las que vestir durante la ceremonia. No le resultó extraño, el conversar sobre sus vidas monótonas mientras bebían milkshakes, sentados en el patio de comidas de un centro comercial, rodeados de bolsas y paquetes. No fue molesto, el besarse en público, o el tocarse de manera más cariñosa que sexual frente los ojos curiosos de la sociedad.

Así que no pudo reclamar de nada.

El gran problema fue admitir que a este punto de verdad se habían vuelto una pareja, para bien o para mal.

Eso fue un tema aparte.

Porque, aunque Jack se veía cada vez más enamorado de Margaret, y Margaret se veía cada vez más encaprichada de él, ambos todavía se sentían inseguros respecto a la orientación y los deseos de sus propios corazones. Y aunque sexualmente estaban bastante complacidos y felices, emocionalmente la situación era otra.

Eran amigos, antes que todo. Se querían, antes que todo. Pero el temor de elevar su amistad a algo más allá de un mero compañerismo era demasiado intenso.

En síntesis: coger era fácil. Revolcarse en su placer compartido, un pasatiempo agradable. Pero hablar sobre sus sentimientos y reconocerlos como válidos, no tanto.

Y por eso la señora Corde en específico intentó con todas sus fuerzas ignorar el hecho de que se estaba sintiendo muy atraída por el profesor, y no apenas de una manera carnal. No lo rechazó a él ni a sus propuestas, pero sí intentó vivir en negación respecto a su propia creciente mansedumbre.

Aunque dicha ignorancia superficial fue inútil.
Ya que, cuanto más tiempo pasaba con él, más a Margaret le gustaba su sentido del humor, su dedicación por su trabajo, sus hobbies de nerd, sus obsesiones, sus compulsiones, sus impulsos, sus anhelos... Y sabía que había empezado a encariñarse de su sonrisa, de los hoyuelos que acompañaban, de la manera en la que tartamudeaba cuando una frase coqueta lo desorientaba, de su cabello rebelde, de su barba corta y áspera, de las vocecitas estúpidas que hacía cuando se enojaba, de su aire melodramático, de su olor amaderado, de su costumbre de siempre tener los lentes sucios y las corbatas medio sueltas...

En fin.

Había comenzado a enamorarse de él, punto.

Lo sabía.

Y esto era un problema porque, después de lo sucedido con Milton, se había jurado que jamás caería por un hombre de nuevo. Los jodería, claro. Pero ¿amarlos? ¿Volverse novia de uno? ¿Esposa?... No. Ese ciclo no se volvería a repetir.

Lo que ella no comprendió —al menos no a fondo— hasta el día de la boda en sí, fue que Jack no era como Milton.

Si se convertía en su pareja, el profesor no se volvería un segundo hijo. No le asignaría el rol de ama de casa abnegada, ni de mujer de consuelo, ni de trofeo brillante. Él era independiente, carismático, genuinamente se importaba por su bienestar, y pese a conocer su sexualidad mejor de lo que cualquier hombre jamás lo había hecho, no la veía apenas como un medio para alcanzar el placer, ni como un juguete al que desechar cuando se sentía aburrido. No la había juzgado por sus gustos en ningún momento, aunque fueran exóticos. No se había quejado de su personalidad fuerte, mandona, ni de la manera en la que ella se vestía, ni había intentado reprimir y moldear su actitud de acuerdo a sus intereses. Él estaba a su lado porque quería, no porque se sentía obligado. Y, por lo tanto, intentar comparar a Jack con el inútil de su ex marido era ridículo e innecesario. Casi una ofensa hacia el docente.

Pobre era la mujer que se estaba comprometiendo con Milton aquel día, porque no conocía al tipo de hombre bueno, leal y justo del que se perdería.

Suertuda era Margaret, por haber bendecido la suya con la presencia de Jack.

Y fue justamente este pensamiento de último minuto lo que la hizo cambiar de opinión con respecto a todo.

Sí, ella quería seguir teniendo sus encuentros lujuriosos con el profesor en su motel preferido. Sí, quería seguir dominándolo, arrastrándolo al borde de la razón y de la sanidad, cabalgando su cadera como si fuera un rebelde corcel, ilusionando su cuerpo con la promesa de un orgasmo al que siempre se demoraba en darle, justamente para enloquecerlo. Quería seguir siendo la mujer que lo ponía de rodillas y lo hacía rogar por piedad. Quería todo esto, y más.

Pero también quería ser suya en un ambiente más abierto y puro. También quería robarle los abrigos, enrollarse en su bufanda, dejar sus pertenencias tiradas en su casa y encontrar las ropas de él en la suya, a cambio. Quería salir con él a comer hot-dogs, andar de bicicleta, subir cerros y visitar ciudades lejanas. Quería ayudarlo con sus cuentas, acompañarlo a visitas médicas, sentarse en el suelo de su departamento a doblar calcetines y luego echar sus camisas a lavar.

Quería lo libidinoso y lo casto. Quería lo especial y lo trivial. Lo mundano y lo divino. Lo quería a él, en todos sus ángulos, en todos lados, en todos sus aspectos.

Y por eso mismo, durante la estúpida boda, ni pudo concentrarse en detestar a su ex marido y resentir a su ex mejor amiga. No pudo mandarlos al carajo, en vez de desearles felicidad y paz. Sus ojos ni lograron despegarse del perfil apuesto de Jack, de hecho. Y en su tierno embeleso, mal percibió que él también la estaba mirando de vuelta, aunque en intervalos.

Porque el profesor también estaba teniendo la misma crisis existencial que ella.

A él también le costaba aceptar que la quería como algo más que una compañera en la cama.

En efecto, ella era hermosa, inteligente, perspicaz, ingeniosa, y tenía un aura que lo conquistaba apenas por existir. Jack reconocía abiertamente que siempre había estado embelesado por la dama. Pero, de nuevo, tener sexo con la señora Corde era fácil. Ser vulnerable y admitir que también quería amar a Margaret... ni tanto.

—¿Qué te pasa hoy? —el docente le preguntó a ella, enmascarando sus nervios con una expresión afable, mientras los recién casados dejaban la iglesia bajo una gran lluvia de arroz.

Quiero que conozcas mi casa, después del almuerzo —la vendedora comentó de pronto, sin contestar a su pregunta original, agarrando una de sus manos y entrelazando sus dedos con los de él—. Me doy cuenta de que aún no has estado en mi habitación. Hay que cambiar eso.

Jack abrió sus párpados hasta que sus ojos parecieran dos enormes lunas llenas.

—¿En serio?

—Hm —Ella le sonrió de vuelta.

Margaret no necesitó decir que su parecer respecto a la seriedad de su vínculo había cambiado. Apenas por la dulzura de su expresión, se lo hizo entender. Y el profesor, reconociendo aquella oferta por lo que en realidad era, la aceptó sin quejas ni condiciones. Así como también aceptó que sus sentimientos por la mujer eran inmutables, y que luchar contra ellos era tan inútil como intentar vivir sin aire.

Luego de salir a comer con ella, Gabriel y su novia —conforme lo planeado de antemano—, y pasar un buen par de horas riéndose y conociéndose mejor, las dos parejas se volvieron a separar. Fue entonces cuando el docente al fin pudo pisar en la residencia Corde.

Por suerte, el hijo de su amante se estaba quedando hospedado en la casa de la familia de su pareja, y solo aparecería por su hogar de infancia el día siguiente. Lo que significaba que ambos Jack y Margaret tenían toda la casa a su disposición hasta el amanecer, y eso ella se lo hizo saber de inmediato. Porque comenzó a desvestirse ahí mismo en la sala, invitando al profesor a que siguiera sus pasos, y dejara un camino de prendas arrugadas desde la puerta de entrada hasta los aposentos de la vendedora.

Cuando al fin llegaron a la cama, ya estaban los dos completamente desnudos, listos para su tarde de lujuria y de cariño.

La intimidad de aquella habitación tan solo volvió sólida y tangible a una noción que ambos ya tenían clara: Se gustaban. Como amantes, como amigos, como novios, como dos almas que se habían encontrado en el momento más importante y a la vez inesperado de sus vidas. Y también se sentían atraídos uno por el otro, como dos astros flotando en círculos en el firmamento, como las abejas volando sobre las flores, como la lluvia descendiendo a la tierra, el sol tocando a las plantas. Se apreciaban, se deseaban, y ya no había cómo escaparlo. Que se jodieran las etiquetas, lo que importaba era que estuvieran juntos. Porque la forma en la que sus cuerpos se encajaban era perfecta. La manera en la que sus voces armonizaban era fantástica. Y claro, el anhelo de sus almas por estar más y más cerca una de la otra, era una revelación. Una epifanía.

Ninguno de los dos había creído que serían capaces de amar de nuevo, de desear de nuevo, de complacerse de nuevo, de ser felices de nuevo. Al menos no con esta intensidad. Al menos no con otros medios que no fueran sus manos y su aburrimiento crónico, incentivando a sus fantasías y a su imaginación lujuriosa. Y sin embargo, ahí ellos estaban. Haciendo al armazón de la cama rechinar, a las sábanas humedecerse, al aire calentarse e impregnarse con un fuerte olor a sexo, que se quedaría a su alrededor por interminables horas.

—S-Sé que lo hicimos todo al revés... —Jack comentó, jadeante—. Pero aún así m-me pregunto si aceptarías ir a una cita conmigo, s-señora Corde.

—Sería un placer...  —ella respondió, entre besos calurosos—. Señor Hook.





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Nota de la autora: ¿Fin?

Si a alguien le gusta esta historia puedo escribir más capítulos, pero por ahora, "this is all, folks!".

Hice esto como un ejercicio de escritura creativa, en la que quise hablar sobre una relación sexual sin necesariamente entrar en muuuchos detalles. O sea, un intento de erótica. No suelo escribir este tipo de cosas, pero me terminaron gustando los personajes y, aunque la trama es corta y la historia no es muy larga, sí quise publicarla jeje.

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