Aventuras sobre un cerdito

El sol del nuevo día iluminaba las flores y árboles del jardín.

—¡Alejo, despierta! Debes ir a la puerta del castillo —voceaba el hada Empanada mientras le movía el hombro.

—¿Dónde estoy? —preguntó entre bostezos.

—La Asamblea Real está a punto de empezar.

Alejo cogió un par de naranjas, despertó a Risueño y fueron hacia la torre central. Allí se habían congregado todos los caballeros del reino. El rey Chorlito les hablaba desde el balcón. Al ver llegar Alejo, el rey hizo una pausa y voceó:

—Atención, señores. Quiero presentaros a Siete Cuartas, un nuevo caballero.

Los guerreros rompieron a reír cuando oyeron su nombre y comenzaron a burlarse:

—Siete Cuartas, ¿seguro que mide las siete?

—¡Monta en un puerco! Más que un caballero es un puerquellero —añadió un soldado regordete.

—Además, no viste armadura —señaló un caballero que tenía una nariz descomunal sobre un largo bigote—, tiene un cazo en la cabeza y un rastrillo en la mano. Si necesitamos que alguien recoja el trigo del pueblo, ya sabemos a quién podemos mandar.

Alejo agachó la cabeza y, junto a Risueño, se apartó a un rincón.

El rey no hizo caso de lo que decían sus hombres y prosiguió:

—Como todos sabéis, la bruja Apestosa ha robado la llave de mi cámara del tesoro y ha lanzado un hechizo sobre la puerta. Gracias a su hermana, el hada Empanada, sabemos que la llave está en la cima de la montaña Indómita.

Esta última frase hizo enmudecer a los caballeros. El de la nariz larga se adelantó y señaló:

—Pero, señor, en la montaña Indómita viven los hombres de las nieves. Son unas criaturas salvajes y...

—Todos sabemos que los hombres de las nieves no atacan a las personas —interrumpió el rey.

—A menos que intentes entrar en su montaña —insistió el caballero narigudo.

—¡Ya! —exclamó el rey enfadado—. Te da en las narices que va a ser una misión difícil.

Los caballeros rompieron a reír cuando el rey hizo alusión al narigón del caballero.

—Además —prosiguió el rey—, aún no he mencionado lo más difícil de todo: en la cima de la montaña duerme un dragón escupefuego, amigo de la bruja. En su lecho de oro, guarda mi llave.

Los caballeros se asustaron al oír lo del dragón, el gordito incluso tiritó del miedo. El rey, observando el desánimo, terminó su discurso:

—Sé que es una misión difícil, por ello recompensaré al que me traiga la llave con el anillo real, que como todos sabéis, hace que yo conceda un deseo, sea el que sea, siempre que esté en mi mano.

Estas palabras animaron a los caballeros que empezaron a soñar con ser ricos, tener más tierras o casarse con la princesa. Reconfortados por estos sueños, los caballeros pusieron rumbo a la montaña Indómita.

La comitiva atravesó bosques repletos de aves y animales que surgían de la arboleda para curiosear. Alejo iba el último, ya que su cerdito no corría tanto como los caballos. Tras varias horas de camino, divisaron a lo lejos la enorme montaña cubierta de nieve. En el pico más alto se distinguían unas rocas negras humeantes.

Salieron del bosque al llegar a una planicie de tierra oscura manchada por algunos árboles retorcidos. Unas nubes negras tapizaban el cielo, el viento era más fuerte y apenas se veía algún pequeño roedor.

Un gran letrero de madera desgajado, que parecía tener forma de cabeza de monstruo, advertía: "¡Peligro! A partir de aquí habitan los hombres de las nieves". Los caballeros sintieron un nudo en el estómago y algunos se dieron la vuelta, poniendo como pretexto el cansancio de sus caballos.

Los que continuaron llegaron a un caminillo que ascendía hasta la cumbre. El camino se empinaba y cayeron grandes copos de nieve que pronto lo cubrieron todo.

Los caballos se escurrían en el hielo con sus herraduras y Risueño no paraba de temblar de frío, así que, Alejo lo cubrió con la manta que le había regalado la princesa.

El pobre caballo que cargaba con el guerrero regordete apenas podía caminar y se hundía en la nieve. Alejo, que pasaba a su lado, le preguntó:

—¿Puedo ayudarte?

—No, me vuelvo al castillo. Esta misión no es para mí. Además, yo no quiero el anillo real, no sabría qué pedir, tengo todo lo que quiero.

El guerrero se dio la vuelta con fanfarronería, pero Alejo pudo ver en la distancia como rompía a llorar.

Unos pasos adelante, escucharon gruñidos. Alejo miró colina arriba y vio a unos animales muy altos que no paraban de aullar. Eran una mezcla entre oso y mono, pero blancos y con diminutos cuernos en las cabezas.

Los caballeros sacaron sus espadas gritando:

—Los hombres de las nieves, a por ellos.

Los hombres de las nieves eran más altos que los guerreros sobre sus caballos y sus pieles eran duras, por lo que las espadas no les hicieron ningún daño. Sintiéndose atacados, los monstruos empujaron a los caballeros, haciéndoles caer de sus monturas y rodar sobre la nieve montaña abajo.

Uno de esos gigantes se acercó a Alejo con intención de empujarle, pero Risueño, que con sus pezuñas se agarraba bien al suelo, pudo escapar. Otro hombre de la nieve salió a cortarles el paso, pero Alejo azuzó a su cerdito y, agachando la cabeza, se colaron entre las enormes piernas.

Finalmente, tras mucho correr, dejaron atrás a los monstruos y avanzaron hacia la cima.

Alejo miró hacia atrás sin avistar a ningún otro caballero, parecía que estaba sólo. Pero cuando llegaba a la cima, distinguió en la nieve unas huellas humanas. Bajó del cerdito y decidió seguirlas. Las pisadas terminaban cerca de las rocas de donde salía el humo, allí, escondido tras una gran piedra, encontró al caballero de la enorme nariz:

—¡Hombre, el chico del cerdo! No pensé que tú pudieras llegar hasta aquí.

—Pasé entre las piernas de los monstruos, como soy más bajito.

El caballero rompió a reír, después, le miró y comentó:

—A mí me tiraron del caballo, pero me enganché a la nieve con mi nariz, he subido andando. Bien, parece que estamos solos, tú y yo. ¿Ves el humo que sale de aquella roca? Sin duda, es la guarida del dragón. Iré a enfrentarme a él, espérame aquí.

—¡Un momento! Yo también iré. Soy tan caballero como tú.

—¿Tú? ¿Y con qué vas a atacar al dragón, hijo, con tu rastrillo? Mira, niño, para luchar contra un monstruo hace falta una espada de verdad como esta —dijo desenfundando una espada larga y brillante con la que hizo un ágil aspaviento.

Alejo, paralizado por aquellas palabras, se quedó pensativo mientras el caballero avanzaba hacia la guarida humeante.

De repente, la tremenda cabeza del dragón surgió de la cueva. Sus escamas eran verdes oscuras y sus ojos desprendían una luz rojiza. El caballero levantó su arma para asestar un mandoble, pero el dragón fue más rápido y lanzó una bocanada de fuego sobre la espada, dejándola al rojo vivo.

Tras unos instantes de silencio, el caballero soltó el sable y comenzó a gritar: la espada estaba tan caliente que traspasó el ardor a la armadura. El caballero, bramando de dolor, se alejó del dragón y saltó sobre la nieve. Dejó escapar un suspiro de alivio al sentir como la armadura se enfriaba, pero la nieve, poco a poco, se derritió bajo él, y comenzó a escurrirse colina abajo. Esta vez no pudo engancharse con su nariz, y con un interminable grito resbaló hasta los pies de la montaña.

Alejo se llevó la mano al mentón. Tras reflexionar, se quitó el cazo de la cabeza y lo llenó de nieve. Se acercó con cautela a la caverna, el corazón le latía muy deprisa.

Cuando el dragón, que dormitaba sobre cientos de objetos dorados, escuchó los pasos que se acercaban, abrió sus ojos chispeantes y se abalanzó furioso hacia el exterior. Reparó en Alejo y abrió sus fauces dispuesto a lanzar sus llamas, pero el niño fue más rápido. En cuanto la bestia abrió su boca, arrojó toda la nieve del cazo en su interior.

La bestia comenzó a toser, llenando toda su madriguera de humo.

Alejo aprovechó la confusión para adentrarse en la cueva. El interior de la gruta estaba lleno de joyas, oro y riquezas, y sobre todo aquello, destacaba una llave con un claro chisporroteo de magia alrededor. Sin dudarlo la cogió y salió corriendo.

Cuando llegó junto a Risueño, aún se oían las toses del dragón. Extendió una de las mantas en el suelo y saltaron sobre ella como si fuera un trineo. Bajaron tan rápido, tan rápido, que los hombres de las nieves sólo pudieron observarles extrañados al pasar.

A los pies de la montaña, montó sobre Risueño y trotó hasta el cartel que marcaba el territorio de los hombres de las nieves. Allí encontró al resto de sus compañeros. De las caídas que habían sufrido, tenían los brazos y las piernas doloridos, a otros se les había roto algún diente, los chichones eran variados en formas y colores, y al de la nariz grande se le había enrojecido la mano con la que sostuvo la espada incandescente.

Al ver venir a Alejo con la llave, todos le aclamaron.

—¡Viva Siete Cuartas! —gritaban— ¡El mejor de nuestros caballeros!

Cuando lo estaban celebrando, se escuchó un alarido en lo alto de la montaña. Era el dragón, que desapareció volando por el cielo. El caballero de la gran nariz comentó:

—Posiblementevaya a advertir a su amiga la bruja Apestosa. Debemos regresar pronto a palacio.

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