Pececitos


Mis dos hijas menores nacieron con dos años y una semana de diferencia, esto, significa que pertenecen al mismo signo zodiacal. Sin embargo, no podrían ser más distintas. La mayor—el pececito de abajo—es tranquila como agua mansa, compasiva y sensible. La menor—el pez aéreo—impulsiva, enérgica e inconformista. Un combo difícil de hacer congeniar.

Las peleas que se armaban en casa podrían dar lugar a varias películas. Prendidas de los cabellos, las niñas, gritaban pidiendo que yo terciara tomando posición en favor de cada una. Más de una vez, luego de los conflictos, quedaban los mechones desparramados en el piso e incluso en algunas oportunidades les tiré agua encima para separarlas. Al fin, crecieron y dejaron de pelear, no porque dejaran de existir las diferencias, sino porque el Pez Uno prefirió no confrontar y dejar que a su hermana se le pasara el mal humor.

Pez Uno, manifestó desde pequeña amor incondicional por los libros— al punto de ser reprendida por leer en lugar de jugar en los recreos—, esta preferencia la llevó a seguir los estudios de bibliotecología que ahora está complementando con los de diseño gráfico.

Pez Dos, siguió el camino de las artes plásticas.  Entonces, con su padre, recibimos el encargo de transformarnos en buscadores de cualquier cosa que pudiera transformarse en arte. De cabeza, en contenedores, hemos encontrado piezas que pasaron a formar parte de esculturas o poesía visual. Maderas, telgopor, acrílico o cartones sirvieron para la tarea creativa. Incluso, algunos vecinos que nos veían trayendo cosas, se detenían a preguntar si estábamos en la miseria y vendíamos materiales reciclables. 

Cuando empezaron a estudiar en la Escuela de bellas artes, mi casa se convirtió en un tremendo basurero. Las piezas de cemento y arcilla se apilaban en una esquina, los cuadros y maderas de grabado se juntaban en otra. Para entrar había que hacerlo con sumo cuidado, para no golpear o tocar algo que pudiera arruinarse. Mis amigos preguntaban si no me molestaba todo ese caos y la verdad es que no. Siempre admiré la capacidad de transformar que tiene el arte y aproveché además a inscribirme en diversos talleres y así, acompañar y entender mejor el  crecimiento de mis hijas. Me di el gusto de enchastrarme con las técnicas del pouring y el embossing,  que si bien se pueden encontrar en internet, trabajar con la supervisión docente es tan alentador y gratificante que me sentí una niña, aprendiendo todo lo que en su momento no pude. Me pasé horas mirando los efectos de los caleidoscopios que armamos, haciendo papel con hojas de calas y pergaminos con papel secante. Pude presenciar los conciertos de piano, violín o saxo y concurrir a las clases de danzas latinas durante las semanas de las artes, destinadas a la comunidad estudiantil y sus familias. Todo esto quedó interrumpido debido a la situación de aislamiento, pero confío pueda reanudar en un futuro. 

En estas incursiones de buscar materiales— que nos llevaba horas de caminata—, un día encontré en un canasto para residuos una bolsa muy fina, cerrada y colgada como para ser recogida. En muchas oportunidades, se dejan así las cosas útiles, como prendas de vestir o juguetes, para que alguien los lleve. Cuando esto pasa, yo suelo recogerlas, acondicionarlas en caso de los juguetes o hacer arreglos tratándose de  ropa y  los llevo al hospital de niños o  la biblioteca, desde donde se mandan a las escuelas de provincias, para los niños más humildes.

Muy contenta, venía con mi bolsa y me preparaba para ver de qué se trataba tanta envoltura. El resultado no fue el esperado: dentro de la primera bolsa había otra y en ella, bien guardado, el excremento de perro de tres kilos de peso.

—¡Suerte!¡Suerte!—gritaba mi esposo muerto de risa.

A juzgar por el tamaño del regalo, ese perro debía parecer un dinosaurio.

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