El karma de la comida
"El zorro pierde el pelo, pero no las mañas" afirma el viejo refrán. Tengo que reconocer que mi familia en cuestión de alimentos presenta un amplio inventario de actuaciones disparatadas.
A la cabeza de la locura siempre estoy presente. O, ¿me van a decir que todo el mundo, se levanta, se prepara el café y le agrega una abundante cantidad de yogurt bebible por confundir el sachet de leche?
Otra mañana, preparando mi café, mientras me quitaba el maquillaje de los ojos, le encontré un sabor espantoso. Muy extrañada volví a probarlo, pensando que se trataba del agua alterada por los purificantes, pero pronto caí en la cuenta de que en lugar de colocar el edulcorante líquido, endulcé mi taza con el agua micelar que usaba para limpiarme la cara.
Hace poco, miraba las calas del jardín cuando me llamó la atención un caracol grandísimo, y lo agarré del caparazón para mostrárselo a mi esposo. Se lo acerqué para que viera lo grande que era, pero él creyó que le ofrecía algo para comer, abrió la boca y por suerte advertí su intensión a tiempo y lo retiré un segundo antes de que le diera un tarascón. Después, lo puse nuevamente en su rincón del patio.
Mi hija no tuvo tanta suerte. Llegó a casa con una tremenda expresión de asco y me contó que tomaba mate mientras hacía unos dibujos que debía entregar. Al terminarse el agua fue a llenar la pava y se sorprendió con una gran babosa, que se había introducido por el pico, quedó en el fondo y había sido cocinada aportando valor nutritivo al mate.
Yo le dije que no se quejara tanto, si al final el pobre bicho la pasó peor que ella.
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