Domingo

Papá trabajaba de lunes a viernes. Se levantaba a las tres e la mañana y caminaba las ocho cuadras hasta la ruta para tomar el primer colectivo que salía, luego otro, y otro que después de tres horas y media lo dejaba en su destino laboral; a la vuelta hacía el mismo trayecto y lo más destacable es que jamás decía que estaba cansado. Llegaba a casa después de las diez de la noche y tenía tiempo para mirar los cuadernos de clase. Era un hombre delgado y alto, de espíritu romántico que adoraba la poesía y la música. Los fines de semana era el director técnico del equipo de futbol infantil del barrio, en el que jugaba mi hermano. A las ocho de la mañana salía para la cancha con sus jugadores y  cosechaba gran cantidad de trofeos de los campeonatos con otros barrios. Luego de los partidos se encargaba de cocinar el asado, su tiempo de relax esperado toda la semana.

Los domingo me despertaba el sonido del bandoneón, que tocaba en un galponcito del fondo del terreno para no molestar a nadie, y a media mañana me llevaba a lo que denominábamos "plaza" y no era otra cosa que un tobogán y una hamaca en medio de un baldío, que los vecinos habían colocado frente a la escuela casi a una cuadra de casa; desde allí veíamos a mamá tender la ropa y llamarnos con señas para ir a comer. Esa mañana era muy especial, al no haber colegio los juegos eran solo para mí, y cuando me cansaba me sentaba a comer maní con chocolate que comprábamos en el quiosco de la escuela  y era muy barato porque no tendría más de veinte maníes.

Un domingo,mientras estaba entretenida comiendo, papá se puso a recoger cortezas de eucalipto que le daban un perfume muy especial al asado, cuando se detuvo un auto y me preguntó algo. Me acerqué para ver de qué se trataba y el hombre me dijo con palabras y gestos algo desagradable que no entendí bien, pero por su cara supuse no debía ser nada bueno. Luego, trató de sujetar mi mano para meterme en el auto cuando grité fuerte: ¡papá! Había sido un segundo que él se había agachado a recoger la leña y, por el árbol que lo cubría, aquel hombre pensó que estaba sola.

Mi padre voló, tirando todo lo que tenía en su mano, y el auto salió disparado. Papá lloraba desesperado y me revisaba para comprobar que no tenía heridas; si lo hubiese alcanzado estoy segura que lo destrozaba. En ese momento yo tenía siete años; a los trece me pasó algo similar, papá otra vez estaba cerca. A los veintitrés, volvía de trabajar a las seis de la mañana, y un grupo de cuatro muchachos alcoholizados intentaron meterme en una camioneta cuando conseguí refugiarme en un hogar de ancianos que tenía la puerta abierta. A veces se piensa que son cosas tontas "después de todo no te pasó nada", pero estas cosas dejan su marca, dan miedo a caminar tranquilo, a vivir en un mundo en el que los niños deberían estar a salvo, en el que una mujer que trabaja, no mire con espanto cuando alguien se acerca. Papá ya no está, pero cuando pienso que crecí amparada por su amor, es como si nunca se hubiera ido, como si sus palabras sonaran de nuevo:

 —Hija vos tenés que escribir poesía, no seas cabezona.

—No pa, no soy buena para la poesía. 

—Escuchá a este viejo que no sabe nada, haceme caso.

—Sí papá... sí.

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