Día de examen

Habían pasado tres meses de la ruptura cuando debía presentarme a mi primer final. Estos exámenes,  para los que cursábamos en la modalidad libre, llevaban  de todo el día. Las listas con los anotados contaban con cientos de alumnos. Las mesas con los profesores comenzaban a calificar desde las ocho de la mañana, y de acuerdo al número de anotados, podían estar hasta el cierre a las diez de la noche. Los finales se tomaban en forma oral con un mínimo de tres profesores por alumno—el presidente de mesa y dos veedores—, al oír nuestro nombre debíamos acercarnos a la mesa, que en realidad era un gran escritorio donde se sentaban los docentes uno junto al otro en grupos de tres en tres, de manera que se podía ir calificando a cuatro alumnos por vez— aclaro estas cosas debido a que por el tiempo transcurrido, no sé si las normativas se han modificado, en mi experiencia se realizaban de esta manera—. En el escritorio se encontraba el bolillero—como en el juego de lotería—, de allí sacábamos tres bolillas, las entregábamos al docente para su verificación y luego tomábamos asiento para comenzar el examen. Las bolillas elegidas al azar representaban el número de los temas o capítulos de los que contaba el programa de la materia. Debíamos explayarnos en aquellos que nos había designado el bolillero, luego de terminar de exponerlos, los profesores nos interrogaban sobre lo explicado y finalmente nos hacían preguntas de todo el programa. Cuando notaban alguna inseguridad pedían temas extras para comprobar si el problema era falta de estudio o estrés por la situación. Cuando el conocimiento era poco, rápidamente finalizaba la prueba, en media hora el alumno podía constatar su aplazo libreta en mano; pero cuánto mayor era, más se prolongaba el proceso, porque se intentaba buscar la mínima falencia para justificar una buena nota.

Ese día, yo había ido vestida con un conjunto de blusa de manga larga y pollera de color rosa viejo muy delicado, ya que una de las normas de la casa de estudios era la presencia acorde con el prestigio del lugar. Rendí la materia como a las seis de la tarde y fuimos con una compañera que tenía mi mismo trayecto a la terminal de micros.

Como estábamos sin comer desde la madrugada, en la que viajamos, teníamos hambre—en ese tiempo no se permitía comer en las aulas, ahora hasta se toma mate—. El micro que esperábamos, pasaba en su recorrido por la terminal—no salía de allí—, levantaba pasajeros y se iba sin tiempo de espera, así que no podíamos perderlo; pero mi compañera me propuso comprar algo en un quiosco, a unos pocos metros, en todo caso comeríamos en el viaje. Mientras ella hacía el pedido el micro se acercaba y yo le empecé a hacer señas. Con las compras en las manos empezó a correr y llegó enseguida. El vehículo se había detenido por el semáforo antes de entrar en la terminal y decidimos empezar a comer, había traído dos panchos—perros calientes—y dos gaseosas de naranja. Sin recordar que en la corrida la gaseosa se había batido, abrí la botella, y la presión del envase me bañó de naranja desde la cara hasta la preciosa blusa rosada, pero no quedó ahí: al querer morder el pancho estaba desbordando mostaza, que yo no había pedido, y salió despedida completando la obra de arte sobre mi precioso atuendo. Mi compañera me miraba, sorprendida por el desastre en que me convertí en pocos minutos, ya debíamos subir así que me comí el pancho antes de que se enfriara y la ropa no tuvo solución, quedó con todo el frente de un extraño tono ladrillo que no me dejó olvidar que todo había salido demasiado  bien, algún lío tenía que hacer para no perder la costumbre.

Mi vieja libreta universitaria, la conservo como un buen recuerdo.

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