Con un número bajo el brazo
Los años de pesares parecían interminables y en el intermedio nació la niña que peligraba durante el embarazo. Previo al día de la cirugía no teníamos ni un pañal para la internación y mi esposo pensó "estamos en cero, por qué no jugamos ese número a la quiñiela,"—mientras me mostraba la moneda que le quedaba—. A la mañana siguiente pasamos por la agencia donde cobramos el premio que salió en primer lugar, fuimos a una pañalera, y compramos las cosas mínimas para los días en el hospital.
Mi hermosa niña fue tan dulce, que desde su mismo nacimiento colaboró con la familia. A mis padres jamás les contaba de la fecha exacta de los nacimientos hasta que pasaba el momento; mi madre no soportaría la angustia de no poder estar conmigo y mi padre no tenía secretos con ella. De esta manera, a las cuatro horas de operada siempre me ponía de pie para atender a mis hijos— a mi esposo no le permitían quedarse por tratarse de una sala de mujeres y yo no quería molestar a nadie más.
Esa tarde fue terrible, una compañera de trabajo se ofreció efusivamente a acompañarme, y por ello rechacé la ayuda de mi tía que estaba dispuesta a ir si la necesitaba, finalmente mi compañera no llegó y era muy tarde para buscar a otra persona. Alguien debía estar presente en la sala, porque de otra manera no me entregarían a mi bebé y en neonatología había casos de meningitis. Estábamos aterrorizados y entonces Ariel le rogó a su madre que fuera para que me entregaran a la niña. Cuatro horas tardó en maquillarse y vestirse, pero al fin se hizo presente y al comprobar que tenía compañía me trajeron a la bebé, ella la miró, opinó que era igual al padre muy desilusionada y se retiró diez minutos después— a mí me bastó, porque pude ocuparme de mi hija y le di las gracias.
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